Réquiem en San Antonio

¿Réquiem por otros dos mil años o por otro suspiro en la brevedad de la existencia humana, la finitud de la fama y el poder, y el horizonte que no habremos de alcanzar?

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El Nazareno de Santiponce en la procesión extraordinaria del sábado
El Nazareno de Santiponce en la procesión extraordinaria del sábado / SBDPhotografia

No estaba previsto ni programado que aquellos compases de Réquiem se perdieran en el vacío sideral de un cielo sin hora, sin fecha y sin altura, pero eso quizás ya no importa. Sucedió como suceden las cosas fascinantes e imposibles: sin temor a perpetuarse en un tiempo al que jamás regresaremos. Por aquellas piedras que han conocido infinitos ocasos y amaneceres se desparramaban, en una suerte de trazado sin orden y sin forma, las viejas parras y los quietos jaramagos. Los muros, ahora nocturnos de cales y ahora salpicados de velas en disposición casi rupestre, estrechaban la cintura de la calle como quien desea cerrar entre las yemas un ramillete de flores silvestre o ahogar un reloj de arena.

Allí no había nadie más que todos nosotros en uno solo. O es posible que no hubiera nadie. Las pupilas, amarillas y calientes, convendrán que el paso se deslizaba porque llameaban los codales y un cordón de oro se balanceaba sobre los abismos sin fondo; de lo contrario, juraríamos que esos pétalos de rosa parecían dibujados y que el pórtico de una ensoñación libre de lo terreno engullía nuestras pisadas torpes y mudas. Una telaraña de luces blancas sobre las azoteas y tras las rejas danzaban en torno a un Dios cuyo rostro se desfiguraba con la luz que no existía, que él mismo reflejaba. Nunca sabremos cuánto duró aquello, aquella transmutación a otra realidad, aquellos minutos que no respiramos. No sabíamos si crujía la madera o las estrellas, o si el siseo de las alpargatas nacía de una treintena de disciplinados compañeros o de una legión que camina, larga y ciegamente, hasta una muerte de fauces o aceros. No distinguíamos la cruz de una lanza, si esos labios musitaban alaridos o callaban, si su figura era suya o la de todos los hombres. 

El ansia por recuperarlo, por devolverlo al recuerdo, nos provoca ahora uno de los miedos más atroces y despiadados: la posibilidad de que la nitidez se nos diluya y la memoria lo conserve como un espejismo, para ir sordamente borrándolo hasta convertirlo en una vaga duda, en el epitafio de la felicidad no alcanzada. Nos genera pavor la sola intención de volver a pasear por aquella calleja, la de San Antonio, que desde aquella madrugada de junio significa para esta Hispania resucitada un rincón de otro planeta, un enclave que aún ningún ser ha poblado o destruido.

¿De dónde aquella sinfonía lastimera que reverdeció la belleza del Teatro, mustio y solo? ¿Qué función no se representaría para que todo nos supiera a tragedia y a misterio? Una voz y un pestañeo nos destrozaron por dentro y nos apuntaron que nada es para siempre. ¿Réquiem? ¿Por quienes fuimos y ahora somos? ¿Por lo que ahora somos y mañana jamás seremos? ¿Quién vendrá a borrar esta obra para escribir otra nueva en otro lenguaje, en otro credo? ¿Réquiem por otros dos mil años o por otro suspiro en la brevedad de la existencia humana, la finitud de la fama y el poder, y el horizonte que no habremos de alcanzar? Diremos que era un Hombre que, como otros tantos, caminó en las zarzas de la duda, del pecado y de la gloria. Hoy lo llamamos Jesús Nazareno. Y su eternidad será la nuestra. 

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