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La Lanzada de otros tiempos en la Plaza de San Andrés el Miércoles Santo

Momentos

El regreso de esta cofradía es imprescindible para paladearla al completo

El contraste sonoro de ambos pasos crea una atmósfera de personalidad

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El paso de palio de la Lanzada cruza por la Plaza de San Andrés // Procesiones a pie de calle

Hemos acordado, no en pocas ocasiones, el papel y valor trascendentales que desempeña la sorpresa en la Semana Santa sevillana. Ese cariz inesperado, súbito, improvisado, es el que modula buena parte de su magia y su atractivo. ¿Por qué? Porque no todo es como esperamos o queremos. Lo cuadriculado, lo trazado, lo previsto... Suele desmerecer -no hablamos de ritos, o enclaves ineludibles- y desplazar otras oportunidades que perfectamente pudieran levantar en lo más profundo emociones insospechadas.

Me aventuré esta madrugada de Miércoles Santo a recuperar aquellas impresiones que, de niño, me causaron ciertas cofradías y que con el tiempo se diluyeron. Hacía tiempo -y que así se mantenga, señal de que San Bernardo ha vuelto a su barrio- que no me deslizaba por el entramado del centro en busca de los cortejos del Miércoles. Por ellos sobrevuela un aura de siglos pesados, de hondo sabor cofradiero a pesar de renovaciones estéticas más o menos obligadas. Feligresías, advocaciones, cortejos...

De manera directa, sin haberlo casi insinuado, me aposté en la Plaza de San Andrés para esperar la cofradía de la Lanzada. Aunque el misterio ya había pasado, el extraordinario ambiente cofrade que se respiraba en aquel espacio me reconcilió con una Semana Santa vertiginosa y algo consumista. Esperé con gusto al paso de palio, que asomaba por Daoiz completamente encendido. El metal y la escarlata conformaban un juego de luces, líneas, geometrías y espacios que solo comprometía el delicado perfil de la dolorosa.

Detenido el palio, qué ambiente se respiraba. El poso de los naranjos, oscuros como una constelación sin estrellas, el silencio de quien observa y degusta, las puntas de los respiraderos, las cimas verticalísimas de los ribeteados varales, los vivaces candelabros alisando las rugosidades de las fachadas... Se levantó, y sonó La Sagrada Lanzada, del maestro Font Fernández de la Herranz. Y todo aquel espacio quedó cerrado como por una serie de murallas invisibles, unos portones de acero inviolable que nos retuvieron durante unos minutos. Era imposible gesticular, expresar... Todo discurría por dentro. Cinco siglos de historia, reyes y emperadores, advocaciones, itinerancias de templos (San Román, Santo Ángel, San Gregorio, San Nicolás, el Espíritu Santo...), Martínez Montañés, guerras, invasiones, epidemias...

De esas veces, en suma, que se obra el milagro intacto de la Semana Santa, que le vale unos segundos para sobrevivir toda una vida.

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