Te llaman del Dulce Nombre
La imagen
La cofradía de San Lorenzo nos regaló una de las estampas de la Semana Santa
La Virgen salió rememorando el atuendo de hace un siglo
David Gómez Ramírez, nuevo director artístico del Carmen de Salteras
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La llamaban peregrina. Y todos sus fieles hermanos, orgullosos, la conducían y lucían bajo palio. Como hace justo un siglo. Tan solo el color tiniebla intenso de los cirios, sangrando lentamente en el aire húmedo de marzo, descuadraba la perfecta geometría de lo imperecedero. De aquello que, desde el instante mismo de su concepción, está destinado a permanecer en el abismo de los tiempos. Los capirotes, vivos y airosos, estiraban más aún la ojiva de San Andrés y la piedra mudaba su piel áspera a un naranja cálido y amigo. La calle absorbía, con su imán y su epicentro, el contorno de la cofradía y, con ella, el paso de palio, que salvaba los balcones y las cales suspendido en la gravedad de los racheos.
Cuando aquella voz ordenó abrir el compás todo se reveló como un trinar, un aleteo de aves detenidas en los bordados y en la plata. Un metrónomo perfecto en los pentagramas desiguales de la primavera. Un orden dentro del caos. Un sentido, una medida entre tanta hojarasca. Y cuando nos asomamos al balcón del frontal nos detuvimos en esos ojos negros chisporroteantes entre la candelería, que parecían dos estrellas con vida propia, como si hasta respirasen. Y por un momento nos marchamos a otra ciudad que era la misma. A otro tiempo inmutable y feliz. Parecía lo que siempre fue: adolescente, inconformista y zalamera. Aquella sevillana de la calle Carmen que inspiró las gubias y las mejillas pardas. Aquel Antonio Amián visionario y excelente que se valió de rostrillos, gargantillas y diademas para traspasar los cánones de la realeza europea al busto de la dolorosa. Con su manto recogido, como en un salón de corte, y su ráfaga centelleante y pura.
Por un instante, en efecto, parecía que Farfán se apostaba entre el público de la calle Daoiz y trazaba las primeras notas de su marcha, entre coros y ocarinas, y que todos cantábamos por dentro ese faro de gran luz divina. No podíamos dejar de mirarla. A estas alturas, siete días después, creemos que nunca existió, que aquel Martes Santo fue el de hace cien años, que sus manos aún estaban recién modeladas, que sus labios rosados no acusan el poso de cada Semana Santa. Parafraseando a Peyré, quien la vio lo sabe. Jamás la ciudad saldará la deuda con los artífices de aquel milagro. Era aquella de San Román, casta e ingobernable. Era la Virgen del Dulce Nombre.
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