A punta de bisturí
La piedad popular
Las hermandades, como grupos humanos que son, están expuestas a todo lo que de la naturaleza humana se puede esperar, lo mejor y lo peor. Es verdad que como agrupaciones cristianas deben estar inclinadas al bien pero la condición pecadora es igualmente inherente a la humanidad. El caso es que fruto de ello en todas las hermandades acaban dándose casos en los que la ejemplaridad cristiana queda muy distante de la realidad. Las hermandades no son perfectas, claro que no, y con frecuencia suceden hechos en ellas de mayor o menor gravedad que afectan a su ser y que unas veces trascienden y otras no. Más allá de los casos que se muestran faltos de caridad fraterna en la toma de decisiones trascendentes que pueden gustar más o menos y afectar de igual forma a más o menos hermanos o incluso a personal ajeno están los casos pequeños diarios que pasan desapercibidos pero que tienen en la mayoría de los casos más trascendencia respecto al valor de los hechos y sus consecuencias a largo plazo.
No voy a hablar de los casos de deslealtades en las mayordomías que desgraciadamente ocurren y que en el mejor de los casos son, más que ocultados, cubiertos por bolsillos caritativos que cubren por el bien de la imagen de la hermandad el daño producido. Hoy vengo a hablarles del capital más importante que tienen las hermandades y que son sus hermanos.
Con frecuencia observo que se repite en muchas hermandades un hecho que no por ser común deja de ser importante sino todo lo contrario. La hermandad recibe su denominación por la fraternidad existente entre todos sus miembros reunidos bajo una misma devoción e igualados en dicha condición por encima de cualesquiera otras condiciones personales, nadie es más ni menos que nadie. Ni siquiera los miembros de las juntas son por serlo más que sus hermanos sino que ello los hace más servidores de los mismos. Los cargos tienen cargas y exigen responsabilidad, dedicación y diligencia. El caso está en que suelo encontrar en las hermandades hermanos que se ofrecen a ayudar y colaborar en muchas cosas y que son despreciados e incluso apartados, hermanos que viven con dolor su disponibilidad incomprendida y minusvalorada, que siguen yendo a su hermandad porque la misma está por encima de las personas que la componen siempre o que acaban desapareciendo discretamente de la vida de hermandad e incluso dándose de baja de las mismas. Es una enfermedad silenciosa y casi invisible que existe, claro que existe, aunque la mayoría ni la vea ni la sufra. Ellos están ahí, pasan a nuestro lado en los cultos, los vemos sacar sus papeletas de sitio, los vemos mirar a nuestros titulares en silencio, llevan una existencia discreta y guardan su dolor en el corazón, se sienten impotentes por querer más de lo que les recogen y solo reconocen amargamente ese sentimiento cuando uno les dedica sólo un poco de esa atención que muchos les niegan. Hagamos examen de conciencia en estos días en los que las vidas de nuestras hermandades son más intensas, miremos a nuestro alrededor, busquemos a nuestros prójimos entre nuestros propios hermanos y hagamos que se sientan integrados y den lo que quieren y pueden dar para engrandecer con su humilde aportación nuestras hermandades. Seguro que cuando Dios nos vea, capataz supremo, nos dirá ¡así, valientes, así!
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