Una Rosa, nuestra Rosa

El Palquillo

La concesión de la Rosa de Oro a la Macarena supone un hito de calado universal

El Papa concede a la Macarena la Rosa de Oro

La Esperanza Macarena, distinguida con la Rosa de Oro
La Esperanza Macarena, distinguida con la Rosa de Oro / López Olmedo

Ya antiguas civilizaciones y culturas, como los egipcios, los grecorromanos o los babilonios, encontraban en las flores metáforas naturales y significado a una serie de abstractas representaciones: la belleza, la brevedad, la fragancia, el amor o la pasión. El lirio, el clavel, el nardo, el cardo, el almendro... Por supuesto, en la religión católica, las flores han contado con diferentes atributos y significaciones, y son absolutamente indispensables para comprender los mensajes de la Iglesia y las escrituras sagradas. Pero en especial, y entre todas ellas, sobresale una flor que recoge todo un infinito: la rosa.

En el Antiguo Testamento, la rosa aparece representada como señal de sabiduría, en concreto en el Libro del Eclesiástico:  “Creced como rosa que brota junto a la corriente de agua” (Eclo 39,13) o Como flor del rosal en primavera (Eclo 50,8). Posteriormente, la rosa pasó a convertirse en símbolo de pureza y de divinidad y en otros usos metafóricos como el paraíso o el mundo no terreno. Tras un periodo de languidecimiento, la rosa cobra en la Edad Media un papel preponderante en su relación con la Virgen María, asociándola directamente a la Madre de Dios, reina del cielo y de la tierra. Junto a la azucena, símbolo eterno de su virginidad, la rosa, una rosa radiante y plena, aquella que se encarna en el saludo de Gabriel en el anuncio vital de la humanidad. Jesucristo, "flor de la Virgen Madre" que diría San Bernardo, sin perder su condición de rosa "tota pulcra", la rosa sin espinas y la rosa mística que recogen las letanías lauretanas.

La consagración de esta flor como presencia y referencia directa a María se registra gracias a la inspiración divina de Santo Domingo de Guzmán, creador del ejercicio del santo Rosario (y receptor de la "corona de rosas"), que precisamente consiste en el rezo de un número concreto de avemarías en la meditación de los misterios de Cristo y de la Virgen. El sentido etimológico de la rosa le sirve para nombrar esta práctica piadosa: el Rosario, las ciento cincuenta rosas que componen esta hermosa oración, un inmenso rosal cultivado por la Iglesia hasta nuestros días, con abundantes frutos en forma de flores sin mácula con la que adoramos y saludamos a la Santísima Virgen.

Por ello, no resulta de extrañar que la más alta distinción que el Santo Padre concede a personalidades y devociones preeminentes en el orbe católico sea una sencilla rosa, continuando la tradición instaurada hace un milenio por León IX. La Rosa de Oro, símbolo de bendición papal, ha sido entregada a reyes y reinas, emperadores, monasterios, personalidades... Y, por supuesto, a iconos devocionales en todo el mundo, desde Lourdes y Fátima, pasando por Lima, Canadá o Luján en Buenos Aires. Pero tal es su carácter de exclusividad que, en nuestro país, tan solo ostentan esta distinción Nuestra Señora de Montserrat, en Cataluña, y la Virgen de la Cabeza de Andújar, bajo el pontificado de Benedicto XVI.

Este domingo, 22 de septiembre, quedará registrado en los anales de la Iglesia y de toda la ciudad de Sevilla como una jornada de imparangonable trascendencia. El papa Francisco ha acordado conceder dicha Rosa de Oro a la Virgen de la Esperanza Macarena. Miles de millones de habitantes y creyentes en el mundo, otros tantos lugares de culto y oración a lo largo y ancho de cinco continentes... Y cuánta fortuna sabernos cercanos y propios a este rincón del universo, que desde ayer goza de un privilegio absoluto que representa la fe de toda nuestra tierra hacia María Santísima, en todas y cualesquiera de sus advocaciones.

La Rosa de Oro para la Macarena; sí, nuestra Macarena. La de aquellos hortelanos y labriegos de finales del XVI que allá por San Basilio nombraron como Esperanza a su protectora; la del Señor de la Sentencia y la del Rosario cantado por sus callejones; la que sobrevivió a epidemias, calamidades y desventuras; la de Juan Nepomuceno, la que conoció los procesos ilustrados, las invasiones napoleónicas, las confrontaciones políticas, la Gloriosa, las desamortizaciones, los románticos... Nuestra Macarena, la de San Gil, la de negro por Joselito, la que respira esmeraldas, la de Juan Manuel (que ya le bordaba rosas en sus inspirados trazos), la de los armaos, la de los vecinos de Parras y sus pétalos -exacto- de rosas, la de Ramitos, Aberlardo, Marta Serrano, Hidalgo, Loreto, Garduño... La que han estudiado e interpretado antropólogos, sociólogos, intelectuales... La del flamenco, la de los poemas de Sierra, Caro, Machado o Lorca. La de nuestras casas. La de nuestras abuelas, la de nuestros padres.

La de, en definitiva, miles de devotos que a lo largo de los tiempos han conformado una concepción del mundo oriunda y genuina de nuestra ciudad, un modo de estar y de ser, de identificarse y de expresarse en la más sincera humanidad. La Rosa de Oro, aquella que siempre nos florece cada mañana de Viernes Santo en nuestras vidas, la que está ahí, sí, a dos pasos, en la linde de la muralla, tras un arco. Una fortuna desmedida. Vayamos a darle gracias. La Rosa de Oro para nuestra Rosa, para nuestra Macarena.

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