Cachorro, ya puedes morir en paz
El Santo Entierro Grande nos regaló una simbiosis inolvidable: el Cachorro con banda de música
La Puebla del Río interpretó un repertorio de nivel incontestable acorde a la ocasión
El Santo Entierro Grande: impresiones una semana después
"Después de esto, el Cachorro ya puede morir en paz". Me escribía mi padre, hace una semana, ya de madrugada, esta absoluta sentencia. Sobre la atalaya del Altozano -agonía multiplicada- el Cristo de la Expiración enfilaba su calle Castilla en aquella noche de abril que jamás olvidaremos mientras estemos vivos y guardemos conciencia. Sonaba Margot, que en ese instante nos parecía la obra más rotunda y mayúscula compuesta por el ser humano, insuperable en su concepción y significado. De espaldas, literalmente roto y desencajado en el travesaño de la cruz, buscando alimento en la plata esponjosa de la luna, el Cachorro de Triana afrontaba el episodio definitivo de su vida.
Pero ese "tránsito interminable" adquiría cada vez mayor envergadura y consistencia. El cielo, de tan estrellado, se reflejaba en la carne tensa y desgarrada del Cachorro. Nosotros, alrededor del paso, como almas migratorias que buscan no sabemos muy bien qué, cruzábamos miradas de una extrañeza somnolienta, paralizada y confusa. Nadie se atrevía a trazar palabra, a articular sonido inteligible, a analizar lo que estaba sucediendo. Tanto nos sobrepasaba la situación que todo era aturdimiento, como si una serie de golpes invisibles -pero tiernos y amables- se alojaran en nuestro costado. La ciudad, la propia Semana Santa, parecía estar desangrándose en esa misma calle, tal si asistiéramos a los retazos postreros de la fiesta. Como si no hubiera nada más allá del Patrocinio, como si fuéramos Hércules en pos de esta columna de madera que nos indica non plus ultra. Después solo habrá vacío, ausencia, abismo, distorsión.
La espadaña de la Basílica, antesala o epílogo de una realidad a la que nadie quería regresar, se asomaba y erguía lentamente en las hendiduras de la calle. Era una marcha, y otra, y otra... ¿El Cachorro con Soleá, dame la mano? ¿A quién deberle gratitud vitalicia? ¿Dónde depositar nuestro agradecimiento más sincero? Me lo dijo otro amigo: "He soñado con esto toda mi vida..." ¿Qué nos queda cuando un sueño se convierte en certeza? Nada. La memoria.
La Semana Santa de Sevilla alcanzó, hace justo una semana, un vértice de su existencia. Habíamos escalado a la cima de nuestra fiesta porque no ha existido cota más alta. Todo en este espacio confluía: antropología, espiritualidad, sociedad, identidad, religión, música, arte, literatura... El Cachorro y La Puebla enterraron la bandera de la Semana Santa en su más viva expresión.
Con los compases finales de la saeta de Laserna, medio absortos y medio locos, se esfumaba la brevedad de nuestros sueños. ¿Regresará? Nadie lo sabe. ¿Será flor de un día? El tiempo dirá. Lo único que aseveramos con certeza es que el Cachorro, aquella madrugada de Resurrección (qué paradoja), pudo por fin morir en paz. Y nosotros, también.
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