El antifaz

La Bocamanga

Nazarenos de Los Estudiantes caminan por el Rectorado
Nazarenos de Los Estudiantes caminan por el Rectorado / Antonio Pizarro

27 de marzo 2025 - 07:00

Decía el poeta Fernando Villalón que “el mundo se divide en dos, Sevilla y Cádiz”, fijando poéticamente su vida en ambos espacios de forma diferenciada. De la misma forma el antifaz establece una frontera que limita dos universos emocionales para el nazareno, el interior y el exterior. Más allá de su función garante de un anonimato que sólo deja de serlo para la familia capaz de distinguir la mirada a través de las rendijas de luz que muestran los ojos, permite el diálogo íntimo del nazareno consigo mismo y lo aísla de todo lo que lo rodea. El antifaz hace al nazareno uno y todos a la vez, uno individual en su penitencia y todos en el colectivo de hermanos que procesionan bajo el hábito como él.

La túnica iguala e identifica colectivamente a cada hermandad y el antifaz borra cualquier identificación posible del hermano. Por eso es tan importante. Debajo del antifaz el tiempo pasa lento, muy lento, en ese encuentro que debe celebrarse con uno mismo para examinar el estado del alma. En ese interior que se crea, el rezo y la súplica, la búsqueda del perdón y la ofrenda, son epicentro de la Fe del penitente. En las horas que dure la estación de penitencia habrá siempre ocasión para que Dios hable y hablarle a Dios, para que la imitación de Cristo que se exige obre su función redentora. Fue Cristo el que decía al enfermo curado “tu fe te ha salvado”, por eso el nazareno debe buscar la sanación del alma pecadora en su fe y dejar que la misericordia de Dios haga el resto. Y esa fe personal no está ahí fuera, más allá del antifaz, sino dentro, en el corazón y la mente. Fuera quedará la expresión pública de la fe que, expresada colectivamente, es seña de identidad esencial de las cofradías.

El nazareno por eso mira y no ve, porque está reunido con él mismo, porque mira al frente viéndose por dentro. De esa forma llegará a ver sin mirar en el ejercicio de contrición que lo llevó a procesionar revestido. El penitente con su cruz suele fijar la mirada en el Cristo que sigue e imita, apretando entre sus manos el madero de su ser y existir para reafirmarse y sentirse. El hermano de luz a ratos fijará durante la noche la mirada en la llama titilante que recuerda aquel sentimiento de ardor del corazón que sintieron los discípulos de Emaús en el encuentro con Cristo. Todos miran sin ver. De la misma forma escuchan sin oír, con la de cosas que se dicen delante de los nazarenos en su tránsito ante nosotros, en un ejercicio de desaparición e invisibilidad manifiesta que permite esa disociación de mundos y universos de la que hablo en este artículo.

Y luego está el mundo exterior en el que vemos al nazareno, al que miramos por momentos tratando de adivinar qué le habrá llevado a revestirse y procesionar. Permanecemos en ese espacio exterior, a veces de forma más pasiva que activa, más reacios que receptivos a la provocación que se nos hace en la interpelación que el nazareno supone para el espectador. Me gusta mirar a los ojos a los nazarenos, ver ojos cansados en unos, vivos en otros, llenos de lágrimas en otros casos, hasta cerrados en ocasiones cuando el cansancio hace mella o el alivio de una parada o cambio de postura se hace manifiesto. Me gusta ver en sus ojos el reflejo de la luz que llena sus pupilas, adivinar por lo que miran qué deben estar viendo. Por eso también cuando voy de nazareno delante del paso me gusta ver qué miran los que se acercan y esperar que vean y sientan lo que vemos y sentimos los que sacamos la cofradía para ellos.

Fuera del nazareno pasa la vida de la que se aíslan y por la que se aíslan y de vez en cuando los mundos interior y exterior se encuentran en el nodo que comunica los dos espacios de ese reloj de arena que es la estación de penitencia. El niño que pide un caramelo -qué pena de tiempos aquellos que se fueron- o la persona mayor a la que se le da una estampa, el parpadeo pausado que saluda a una madre a sabiendas que ya se ha sido reconocido de lejos, el extasiado turista descubridor de lo que en verdad está ocurriendo delante suya, la primavera perdida que atraviesa la fila cogida de la mano por vez primera o aquel balcón que este año ya no se ha abierto. En esos puntos de encuentro todo es recíproco por un instante y eterno desde entonces. Recuerden esto que les hablo cuando en el templo antes de salir escuchen eso de “¡Hermanos, cúbranse!”

stats