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Tres pasiones

Los cristianos, también los nos creyentes, sufren en sus carnes las mismas que padeció Cristo

El Cristo de la Expiración discurre por un abarrotado puente de Triana en la tarde del Viernes Santo.
Eduardo / Martín / Clemens

18 de abril 2014 - 01:00

TRES pasiones sufrió Jesús a lo largo de su vida pública: la del sinsentido y angustia en Getsemaní cuando, en un momento límite de lucha entre las dos naturalezas, pide al padre que le libere de ese cáliz. La pasión del fracaso al elegir a los suyos: Judas le traiciona, Pedro le niega, Tomás desconfía. La pasión cruenta perceptible a los sentidos por la liturgia santa de la Iglesia, el Triduo Sacro, las meditaciones penitenciales y las hermandades en su estación de penitencia.

La angustia del huerto se transformó en esperanza porque Jesús no buscó otra cosa más que hacer la voluntad de Dios. El fracaso se sigue repitiendo porque nuestro mundo no acepta que "Dios ha escogido más bien a los locos del mundo para confundir a los sabios" (1 Cor. 1,27). La pasión cruenta se sigue prolongando en la historia.

Los cristianos, también los no creyentes, sufrimos en nuestra vida las tres pasiones que sufrió Cristo. La del sinsentido la padecemos cuando experimentamos contratiempos existenciales: el frustrante desempleo, las crisis matrimoniales, las enfermedades... Cuando se vienen abajo nuestros proyectos, cuando vemos que los más allegados nos retiran su confianza, sufrimos la pasión del fracaso.

La pasión cruenta es más difícil que se produzca, afortunadamente, en nuestra sociedad. No obstante, a veces, se sigue prolongando en la historia como en aquellos cristianos misioneros que se desplazan a zonas de conflictos, arriesgando sus vidas, para llevar la luz del evangelio o los que sufren persecución por su fe en muchos países. La religión cristiana, no lo olvidemos, es la más perseguida en el mundo. No podemos obviar la pasión que soportan también los no creyentes. La pasión, muerte y resurrección de Cristo pueden ser también iluminadoras para ellos. Igualmente aquellos que están subyugados por mediocres Pilatos que quieren agradar a los hombres antes que a Dios, por Herodes que convierten en holocaustos silenciosos no sólo el crimen del aborto sino también la mortalidad infantil por causa del hambre y el envío de niños a combatir, por depredadores que acaparan toda la riqueza para generar nuevas y radicales pobrezas que, después, quieren remediar con tacañas limosnas o sueldos miserables en pro del bienestar social. Todos somos responsables y a todos nos salpica la culpa tanto ante los ancianos abandonados como ante la inercia que imposibilita el paso de la juventud a la madurez sin haberse estrenado en la vida laboral.

Conocedores de esta realidad de pasión hay que intentar superar viejas teologías doloristas que interpretan el dolor humano como una prolongación de la Pasión de Cristo. Dios no quiere que suframos. Tampoco quiso el sufrimiento injusto de su hijo. La historia y la contingencia humana son las que provocan este sufrimiento. Jesús ya sufrió por nosotros. El sufrimiento humano, de cristianos o no cristianos, no debe entenderse de manera masoquista o como prolongación del dolor de Cristo. El sufrimiento se combate desde la solidaridad con los que sufren y desde la esperanza de la resurrección y del amor de Dios.

Una vuelta al evangelio sin traducciones pastoralistas restringidas, una Iglesia samaritana que no espere a los de siempre sino que se remangue sotanas y pantalones para salir al encuentro de los más alejados. Una sociedad de laicos comprometidos, social y políticamente, que hagan de su vida no reboticas de sacristías sino vida que deje grabadas en las páginas de la historia la doctrina social de la Iglesia y la moral de Cristo.

Hoy, Viernes Santo, nos dolemos con Cristo expirante, derramamos las misericordias de Dios en Cristo a la luz de la Pascua y nos acercamos al mundo como afectados, no con lástima y lamentos, sino con la compasión del Buen Samaritano.

Al entregar el espíritu al Padre, éste se lo dio a la Iglesia y nosotros, en la Iglesia y con la Iglesia, debemos tener los mismos sentimientos de Cristo para que el gran poder de Dios se manifieste en la debilidad y, sin obviar la cruz, nos sintamos operarios de un mundo nuevo como anticipo de la pascua eterna.

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