Aquellas pequeñas cosas
Crónica
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¡Qué alegría, José Luis!
Se asomaba al balcón con los ojos viejos y cansados mientras sus manos se apoyaban en el enrejado y en las petunias. Es su casa de toda la vida, la que se esconde tras aquella cortina de palo de la calle Procurador, la que se abre al mediodía cuando regresa de comprar el pescado y la fruta del mercado. Repicaban las campanas de la parroquia como si un huracán de luz volteara la lengua de los bronces de manera desmedida. Incienso, tambores, platas. Por la rectitud marcial de los cirios, rojos como la sangre sobre el albero, florecían ramilletes de siemprevivas minúsculas pero intensas. Reverencia con los párpados, el signo de la cruz suspendido sobre el pecho. El silencio, ese silencio que solo se levanta en la muerte o en el milagro. Esta vez, en el milagro de Dios vivo, cuya sola presencia, cuyo sol de esperanza alzado al mundo y a las cosas, incidía ardiente en la mirada de quien ya solo alcanza a dar las gracias.
Niños
Sobre las cordilleras desgastadas de los adoquines perdían su color las matas de romero, que mudaban la piel en un ocre roto. Aún así, las cales y las puertas se revestían de una atmósfera profunda y abierta, como si se nos revelara el espíritu de la pureza más inefable. Todos los niños se habían salido del paso buscando al 'aguaor', y el trinar de sus voces se acercaba a la claridad de los cantos de las monjas, a resguardo de la espada del sol. El Niño sin niños; o, quizás, el Niño siendo más niño que nunca. Por una calle Amparo rematada de guiones y de bordados intachables rebrillaba su ropaje teñido de juncales del Jordán, una paleta de piedras preciosas que nunca nadie antes había encontrado en las profundidades de la tierra. Era tan tierno como santo. Tan inmenso como infante. Tan Niño como el que más. Era invencible. Inocentemente invencible el Bautista de la Palma.
Un cielo
En ocasiones nos afanamos en encontrar abecedarios para la luz y no es tanto la luz como su propio espejo, su propia entraña. La luz en sí es toda, pero la luz necesita cielos para expresarse. Y al igual que hay cielo para los fríos de enero, para el humo de las castañas, para la flor de los almendros, para el puro de los azahares, para las tardes de abril o las mañanas de noviembre, hay un cielo para la Salud de San Isidoro. Un cielo que bien cabe en la palma cerrada del Chato, pero que se desparrama en los Evangelistas, en las flores asomadas al precipicio del oro, en la leve sonrisa que dibuja nuestra imaginación por entre las mejillas de la Virgen. Tal si los siglos hubieran esculpido, en suma, un cielo para esta tarde.
Por la judería, como el cielo no la encuentra, la Alegría es cielo mismo. Por eso es tan alta, por eso desafía todo cuanto más se estreche en su cintura grana. Parece no acabarse nunca el bordado de su manto. O, más bien, no conocemos principio. Una torre de Babel que en su cara recoge reencuentros y pinturas. Una tulipa que roza. Un pañuelo que suspira. Una ráfaga que danza. Las pequeñas cosas. La verdad.
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