Patrocinio, saeta sevillana
El Cachorro remata un Año Patrocinio excelso en forma y trascendente en fondo
Público y bulla hasta los compases finales en una procesión inédita
Luz de Viernes Santo para la procesión extraordinaria de la Virgen del Patrocinio
Cuando menos lo hubo esperado, arrastrado por la masa deforme de la bulla e inscrito en una noche que ya sabía a madrugada, alzó sus ojos y se topó de bruces con una maraña de hilos, granas y guirnaldas plateadas. Las fachadas, los balcones mustios pero vibrantes, los cantes que jamás habrán de volver resonar, algunos candiles titilando entre las cales... Trepó con los ojos por los varales y entonces, al alcanzar la gloria misma encarnada en arquitectura, malla y geometría, recordó el título de aquel volumen que leyó siendo aún adolescente. Los cielos que perdimos.
A su alrededor todo lo creado le parecía, inicialmente, un trazado inhóspito, una geografía urbana alejada incluso de la Triana que recorremos con la memoria. Pero nada más lejos: ahí estaba Triana en sí misma, la Triana que perdimos, la Triana del Cachorro que se desangra en paralelo por Castilla y Alfarería, dos arroyuelos que vienen a morir -qué paradoja- al mismo puerto. Era pero no era abril; era pero no era primavera. Era, seguro, la Virgen del Patrocinio llevando consigo los cielos que perdimos, las alturas que siempre imaginamos, la belleza que, cuando se alcanza, se multiplica infinitamente en los adentros.
Él, entretanto, siguió detrás, configurando armonías orientales y levantando más y más horizontes. Y del ascua de luz que irradiaba al otro lado del valle, por la otra cara de la cordillera cuya cima concentra el dolor no llorado, pensó en aquellas llamas que redujeron todo a cenizas. No hay literatura que adorne una tragedia; era pura devastación espiritual, un vacío irrecuperable. Cicatrices que, en una noche de noviembre, terminaron de sanar y de cerrarse. Porque la procesión de la Virgen del Patrocinio no ha sido fruto de un capricho o la protocolaria conmemoración de aniversarios concatenados: ha resultado ser la confirmación definitiva de un nombre propio e insustituible de la Semana Santa sevillana. Excelente en estética y forma, trascendental en fondo y trasfondo.
Decidió reubicarse; sorteando alcorques y salientes se apostó en un rellano por el que jamás había transitado. Observó, en la relativa lejanía de las cosas que suceden en un instante, cómo aquel paso de palio devoraba las esquinas y el gentío como un hermoso velero remonta con su quilla las marejadas espumosas. Aunque conocía la melodía magistralmente interpretada, optó por callarse para sí y concentró todos sus esfuerzos y sentidos en retener el fotograma más que en la retina, en la imaginación, último refugio para quienes sienten vulnerable su memoria. Nadie lo vio, pero los ojos se le humedecieron Dios sabe por qué y se supo paralizado, sin pulso, sin conocimiento. Con la irrupción inmisericorde de la cornetería murió la saetilla sevillana que le compusieron al Cachorro y él, destrozado por dentro, lamentó la finitud de la vida terrena.
Remontó el imperceptible promontorio del viejo Patrocinio, allá donde nacen los caminos reales que marchan a Castilla. Solo, pero arropado por otros tantos como él que buscaban respuestas a su espera. Solo, intercambiando miradas fugitivas y buscando consuelo ante el naufragio colectivo del buque de la nostalgia. Se despidió donde siempre, bajo el mismo naranjo de cada Viernes Santo, a espaldas de aquella capilla que un día se despetaló para siempre. ¿Los cielos que perdimos? "Los cielos que ganamos", pensó. Entró la Virgen, categórica e intachable. Como recién nacida. Como si la hubiera esculpido la luz de los siglos. Las doce. Dio media vuelta y marchó rumbo a ninguna parte con un fuego declarado abrasándole el corazón.
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