¿No queríamos religiosidad popular?

La procesión magna nos deja momentos inolvidables cargados de riqueza antropológica y etnográfica

Los pueblos volcaron todo cuanto tenían y Sevilla, en buena medida, respondió con cariño y fervor

Los Seises regresan a la Catedral para celebrar la Inmaculada Concepción

La Virgen de Setefilla a su paso por la Maestranza en la procesión magna
La Virgen de Setefilla a su paso por la Maestranza en la procesión magna / José Ángel García

Naturalmente, jamás puede llover a gusto de todos ni alcanzarse un consenso común, pero no logro comprender entonces ciertas expresiones y sentencias. El pasado miércoles se daba lectura, en la inmensidad de las naves catedralicias, de la carta que el papa Francisco había redactado con motivo del II Congreso Internacional de Hermandades... Y Piedad Popular. Y separo con la conjunción y puntos suspensivos. Porque sospecho que, en algunos casos, no se ha comprendido nada. 

En dicho mensaje, el Santo Padre define a Sevilla como "cuna de santos y de un pueblo que vive con fervor las expresiones de su fe hasta hacerlas consustanciales a su tejido social", generándose una "sublime belleza todos distintos y todos unidos". Esta cuestión ya se ha abordado en infinidad de estudios, libros y publicaciones, y es conocida desde hace siglos en nuestra ciudad, pero alcanza una nueva dimensión precisamente en la raíz donde se sustenta: en lo eclesial, en la misma Roma, por cuyas calles procesionará el Cachorro el próximo mes de mayo. Una señal, entiendo, inequívoca. 

Llevamos años, de manera diaria, en los círculos cofradieros, en cabeceras y tertulias, demandando la recuperación de unas manifestaciones de fe populares diluidas últimamente en beneficio de la espectacularización, de una concepción turística y consumista de la fiesta y que conlleva una pérdida de la autonomía que siempre caracterizó el seno de estas instituciones. Y cuando se acude, imbuidos en el desconocimiento, en la ignorancia y en la impasibilidad, a contemplar expresiones que se alejan de una visión mercantilista y acartonada de todo esto, pues las placas tectónicas de lo espiritual entran íntimamente en conflicto, y esa pátina comercial queda desmoronada.

¿No queríamos piedad popular? ¿No anhelábamos autenticidad, espontaneidad, sinceridad, en una fiesta cada vez más encorsetada y plana? "Esto yo no lo he visto en mi vida", "esto es para la historia". Son solo algunas de las exclamaciones que se elevaban a los aires de Sevilla al paso de la Virgen de Setefilla en cualquier punto de su abrumadoramente histórico transitar por la capital. ¿Qué más naturalidad que un pueblo siendo pueblo sea donde sea? ¿Qué más verdad que hombres y mujeres bregando por alcanzar las andas, reconciliándose entre ellos rezando una salve, caóticamente organizados? Cuánta razón en la lírica popular: el lucerito de la sierra. Y es que María Santísima honestamente se revelaba como el primer lucero de la noche en la inmensidad de los tiempos. ¡Qué más deseamos, si apenas en nuestra ciudad había constituidas no más de una veintena de hermandades cuando ya la Virgen iba y venía a Lora, tal y como se mantiene hoy! ¡Que son ochocientos años y lo hemos vivido nosotros! ¡Ochocientos! Era la idea genuina de esta procesión: la piedad popular, la pureza, no traicionarse, sin imposturas ni superficialidades. 

¿Cómo saldar la deuda de contemplar, cuajado de flores, el paso de la Virgen de Consolación desde Santa Ángela hasta Los Terceros? Todo un pueblo cantando, con un amor desmedido, a su patrona. "La Virgen del Consuelo tiene un barquito, en el que cabe mucha gente, siendo tan pequeñito..." ¡Toda Sevilla iba en el barco de Consolación, en esa rosa tempranera que llevaban los navegantes hasta el nuevo mundo! ¡Guitarras, fuegos, más pétalos, y más pétalos, y más plegarias, y más vítores para esa lamparilla de aceite que ardió por la ciudad! Las lágrimas de Utrera eran, sin esperarlo, también las nuestras, y qué hermoso resulta hallarse doblegado por la emoción, sin querer reconstituirse y blindarse en las costuras, a veces frágiles, de la razón. No requería esta procesión de razones; tan solo buscar y desear ser felices. 

Por otro lado, la Virgen de Valme en una Argote de Molina profusamente nimbada de colgaduras rememorando la gesta de Fernando, aquel rey que se encomendó para ganar nuestra tierra y sembrar la semilla de todo cuanto hoy somos. ¡Valme por Francos, por el Salvador, alumbrando la historia con su rosa, detenidos nuestros ojos en el pajarillo del Niño en cuyas alas se esconde la vida eterna! 

Y, por supuesto, nosotros mismos, nuestra ciudad, que en cada uno de sus puntales devocionales volvió a demostrar por qué es espejo, es referencia, y es canon. La sonrisa de la Virgen de los Reyes, tan infinita y tan legendaria, asomando por el Triunfo; el cielo descerrajado a las tres de la tarde cuando salió la Esperanza de Triana, bastión inviolable de esta tierra, de un barrio que la quiere como nadie, de aquella vieja y honda Alfarería vestida de fiesta sincera y plena; el trinar de los pajarillos arrancándole las espinas a Jesús del Gran Poder en la amanecida por la Puerta del Perdón, en esa suerte de tiempo que nadie sabe si es certeza o es imaginación; el Cachorro de Dios cruzando el puente, suspendido en los espacios, sin leño y sin aire, camino de su propio destino; los vivas en una calle Parras encendida a la espera de la Rosa de Oro, que caminaba bajo una cascada de flores, guirnaldas, silencios y felicidades... 

En suma; a pesar de atmósferas apocalípticas, calles innecesariamente vacías, forzadas e inconcebibles lejanías entre fieles e imágenes mediante, a veces, tratos impropios, circulación limitada (sin dudar en ningún caso de los esfuerzos de todos los actores implicados, por supuesto) y público que, en ocasiones, asume una onza de asfalto como la más preciada propiedad, la procesión de clausura del Congreso de Hermandades y Piedad Popular resultó ser aquello por lo que se concibió: una demostración de la riqueza purísima e incuestionable de lo que somos. La tierra de Dios y de María. 

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