El rito aprendido y heredado de los nazarenos de San Antonio Abad en la Madrugada de Sevilla
Por la calle Miguel de Mañara desfilan, en la noche del Jueves Santo, infinitos nazarenos de ruan
La irrefutable prueba de la fundación de la Hermandad del Silencio de Sevilla en 1356
La Semana Santa de Sevilla, como apuntó con finura y precisión el campanariense Antonio Núñez de Herrera, crece, fructifica y grana durante los siete días. Es una flor que solo regresará por marzo o abril. Sin embargo, en la geografía de nuestra ciudad, existen ciertos espacios, ciertos indicativos y señuelos en los que la Semana Mayor permanece impresa durante todo el año. Y, cuando los descubrimos en una tarde de paseo, o nos los descubren por vez primera, nos asombramos y sentimos como si el tiempo mismo nos regresara a la primavera.
En la margen derecha de la calle Miguel de Mañara, concretamente en el número tres, al alimón con el paño del Alcázar y la puerta del León, se abre un patinillo propio en el que sevillanos y visitantes apenas se detienen, sorprendidos por la magnificencia de los Reales Alcázares y la sorpresiva visión de la Giralda. En cambio, cuando nos acercamos, movidos por la curiosidad o la irrefrenable necesidad de buscar sombra o cobijo, observamos que a la derecha de este espacio se dispone un robusto arcón sobre el que se clavan, silenciosos y descubiertos, dos nazarenos de ruan, que a su vez flanquean la Santa Cruz de Jerusalén, titular incuestionable de la Hermandad del Silencio. Es la casa de la familia Ybarra, tan ligada históricamente a esta corporación de la Madrugada.
Es Jueves Santo
La calle queda desierta. Poco después de las nueve de la noche, con la calle aún detenida en la impresión definitiva e imaginada -algo tan rotundo jamás puede ser cierto- del paso de palio de la Virgen de la Victoria, las entrañas de esta casa descuentan su propio tiempo. En su interior hay convertidos al presente varios siglos de historia. A lo lejos suena Zarzuela, y la fachada devuelve la hora en punto de su propio tiempo. Innumerables nazarenos anónimos se deslizan por las galerías del patio, con la mano en el mentón y el esparto restallando en las caderas. Se acerca la hora primera de la mañana del Viernes, aquella razón que esgrimieron los primitivos penitentes para eludir el día dieciochesco.
Alguien, sumido en la desorientación o en la sorpresa, se detiene ante ellos y, como movidos por una fuerza interior, permanecen paralizados contemplando el desfile igualitario y simétrico. Son nazarenos del Silencio que buscan San Antonio Abad. Durante la Madrugada tan solo se les permitirá decir "está". Amanecerá. Regresarán. Y nosotros permaneceremos con esa imagen en la retina. Nos lo recuerdan dos nazarenos en una casa de la calle Miguel de Mañara, que cada Viernes Santo ve fructificar, como diría Montesinos, la "sola Madrugada de la única ciudad posible".
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