Ignacio Valduérteles
Hacer los deberes o Milei en las hermandades
LA tarde del Jueves Santo marca un punto de fuga en el ansia por volver a nuestras devociones y el inicio litúrgico del Triduo Pascual. Parece que todo ha cambiado y todo es distinto. Todo parece abocado a precipitarse y aunque quisiéramos aprehender entre las manos tanta belleza y emoción, sentimos que empezamos a despedirnos.
Tantas veces en la experiencia de la vida, las cosas importantes realmente comienzan antes de su inicio y están llamadas a agotarse antes de que finalice. Tantas veces sentimos que se nos va, que se nos acaba, cuando nos quitamos el antifaz en el templo, agotada y finalizada la estación.
Es la tarde del cenáculo. La ofrenda definitiva de su propia vida del Siervo, como Cordero. Habrá entregado a sus discípulos la palabra definitiva del amor y del servicio. Habrá escandalizado a Pedro con el gesto del lavatorio (“No, Señor…a mí, no”). “Si no te lavo los pies, no tienes nada que ver conmigo”. Habrá instituido Eucaristía y servicio. En esta tarde de rito y cofradías seculares, Jesús se vacía del todo, lo entrega todo. Se hace semejante a los despojados de todo. Dios, en él, se queda sin nada, todo lo da por amor. Es jornada para descubrir la verdad oculta en los sagrarios pobres, nunca tan hermosos como en el Jueves Santo. La plata antigua de los Monumentos ya apagados, conocerá el brillo nuevo de esta luz de Pascua que nos visitará al tercer día. A vivir la transfiguración de la calle, porque es visitada por las cofradías que tanto perviven en la memoria y en el corazón de sus collaciones.
Nos recogemos con Las Cigarreras. Ya de noche. Vuelve vencida su Victoria por el dolor en el instante definitivo cuando duerme la plata en los Monumentos recién apagados. Lejos ya el esplendor de la tarde del Jueves Santo. Lejos los ecos de los balcones de su barrio que la despidieron camino de la Estación. Regresa cansada cuando duerme el Cordero pascual que va a vivir la noche larga de su ofrenda definitiva. Regresa –en ese límite incierto– entre la noche del Jueves y la preparación de la Madrugá. Comprendimos en ese momento lo cerca que estábamos de la ofrenda de la propia vida y lo lejanos de volver a esperarla. Lo cerca que estaban de nosotros los que no están.
Tiene la tarde del Jueves Santo sevillano –la tarde de sol antiguo– la levedad del arte que ha llegado a la mística, para hacer visible el misterio de la Entrega y la quietud de la Gracia. En cada eco de su vastísimo patrimonio, en su memoria antigua, en cada mirada. Como el escorzo conmovedor y sobrio de Fundación. La espalda vencida del Redentor, mostrada ante la Columna. La mirada a lo alto, buscando las palabras del Padre en la hora definitiva...el escorzo inadvertido del buen ladrón, avergonzado en su mirada esquiva por su vida y por ver la misma exaltación de Dios en la cruz. Como la levedad inclinada del nácar en la gracia del Rosario de la Virgen. Elegancia de merino y terciopelo negro de Feria. El imposible descendimiento del amor de Dios, cuando todas las miradas convergen a su centro en la Quinta Angustia de María. Leve oscilación detenida del alma. El mar de lágrimas contenidas, que solo asoman, sí, levemente como todo en esta tarde, por el Valle de sus ojos. El pie que pisa el mundo, como solo puede hacerlo el Cordero de Dios, abrazado a su Pasión. Mirada entornada como su Madre la Cieguecita y andar levemente.
Todos los Jueves Santos de mi infancia y juventud eran un amanecer temprano a la túnica de raso morado y capa blanca. Almuerzo ligero por llegar a la estación en la fábrica de tabacos, ya en la primera década de su arraigar en Los Remedios. Me parecía alta su elegancia en aquel palio catedralicio, pero cercana por el cariño de verla en casa todo el año. Cuando le rezo, vuelvo a ver a aquel nazarenito de raso morado confiado a su mirada. Sirvo otros Sagrarios la tarde del Jueves Santo. Pero pienso en cada instante cuando le saluda el sol alto de Arfe o cuando le abriga el trazado decimonónico de Gamazo. Su Victoria es promesa adelantada en nuestras travesías. Y todos los que pertenecemos a la quietud de su ternura, al amparo que busca en su mirada, coronamos que el amor vence.
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