Un Getsemaní con manijero y motosierra
El Jubileo de la Pestaña
La Redención trae las ramas de olivo de campos de Arahal, donde Francisco García es maestro en cortarlas
Fernando Baquero, hijo de antiguo hermano mayor, es el encargado de darle forma al mítico árbol, testigo de la traición
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El cielo sigue encapotado a las diez de la mañana en la finca Ramírez. Así se llama la hacienda de Arahal donde más de diez hermanos de la Redención acaban de llegar para cumplir con un cometido anual: cortar las ramas para formar el olivo del misterio de la cofradía. Un ritual previo al Lunes Santo que cuenta con sus incondicionales. Los maestros en esta faena son Francisco José García, manijero del cortijo; y Fernando Baquero, hijo de antiguo hermano mayor y quien se encargará horas después de darle forma al árbol que será testigo de la traición. El beso más hipócrita de la historia.
Francisco García tiene una mano tan grande que ya la hubiera querido Malco en aquella célebre bofetá. De cuerpo robusto, asegura ante su padre –José Luis García, de más de 80 años y en perfecto estado de salud– que al nacer, tras salir del hospital, tomó directamente la primera comunión, por la talla que ya calzaba. “Un día en la feria, un vendedor ambulante me ofreció un reloj. Le dije que si alguno de los que llevaba cabía en la muñeca, le compraba la colección entera. Fue imposible”, alardea mientras muestra los brazos, similares en grosor a los zancos de un paso de misterio. Inconmensurables.
Su habla destila una Andalucía profunda. Las haches se convierten en jotas. Su llegada al punto de encuentro dibuja desde el primer momento la sonrisa en los rostros aún somnolientos de los presentes. Allí se encuentra también Francisco Bohórquez, propietario de la finca que, desde hace diez años, suministra este material tan ecológico.
Ritual del Sábado de Pasión
El nombre del restaurante donde se produce la cita resulta idóneo para los cofrades de Santiago: Entreolivos. Se ocupan dos grandes mesas. Una, para el grupo joven, donde hay mayoría femenina. Otra, para los auxiliares de priostía y hermanos de la Redención habituales en este ritual del Sábado de Pasión. Tostadas con jamón y un aceite que muchos rebañan luego en el plato. Aporte calórico más que necesario para comenzar una semana especialmente intensa. Quedan horas de trabajo, sobre todo en el templo, donde hay que montar el olivo y ponerle las flores a los pasos.
Una vez contentado el estómago, la comitiva se pone rumbo a la finca, en plena campiña sevillana. Con un cielo ausente de sol y con cierta sensación de bochorno, se atraviesa un camino rural donde las lluvias de marzo han dejado socavones que hacen mecer los vehículos de costero a costero. El olivar es tan extenso que se pierde en el horizonte. Francisco García tiene controlada a la perfección la variedad que impera en cada zona. Los primeros ejemplares no convencen ni a Fernando Baquero ni a Miguel Cabeza, auxiliar de priostía y un experto, con el paso de los años, en este ejercicio que conecta la ciudad con el campo.
“Están atacados por el algodoncillo”, explica Bohórquez, al referirse a la mancha amarilla que presentan las hojas. Es la picadura de un insecto, que, por fortuna, aún no se ha convertido en plaga. Mientras se escucha la conversación no debe perderse la mirada al suelo, donde agujeros de considerable envergadura evidencian la presencia de conejos.
Distintas especies, un mismo fin
Comienza la tarea. Al fin se encuentran ramas de gran altura. Se localizan en los olivos denominados manzanillos, que producen la principal aceituna de mesa. “Sus varetas son más largas y flexibles, por lo que sirven para darle forma al olivo del paso”, detalla Baquero. Son las ideales para esquivar la puerta del templo, ya que se doblan y enderezan por sí solas. “Hubo un año que una rama no se torció y nos dio problemas en la salida”, recuerda Javier Herrera mientras los jóvenes amontonan las varetas en la furgoneta que las llevará hasta la iglesia de Santiago.
Quien conduce este vehículo es Marineli, costalero de la Virgen del Rocío con la cerviz hinchada tras los ensayos. Se afana también en el corte de las ramas con una navaja de grandes dimensiones que, por unos momentos, recuerda la escena en que San Pedro le corta la oreja a Malco. De aquello han transcurrido ya 2.025 años. Ahora, en este Getsemaní del siglo XXI, se escucha el ruido de la motosierra que el manijero emplea con gran facilidad. La complicidad con Baquero es tal que ya coinciden a la hora de elegir las ramas. Un olivo, situado en uno de los extremos de la finca, es el que más material proporciona. Lo dejan prácticamente desmochado.
El trabajo está encarrilado. Una vez encontradas las varetas superiores y laterales, que formarán el contorno, queda cortar las de relleno. Aquí debe primar que contengan muchas hojas verdes. Para ello, es preferible la especie de olivo gordal.
La cita de este sábado incluye clases prácticas. Francisco García enseña a un joven de la Redención a usar la motosierra. La furgoneta ya ha alcanzado un lleno considerable. “Como sigamos así, vamos a tener para montar tres pasos de misterio con olivos”, refiere uno de ellos. Se recibe una llamada de teléfono de la priostía. Se apremia a acabar el trabajo. Los esperan en Santiago.
Un tronco de Castillo Lastrucci
El padre del manijero acude con el fotógrafo al cortijo. Quiere que tome imágenes de las instalaciones. A los hermanos de la Redención les queda la segunda parte de la jornada, la más intensa. En darle forma al olivo se tarda unas siete horas. Las ramas se irán colocando en el tronco que talló Castillo Lastrucci.
Francisco García es poco aficionado a las cofradías. Acudió el año pasado el Lunes Santo a Sevillla para ver cómo se mecía el olivo que había salido de sus manos. Lo hizo con su mujer, hija y yerno. La primera y última. “Todo el día con un libro en la mano, corriendo de un sitio pá otro, sin poder entrar en un bar porque todos estaban llenos”. Certera crónica de Semana Santa para quien tiene en un mar de olivos su hábitat natural, que no cambia por nada.
Llega la hora de regresar a la capital. Encima de las sudaderas corporativas de la hermandad queda el rastro de hojas de olivo. Los coches toman de nuevo por la senda de tierra. En el campo se queda el manijero con su padre. En la soledad de un Getsemaní donde, eso sí, no hay beso de traición alguno.
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