A punta de bisturí
Por fin te encuentro, Madre
EL particular calendario de no pocos sevillanos habrá dejado caer esta mañana su última hoja. Un tiempo nuevo se abre paso entre las vicisitudes de una existencia que, hasta hace bien poco, parecía apacible, inalterable o, al menos, exenta de contratiempos que pudieran dar al traste con esa sociedad del bienestar en la que la mayoría de nuestros conciudadanos había encontrado acomodo.
Esa última hoja aparece marcada en rojo para el cofrade y es la bisagra de la felicidad, del reencuentro con los recuerdos y de la ilusión por lo que va a llegar; una contradicción en sí misma que nos introduce en los espacios oníricos de la emoción que vivimos pero que no pierde de vista la esperanza de las horas que se van a suceder.
La clave de este misterio es que nada será igual, aunque todo nos acercará al ayer y nos situará, dentro de siete días, en la esperanza de un futuro en el que volver a celebrar el inicio de un nuevo tiempo. Damos gracias a Dios que nos permitió llegar a la mañana de este Domingo de Ramos, pero estamos vislumbrando la claridad del próximo, la nueva vida ya revestida de blanca túnica o blanco roquete.
Como niños temblamos ante la posibilidad de que los malajes de las páginas del tiempo nos estropeen lo que hemos venido soñando durante los días pasados o que la malaje de La Canina nos adelante la hora del encuentro definitivo con el Amor eterno. Pedimos a Dios que en estos días, mientras contemplamos el tránsito de una cofradía, nos podamos zafar de esa persona que no para de hablar, que los sonidos estridentes de algunas marchas no zahieran nuestros tímpanos, que nos libre de contemplar nazarenos indecorosos por las calles, que las hermandades cumplan lo prometido (en horarios y en todo lo demás), que los políticos se vean poco (lo justo), que los capataces hablen de forma moderada (lo necesario), que los costaleros no se duerman en las esquinas (ni mucho ni poco) que los turistas aprendan rápido los signos de lo que están viviendo, que las sillitas se rompan pronto y las pipas (esas sí) sufran altísimos aranceles.
Porque este tiempo en el que nos adentramos es para muchos sevillanos la clave del arco de sus vidas. Sí, porque no se trata de contemplar, de ver pasar, observar, sorprenderse, ni siquiera de ser protagonista como anónimo nazareno, acólito, músico o costalero; se trata de vivir, de sentir y sentirse parte de una larga historia común, de encontrarse con la ciudad que amamos, pero también con las generaciones que nos legaron el tesoro de nuestras hermandades. Y, sobre todo, es momento para, relajadamente, descubrir que lo que da verdadero sentido a estos días cabe en el abrazo sereno del Amor de Dios crucificado.
Por eso hoy es una nueva oportunidad que se nos entrega. Cada uno podrá, en virtud de su libre elección, aprovecharla o dejarla pasar, abrir su corazón y dejarse emocionar por el llanto de una Madre o contemplarla desde la distancia y la frialdad. Podremos abrir nuestros ojos a la belleza, a la infinita grandeza del Misterio de la Historia de la Salvación que Dios nos revela o buscar los pequeños e intrascendentes detalles que lo rodean. Podremos guardar en nuestra memoria y en nuestra alma recuerdos que reviviremos para siempre o, de forma absurda, reducir a una mínima pantalla la experiencia única que estamos viviendo.
Hoy tenemos una nueva oportunidad para centrarnos en aquello que viviremos; en las manos atadas, unidas, abrazadas a un madero o traspasadas por el dolor y el hierro; en la entrega inquebrantable, en la humildad profunda, en el Amor sin límite del crucificado.
Hoy tenemos una nueva oportunidad para interiorizar, para reflexionar, para buscar momentos de silencio, de recogimiento, de sincero misticismo en el cruce de miradas doradas frente a las candelerías estremecidas por el viento y las notas suaves de la tarde.
Hoy tenemos una nueva oportunidad para vivir la ciudad, para amarla, para cuidarla, para demostrar lo que fuimos y lo que somos, para manifestar orgullosos y sin complejos nuestras capacidades cuando toda una sociedad organiza, actúa y vive con seriedad, eficacia, serenidad, urbanidad y civismo una manifestación colectiva como nuestra Semana Santa.
Hoy tenemos una nueva oportunidad para abrazar al hermano, para encontrarnos con esos rostros a los que sólo vemos en el tramo año tras año, también para recordar a quienes echamos de menos. Ellos, los hermanos, son el corazón de la hermandad. La mayoría de esos nombres quedarán para la historia en la nómina de la cofradía, en los censos polvorientos, pero gracias a su fidelidad podremos vivir una nueva Semana Santa.
Y también una nueva oportunidad para redescubrir nuestra historia como humanidad quebrada, sufriente, fracasada una y otra vez en el dolor de las guerras, de las pobrezas, del hambre, de la inmigración, de las lágrimas de tantos hermanos. Solo así es posible que en la noche, cuando el olor del esparto deje de apretar la cintura cansada, también hayamos descubierto, en la contemplación silenciosa del Amor de Dios, la verdadera receta para superar todas nuestras contradicciones.
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