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'Sevilla cofradiera': Una mañana, una ciudad

El sol busca el rostro de la Virgen del Socorro / José Luis Montero

Durante la madrugada se había encendido en mis adentros un ascua insospechada como de ilusión, de intranquilidad dichosa, de espera inocente. Por momentos, incluso, no lograba diferenciar la realidad del sueño y esa llama parecía sucumbir a los vientos de la incertidumbre. Sea como fuere, apenas pasaban unos minutos de las nueve de la mañana y ya bajaba por Mateos Gago procurando guardar las manos no recuerdo muy bien dónde: en qué prenda, en qué manos, en qué abrazo. Con el paladar pastoso y somnoliento y los párpados rígidos del frío, me consolaba fugazmente la luz luminosa y cristalina que se asomaba por Mesón del Moro, raseando las fachadas y los adoquines.

Conforme caminaba se me despertaban el resto de los sentidos: olía a chocolate y la atmósfera se regustaba en pan y anís. Tras las puertas de alguna despensa se barruntaban los esfuerzos del trabajo, el deber de un nuevo día. Y a cada paso que daba, como si estuviera pulsando las teclas de un instrumento aéreo, sin cuerdas, sin pistones y sin aire, se amplificaban las melodías de una marcha de procesión. En aquella calle no había nadie. Sin explicación aparente me detuve y, quieto y mudo, decidí no hacer nada. Absolutamente nada. Nada que no fuera mirar la ciudad. La ciudad en sí para sí.

Lluvia de flores para la Virgen del Socorro entrando en Francos / José Luis Montero

La ciudad tal y como es: sin invasiones, sin trampantojos, sin pátinas artificiales que le arrebatan esa pureza virgen que aún nos revela en estos tiempos difíciles, marcados por el vértigo, el consumo y la necesidad de crear un escenario casi ficticio. Las casas me parecieron hermosas como nunca; los naranjos parecían respirar ante nosotros mismos y el silencio era tan sincero como doloroso. Emprendí nuevamente el camino; dorada y robusta, como un trigal de mayo, la Giralda se recreaba en el sol que tostaba su cuerpo rojizo y pardo. Para entonces, la música de Sevilla cofradiera galopaba por nuestros pulsos y parecíamos levitar, abrumados por tanta belleza, tanto ensueño que hasta nos resultaba inmerecido. La ciudad para nosotros, aquella ciudad que tanto añorábamos y añoramos día a día, limpia y fina, sola y fría.

Acababa de salir el palio de la Virgen del Socorro. Y, como seres de ritos que somos, acudí a la memoria. Hacía mucho tiempo de mi última vez, del último Domingo de Ramos que la esperé quizás por Alemanes, ya de vuelta a casa aún con mi antifaz negro sobre el rostro y la capa recogida al brazo. Y por un instante volvimos todos a ser niños que estrenan miradas nuevas. Aquella malla, aquella luz, aquel manto... Aquella dolorosa. Aquella ciudad, aquellas angostas callejas (Conteros, Chapineros, Argote...) que pudimos recorrer una y mil veces si hubiéramos querido buscando el cortejo, y recordando a la vez esas otras Semanas Santas que quizás no volverán. Una marea humana delante del paso imperfectamente organizada, una lluvia de flores que granó de color la frente de la Virgen, la música que es la de nuestras vidas (Virgen del Valle, Jesús de las Penas, Nuestro Padre Jesús, Soleá, dame la mano...)

Rayaba el mediodía y crujió la rampa con el peso del tiempo. Y todo se nos hizo añicos por dentro. La ciudad, para entonces, ya era otra ciudad. La misma, en esencia, pero distinta, por más que la queramos igual. Una estrella fugaz pendía de los cielos del Salvador. Creo que todos pedimos el mismo deseo. Que se convierta en Dios hecho Hombre aupado sobre un borriquillo de plata. Y que ahí estemos para vivirlo.

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