Ignacio Valduérteles
Hacer los deberes o Milei en las hermandades
NO hay papeletas de sitio sobre la mesa del salón ni descansa junto a ella la medalla que se besa cada noche tras la oración sentida. No hay olor a prisa ni a barullo, no hay cafés tempraneros, ni caramelos, ni estampas nuevas mezcladas con las que sobraron el año pasado que se guardan para el final, esperando entregarlas a quien no vimos. No hay bola de cera de nuestros hijos buscadas apresuradamente en la caja de juguetes. No se han celebrado besamanos, ni ha habido estrenos de faldones y bordados, tampoco en las casas se estrenaron ropa ni zapatos, esos que aprietan porque no se encuentra nunca tiempo para acomodarlos.
Este año todo es distinto, raro, inesperado, triste y vacío como las calles de la ciudad que amanecen desiertas de gente y de alegría confinada con silencio de posguerra.
Esta primavera no se llevó el viento el olor a incienso que se respira el año entero en nuestra memoria y se queda adherido en la ropa y en la piel. No se escucharon los últimos ensayos de trompetas y tambores fundidos en un atardecer rosado tras los ojos del Puente.
Esta primavera, nadie anunció su sentir en el atril encendido por la emoción y el aplauso, ni se quebró el silencio del Teatro con la Amargura suave que abre la puerta a la Semana sin fin que este año, por esta vez, nos advierte de otra manera su presencia.
Nos lo dice el Evangelio que reposa en la mesita de noche y que ojeamos, ahora sin prisas al levantarnos. Nos lo cuenta el calendario en el que quedó señalado con rotulador rojo, para engañar al olvido, la recogida de la túnica y el encargo de los emparedados de Ochoa. Es Semana Santa y nos dejamos envolver por el olor de las torrijas que hacemos, ahora que pasamos más tiempo en la cocina, para intentar dulcificar lo que realmente está produciendo desasosiego y muertes crecidas por la falta de previsión y decisiones precipitadas.
Hoy es Lunes Santo, y no se verán las bullas de la tarde en la calle y tampoco se agolparán a las puertas de los templos las filas de las personas que esperan la salida de la Cruz Verdadera, ni los árboles del parque extenderán sus ramas para cubrir de sombra al Cautivo en su abandono.
Lo sabemos porque la memoria del corazón y la tradición vivida nunca falla, lo refleja la cara de una Virgen que no amarillea por el paso del tiempo porque el cristal de su ternura la protege, como el del cuadro que la guarda en la intimidad de casa.
Lo sabemos porque el azahar, que no entiende de enfermedades ni precauciones, expande su aroma libremente buscando fundirse con el último aliento del Cristo expirante.
Hoy es Lunes Santo y se siente el peso de la madera de cedro que camina hacia el Calvario. Lo sostienen hoy las miles de personas que sufren agolpadas en hospitales desabastecidos de camas y de dignidad. Se ha quedado a vivir entre las miradas perdidas que se dejan ver en un mar de mascarillas sin nombre.
Hoy es Lunes Santo, Jesús es ungido en Betania, Marta servía la cena, se entregaba a los demás como lo hacen tantos médicos y personal sanitario que soportan las curvas del dolor y alivian la recta infinita del desasosiego. Esas Martas sostienen las manos de los que mueren en soledad, enjugan las lágrimas de los que no encuentran consuelo y aplauden a quien salen vencedores de una batalla en la que lucharon desarmados.
Hoy es Lunes Santo, Marta sirve la mesa, María perfuma los pies del Maestro con esencias de nardos. No hará falta salir a la calle a buscar nada ni a nadie, la procesión la llevamos dentro, no es la que vivimos otros años, ya forma parte de nosotros sin tradiciones previas. Él ha salido a nuestro encuentro de manera evidente y buscaremos confortarle sin esperar en una esquina, ni en una plaza, ni en un reflejo. Esta vez la clave está en lo que hemos hecho y haremos para imitarle. Sólo de esa forma la casa se llenará de la fragancia de Su perfume.
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