Escala de luces
La verticalidad de los altares abren la puerta a la belleza y al rito
Las Penas de San Vicente regresa a su capilla tras las obras de restauración
A pesar de la penumbra y la única luz posible de los cuatro hachones y los cirios que portaban una veintena de hermanos, sobre el fondo apuntado de la nave se alzaba toda una cordillera de alturas irregulares, un abanico de trigales soldadescos esperando la llama sola que los consuma. La personalísima talla de Jesús de las Penas abriga una condición -una virtud- inapreciable en las imágenes sevillanas: jamás despierta indiferencia. El traslado de la imagen a su altar de Quinario, aún con el dulce en los labios y en las aceras, congrega cada año a más cofrades, que interpretan este acto como un tiempo dentro del tiempo mismo. Las coplas de Pantión acompañan un brevísimo pero profundo culto cargado de simbolismos espaciales y emocionales. Quizás en esa condición radica su atractivo: en la preservación del sentido de la medida, en la cercanía sin perder su altura espiritual, en la atmósfera amigable de sentirnos reencontrados.
Cuando el Señor se coloca ante el presbiterio de la iglesia se reafirma su carácter retablístico y frontal. A pesar de las modificaciones, alcanzamos a imaginar el Convento de la Casa Grande del Carmen y la hornacina que ocupó durante siglos. Una alfombra de luces pálidas sirven de base a la verticalidad del altar. Regresan las luces artificiales y todo se desvanece, como si por unos instantes hubiésemos alcanzado una dimensión irreal y paralela.
Este domingo celebra su Función Principal la Hermandad de las Penas, que durante estos cinco días de quinario ha dispuesto todo un órgano mayúsculo en el que se han interpretado todos los pentagramas de la luz. El ascendente equilibrio compensa la caída irreversible del Señor, alzado sobre todas las cosas y flanqueado por un bosque encendido. A su izquierda, San Juan (uno de los más logrados de la imaginería contemporánea) y a su derecha la Virgen de los Dolores, que le basta una mirada para apoyar y complementar la verticalidad del conjunto.
Navegando por las redes, nos topamos con una fotografía de Domingo Pozo que recoge uno de los rostros más delicados de nuestra Semana Santa. En su expresión concentrada y solitaria, en las alturas del altar, aún hay espacio para la ternura y, por descontado, la belleza. Y es una belleza natural, sencilla, sin aditivos ajenos a su propia concepción: labios entreabiertos, párpados sombreando las pupilas... Será a primeros de abril cuando acudamos a San Vicente para citarnos, cara a cara, con la Virgen de los Dolores. Ese reencuentro cierra un círculo que comienza en enero y acaba a pocas horas del Domingo de Palmas. San Vicente y su escala de luces. Una postal con tiempo propio.
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