Tribuna Económica
Gumersindo Ruiz
La casita de Jesús
Apenas tendría diez años. Frío intenso y seco. En la calle Trajano, a la altura del cruce con Santa Bárbara, nos fuimos por primera vez a ver la Macarena. Es uno de esos instantes vitales que nunca se olvidan, como cuando embarcas en el avión rumbo al destino que siempre soñaste o aquel concierto de tu artista favorito en un estadio a rebosar y ensordecedor. Mi hermano, a mi lado, con siete años recién cumplidos, no entendía absolutamente nada, confuso ante semejante escena, pero lloraba como llorábamos todos, sin una explicación aparente. La Macarena era para nosotros algo etéreo, volátil, que solo aparecía en la pantalla como un holograma enjoyado y misterioso. Era tan real, tan cierta; tan llana y tan inmensa.
A nuestro alrededor, rebasando los bordillos y apuntalando los talones en los adoquines, muchos más niños se asombraron ante los armaos, delegaban en sus madres las estampas que ya desafiaban la física en los bolsillos de las trencas, y contemplaban absortos la cera ardida en los guantes y en los zapatos. Había niños en la Madrugada, muchos niños, el colectivo más sensible y prioritario de nuestra Semana Santa. La Madrugada era un reto para ellos -para nosotros, para mí, para mi hermano-, suponía la intrusión en una dimensión ajena a nuestra concepción de los días. No sabíamos qué ocurría, cómo era el mundo, cómo eran las calles, las plazas, los rostros de las gentes. Era una fiesta.
Cada vez hay menos niños en la Madrugada. Lo que se proyectaba como un escenario insondable y hermoso, ahora se convierte en un decorado que espera con ansia y tensión la luz del día. Y hay menos niños, quizás, por dos razones: el temor a la noche -parajódicamente, cuanto más presente está la palabra seguridad en informes y diarios- y el carácter sobreprotector y extremadamente precavido de los padres, que en muchos casos (quizás con razón) optan por la comodidad y la indiferencia. Tampoco hay niños en los cortejos. No hay monaguillos, y los nazarenos de varita no salen a la medianoche, sino al mediodía. Y es una cuestión que se agrava y de la que ya se están percatando varias hermandades de la jornada.
Una Madrugada sin niños es como si le faltaran persianas a agosto, como manecillas a los relojes, como azules a los cielos. No se entienden. La Madrugada, cenit espacial y temporal de la Semana Santa de Sevilla, pervive en la enseñanza y en la transmisión, en el conocimiento y respeto de la noche, en la espera de la luz, en la supervivencia al sueño, en la madurez del tiempo. En el regreso a la calle Parras, en los malvas de Cardenal Spínola, en el cielo gris de Zaragoza, en el Silencio que se nos enfrenta, en la quilla floreada de Triana, en la mantilla de las Angustias. Asegurar la Madrugada es garantizar la Semana Santa. Al menos, en temporalidad y concepto. Esa es nuestra responsabilidad. Esa, y exigir a quien corresponda que devuelvan a los niños la Madrugada de Sevilla.
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