Una saga con solera

Los hermanos Martín Cartaya son el vivo ejemplo de fidelidad a una hermandad, todos tienen números de antigüedad por debajo del diez

16 de marzo 2014 - 07:09

DeCÍAMOS el otro día que las cofradías son las personas. Y las imágenes sagradas, claro. Ocurre que las imágenes son también las personas. Ve usted la salida de la Virgen del Valle con sus ramos cónicos y bicónicos, con esa fachada de la Anunciación que es el mejor retablo para ese palio de cajón, entre nubes de incienso y toses del personal, y se pone a buscar el alto e inconfundible capirote del prioste Palomino, como le vienen acto seguido los recuerdos de aquel gran hermano mayor que fue José María O'Kean. Ver una cofradía es revivir, es acordarse de una persona, tal es el grado de identificación entre familias y hermandades. Eso tiene muy poco que ver con la Semana Santa de los frikis. Ni con la de los salvadores de la Semana Santa, tan peligrosos o más que los frikis. Esto tiene que ver con la autenticidad. ¿O no es auténtico ver llegar la cruz de guía de la Soledad de San Lorenzo y seguir viendo la silueta de aquel inolvidable fiscal de cruz de guía que se llamaba Diego Lencina? ¿Y no es auténtico recibir al Cristo de los toreros en la bajada del puente y buscar cada año entre el público a un señor muy trajeado que tiene el buen gusto de ver las cofradías en silencio y que se llama José Ignacio Jiménez Esquivias? Una leve bajada de cabeza basta para saludarse sin romper el mágico momento. Cuando uno va a ver cofradías debería colgarse del cuello una suerte de aviso como en los coches de Tussam. Ese No distraigan al conductor, pero en versión morada: No moleste con charletas, estoy viendo cofradías.

Y podríamos seguir, buscando la mirada cómplice de ese capataz de Virgen del Domingo de Ramos presto a dedicar a una levantá por los hermanos que aún están en el vientre de su madre, de ese maniguetero del Nazareno de la Divina Misericordia, de ese pavero de Los Estudiantes de ojos claros, de ese fiscal del Señor de Pasión de capirote puntiagudo, de ese niño del cortejo litúrgico que ya no está porque la edad le ha dado la alternativa de la túnica y el cinturón de esparto, de ese tío del carro que también es auténtico en su función, de ese vacío de Julio Díaz delante del Nazareno de las Tres Caídas...

Y esa Semana Santa auéntica se ve, por supuesto, en la fidelidad de las sagas con una cofradía. Pronunciar los apellidos Martín Cartaya es decir la O, los cielos tinieblas del Viernes Santo, la mejor cornetería tras Jesús Nazareno, el monte con el que los lirios se despiden de la Semana Santa, el recuerdo del Padre Leonardo, los adoquines tantas veces bañados por la lluvia, la espartería familiar de la calle Reyes Católicos donde tan legendarios cofrades improvisaban tertulias (Cayetano González, Tejera, Marmolejo, Armenta...), los costaleros en sepia, la cámara de fotografía, la levantá a pulso de la Macarena que Ariza le dedicó al cabeza de familia en la esquina de Chapineros con Álvarez Quintero, las sillas en Sierpes junto a la Joyería Ruiz o el teniente Hita al que no le hacía falta el Cecop.

Decir Martín Cartaya es referirse a una saga ejemplar, fiel a los cielos del Viernes Santo.

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