El cubo de flash

Cada vez reconozco menos “mi Semana Santa” en lo que veo y participo en los últimos años.

Los tiempos cambian, dicen unos, nostalgia de lo vivido, señalan otros…

Nuestro Padre Jesús Nazareno bajo la luna del Parasceve el pasado Viernes Santo de Madrugada.
Nuestro Padre Jesús Nazareno bajo la luna del Parasceve el pasado Viernes Santo de Madrugada. / Juan Carlos Vázquez

Querido lector, si debo comenzar explicando qué es un cubo de flash, este artículo está escrito con todo afecto especialmente para usted. Empiezo a tener una cierta sensación de persona mayor. Será porque me voy acercando a ello, o porque los cambios que percibo a mi alrededor me resultan vertiginosos. Cada vez me siento más fuera de cacho, como si mis herramientas para la vida cotidiana ya no sirvieran para lo que demandan las necesidades actuales. Como cuando te desbordan las nuevas tecnologías, esas que los más jóvenes manejan con soltura admirable y unos conocimientos que parece vinieran de serie. Y, como en mi caso, esos saberes hay que incorporarlos a un mecanismo concebido de otra forma, el resultado no es el mismo.

Algo así debe pasar también con la Semana Santa, porque cada vez reconozco menos “mi Semana Santa” en lo que veo y participo en los últimos años. Los tiempos cambian, dicen unos, nostalgia de lo vivido, señalan otros… No sé, pero lo cierto es que no la reconozco, o yo no me reconozco en ella. Y no es que me haya quedado en la Semana Santa de mi infancia y juventud. Pero cuando veo que tendría que dedicarle un rato a explicarle a los que vienen detrás qué era eso del cubo de flash, me doy cuenta de que este tiempo, siendo también mío, no es el mismo en el que crecí, donde aprendí y configuré “mi Semana Santa”.

Eran otros ritmos, otras inercias; cortejos menos numerosos, gente, mucha, y bullas, pero que casi siempre sabía moverse, había respeto. Empezaban a verse fotógrafos delante de los pasos con sus trípodes enhiestos, como un segundo cuerpo de ciriales. Algunos incluso con las primeras escaleras al hombro. Aguardaban que el paso arriara, abrían rápidamente el trípode, enfocaban, disparaban -muchas veces con perilla, para la foto de exposición- y, antes que el capataz llamara de nuevo, ya estaban fuera de la delantera. Nosotros, mientras, hacíamos los primeros pinitos con aquellas cámaras Kodak 25, tan populares entonces como regalo de Primera Comunión, con carretes de 12, 24 o 36 fotos. Y siempre que hubiera una buena luz natural, que si no las fotos salían oscuras. Salvo que pudieras comprarte los cubos de flash, con una bombilla en cada una de sus cuatro caras laterales, que permitían arañar ese rato más de luz. Vamos, igual que ahora.

Esto es solo un ejemplo, una evocación costumbrista si se quiere, que nos sitúa a finales de los años setenta, principios de los ochenta del pasado siglo. Un mundo. Y ante los cambios de la vida, uno puede enfadarse porque no llega nunca lo que esperaba ver, tal como lo guardaba en su memoria… O puede, sencillamente, reconocer que el tiempo pasa, y con él las cosas cambian, también la Semana Santa. Hay tantos factores que convergen en la conformación de esta celebración incomparable, que a poco que cambien algunos de sus elementos, notamos que la fiesta también evoluciona. Por eso, creo que lo mejor es quedarse con la esencia, con aquello que no cambia, lo que fundamenta y sostiene todo lo demás. Porque es ahí donde todos nos encontramos, jóvenes y mayores. En el milagro del encuentro con la imagen sagrada en cualquier circunstancia, el pellizco inexplicable de un instante, la túnica, nuestro lugar en el cortejo… Y cuidar que se sigan produciendo esos prodigios cotidianos que también construyen la Semana Santa: la sorpresa del primer nazareno, la brizna de esparto al abrir el altillo un día de febrero, el respingo por un tambor, los ojos deslumbrados de un niño en brazos de sus padres viendo un paso, los amigos buscando a uno de los suyos tras los ojos de un antifaz, la sensación única que deja un palio al marcharse… Encontrarnos en lo esencial, esa es la clave. Conocer qué es, enseñarlo, y tratar lo accesorio siempre en referencia a lo fundamental.

Como el Jueves Santo, quintaesencia de la esencia, eje, junto con la Madrugada y el Viernes Santo, de la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que celebraremos el próximo Domingo de Pascua. Cada jornada de Semana Santa tiene su identidad y personalidad propias, configurada a lo largo de los años y los siglos por sus hermandades y cofradías. Pero todo parte de aquí, de acompañar a Jesús Nazareno en sus últimas horas, las más sagradas de nuestra fe. El Jueves Santo es celebración de la Iglesia Universal en torno a la Cena de Señor, a la Eucaristía, como el Viernes lo será en torno a la cruz.

Sevilla amanece con rostro solemne, su expresión cambia, dispuesta a celebrar horas trascendentales, con cofradías que son su historia viva. Se han llevado preso a Jesús, dicen que al Sanedrín, o a Pilatos. Sus amigos temen por su vida. Y la Madre, aguarda, sufre, confía. Sevilla, Jueves Santo.

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