Elogio y degradación de la saeta en la Semana Santa de Sevilla
Opinión
Cada vez es más difícil que una saeta se ajuste a su concepto y a su forma
Salvo escasas excepciones la interpretación de la saeta no atraviesa su particular mejor momento
La saeta
Decía Fernando Villalón, "el andaluz campero y poeta", que la saeta es una llaga que desgarra el corazón. Su origen es incierto y confuso, pero terminó conformándose como un cante propio de la Semana Santa andaluza en el que el pueblo expresaba sus padecimientos, lamentos u oraciones. Hay quien apunta que su nacimiento está en las coplillas que cantaban o recitaban en los siglos XVI y XVII los Franciscanos, como apoyo a los pecadores para que se arrepintieran de sus culpas.
Ahora bien; el carácter flamenco de este canto puede derivarse de otras dos corrientes: la árabe, por los cantos que llamaban a la oración en las mezquitas, o la judía, por las salmodias que se realizaban en las sinagogas. De manera definitiva, será el pueblo gitano, a mediados del XIX, quien encumbre este cante indispensable de nuestra fiesta mayor y su patrimonio inmaterial. Enrique el Mellizo, en Cádiz, y Manuel Centeno, en Sevilla, se yerguen como los primeros nombres conocidos que, al paso de las procesiones, ejecutaban el canto de las saetas flamencas, que a su vez presentan diferentes particularidades o cunas dentro de sus varios estilos: las moleeras o carceleras de Marchena, las de Mairena del Alcor, las cordobesas de Puente Genil y Castro del Río, las de Arcos y Jerez en Cádiz... Un cante, en definitiva, que ha alcanzado cotas mayúsculas de interpretación en nuestra geografía y son un verdadero tesoro del pueblo andaluz.
El pasado domingo salió a la calle el Cachorro, icono de Triana, cuna de artistas universales y ejemplo en el mundo del cante gitano y flamenco. Tan solo había recorrido unos metros cuando, desde las profundidades de no sé qué dimensión inesperada, emergió una voz rota y grave, aquejada y herrumbrosa, que abrió en dos el silencio de la multitud con aquella saeta de Antonio Mairena: "Al ver tu agonía, triste y penosa..." Cualquiera con un mínimo de sensibilidad experimentaría, a buen seguro, un zamarreo en el estómago, una llaga en el corazón que nos dejó aturdidos y conmocionados. Era la voz del jerezano Juan Lara, ni más ni menos.
Hacía tiempo, muchísimo tiempo, que no escuchaba una saeta ejecutada y cantada de tal modo: breve, directa, sincera. Honestamente, la saeta en Sevilla no experimenta sus mejores tiempos, a diferencia de otros puntos donde mantiene su sello y su impronta. Y es de alabar y agradecer el esfuerzo que colectivos y asociaciones realizan por la supervivencia digna de la saeta, como la Escuela de la Hermandad de la Cena, o la invitación por parte de la Hermandad de los Gitanos a verdaderos maestros del cante para que interpreten sus saetas en la Madrugada, o la Exaltación de la Saeta en el Lope, pero resulta tremendamente dificultoso escuchar una saeta que, primero, cumpla con su concepto (saeta igual a flecha, igual a brevedad, no a cinco minutos interminables) y, segundo que transmita.
El cante flamenco, entiendo, es transmisión, conexión, implicación, padecimiento y dominio de las técnicas, los silencios, las pausas. No seré yo quien deniegue a absolutamente nadie su voluntad de cantar una saeta en el ejercicio de sus libertades y, por supuesto, de la expresión de sus plegarias u oraciones, pero algo tan serio como la saeta merece reflexión y respeto, como todas las artes que confluyen en la Semana Santa. Una saeta puede convertir en inolvidable (en todos los sentidos del término) un instante prometedor. Son detalles que marcan las diferencias. Hay que recuperar la saeta. Y hay extraordinarios cantaores para ello. Como patrimonio, como cante, como elemento esencial de nuestra identidad y de nuestra Semana Santa.
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