Vicente Ferrer

05 de abril 2023 - 05:03

Hace 625 años predicaba en Aviñón uno de los dos valencianos más universales. Religioso dominico, Vicente Ferrer recibió aquellos días una visión que había de cambiar para siempre nuestra forma de entender la Semana Santa. Llamando a la conversión, este medieval Diego de Cádiz arrastró tras de sí a múltiples flagelantes en su peregrinar a pie por toda Europa. Tiempo después, los hermanos de disciplina nutrían los cortejos penitentes de los días santos, naciendo en toda Castilla (y en Sevilla, por supuesto) unas manifestaciones de fe y conversión que hoy seguimos repitiendo (dulcificadas por los años y las pragmáticas reales ilustradas).

Al contrario que “El Giraldillo”, que nunca fue “Santa Juana”, Sevilla fue siempre “Santa Tomasa” de las heridas y los quebrantos. Tuvo que ver para creer. Y así, en la primavera de 1410, hizo a Ferrer subirse al púlpito de mármol del Patio de los Naranjos. Allí, conmovida por aquel santo en vida, apóstol de la sangre y del flagelo, se convenció para siempre: para alcanzar la gloria era preciso mortificarse. El fenómeno de la penitencia pública no se instauró rápidamente. Hemos de adentrarnos en la Sevilla moderna, tras los viajes colombinos, para que aquellas hermandades de luz que existían, comiencen a establecerse como cofradías de penitencia.

Será fundamental, como ya sabemos, una sesión conciliar de Trento en 1563. Podemos considerar que, desde dos décadas antes, el fenómeno penitencial fue arraigando profundamente en el espíritu de las cofradías, cambiando muchas de ellas su instituto medieval para dar paso a la institución que, todavía hoy, con todas sus recreaciones, permanece vigente. Seguro que les viene a la mente la pregunta: ¿cómo fue el Miércoles Santo de 1563? Permítanme responderles: completamente diferente. Tendríamos que esperar dos siglos exactos hasta que hicieran su entrada por la Puerta de la Carne los nazarenos de San Bernardo. Fueron ellos los que privaron al Oficio de Tinieblas de su total protagonismo en la jornada. Hasta entonces, las oraciones semitonadas de los canónigos eran las únicas que se atrevían a romper el silencio catedralicio.

Hemos vuelto a la Catedral. Regresamos al Medievo. Vicente Ferrer está predicando en el Patio. Y con su dedo índice levantado, llama la atención de los más protervos pecadores. Y su dedo, alzado al aire de la tarde, es el que asoma sobre el tronco de la cruz que trae desde Nervión al Cristo de la Sed; es el mástil del barquito felizmente devuelto a su capitana, Santa María de Consolación. El dedo acusador de la sirvienta de Caifás a la que ponen en el centro de la escena los hermanos del Carmen; los dedos que iluminan, como árboles de luz, al Cristo del Buen Fin hechos candelabros de su paso. En la calle San Vicente (mártir de Huesca) está San Vicente Ferrer, y es su dedo la lanza de Longinos, que trae de San Martín la devoción de una Esperanza, la Divina Enfermera, que también cumple 775 años y con la que nadie cuenta para celebrar la Reconquista fernandina.

Hoy es el día de San Vicente Ferrer. Y en la Piedad y en la Misericordia, resuena el eco de su voz predicadora en el Baratillo. Pasa la cofradía a las puertas de la Magdalena, el antiguo convento de frailes donde Ferrer se alojó en aquella primavera del siglo XV. Allí, los blancos hábitos y la sombra de la Inquisición; aquí en San Pablo, mientras pasa la Caridad, es Guadalquivir en el que el palio parece barca sobre el bamboleo de un río incontenible. El dedo de San Vicente es la voz burgalesa de un Cristo que cumple 450 años de adusta historia castellana e hispalense. Viene de Burgos, y es su carne maltratada un páramo de ingratitudes “cargado de oprobios, de heridas cubierto”, que dice la cantata de Maese Font.

Otra vez Vicente Ferrer un día de cofradías en San Vicente Mártir. Respetando el orden de siempre (que es el que yo aprendí), la cruz del Cristo de las Siete Palabras es el vicentino dígito predicador. A él vuelven los ojos María de los Remedios, San Juan y las mujeres, que atienden a la enseñanza de amor de sus Siete Palabras. Amigo Eduardo, todo mi apoyo en tu sueño de ser Bermejo, Pizarro y Pantión de un nuevo tiempo carmesí. Y en la calle Orfila, el dedo de San Vicente Ferrer en la tea luminosa del misterio Panadero, donde trazan los brazos alzados y echados adelante una gótica catedral en la que bajan a enredarse las golondrinas.

Así, San Vicente Ferrer -santoral y calendario- se hace hoy, con propiedad, Miércoles de la Pasión del Señor. Y una voz, secretamente altisonante, repite la prédica en el Patio de los Naranjos. Hoy volvemos a ser aquellos que, flagelantes, recordamos cuán precisa es la conversión. Vicente Ferrer se calla, y sigue hablando Sevilla.

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