La belleza descosida

viernes santo

Salidas retrasadas, regresos acelerados e itinerarios cambiados marcaron una jornada donde la lluvia y el frío hicieron acto de presencia.

El Cristo de la Expiración, de El Cachorro, por Reyes Católicos (Vídeo: Rafa Toro)
Texto: Diego J. Géniz / Vídeos: Rafa Toro, Álvaro Ochoa Y José Ángel García

30 de marzo 2018 - 16:37

sevilla/Abrigo, chaleco y hasta forro polar. Esta primavera ha venido desnuda de cualquier tópico. Sólo con su luna. La Semana Santa expira como llegó. Pendiente de los riesgos de lluvia. La fiesta reducida a un porcentaje. A una probabilidad. El Viernes Santo fue una continuación de la Madrugada. La penitencia de la incertidumbre. Y de la valentía. La que tuvieron las siete cofradías de la jornada, pese a saber que jugaban con los cielos en contra. Hubo refugios. Regresos apresurados. Pero el penúltimo día de marzo nos dejó también estampas de gran belleza. Imágenes por las que mereció la pena echarse a la calle.

Comenzó la tarde donde había terminado la mañana, en Triana. El Cachorro demoró su salida más de una hora. La lluvia que alborotó la Madrugada hacía, de nuevo, acto de presencia. Fue una nube pasajera, pero suficiente para que se pospusiera la cofradía. Igual ocurrió en la antigua calle Varflora. La Carretería retrasó media hora su salida. La decisión de ambas corporaciones resultó fundamental para el resto de la jornada. Lo que los expertos denominan "efecto dominó", y que otros años ha jugado en contra. Después vino San Buenaventura, la O, San Isidoro (que alteró su recorrido por la Cuesta del Rosario para ganar tiempo), Montserrat y la Mortaja. Ninguna se quedó dentro. Todas hicieron estación de penitencia asumiendo que llovería. Y llovió.

El agua se presentó después de la once de la noche. En ese momento, la Carretería ya se encontraba en su templo. También había entrado la Soledad franciscana. Por cierto, una delicia para los ojos el atavío de esta Dolorosa, a la que José Antonio Grande de León ha sabido sacarle la máxima expresividad con la disposición de sus manos. El vestidor, esa figura que completa la labor del imaginero. También especialmente llamativas resultaron las flores del monte, conformado por especies con diversas tonalidades de morado. De lo más exquisito de la Semana Santa.

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La tarde se desarrolló sin demasiado público. El gélido viento que soplaba -lo tuvieron difícil los hombres de la caña- despobló las calles. Cuando el cielo empezó a descargar había cinco cofradías en la calle. San Isidoro aceleró su entrada. El Cachorro dejaba atrás el Arenal. La O optó por reducir su recorrido de vuelta e ir detrás de la otra corporación trianera. Sin solución de continuidad. Saludo de cortesía ante la capilla del Baratillo. Sin giro completo de los pasos. Había que andar. Ganar metros. Lo que en principio iba a ser una llovizna fue algo más importante. El Cristo de la Expiración avanzaba por la calle Castilla a paso de mudá. Se abrieron los tramos de nazarenos. Como mar rojo de capas blancas. El cortejo entró casi por completo en la basílica. La distancia entre ambos pasos fue mínima. Las bandas seguían tocando. Había que animar a la gente de abajo. El corazón se aceleraba. El Nazareno de la O al resguardo de un capote. Impactaba la imagen. Todo envuelto. Sólo la mitad de la cara al descubierto. Dios asomando por un oscuro tejido. Metáfora de la muerte que anunciaba, con su esquila, la Mortaja.

La cofradía de Bustos Tavera se quedó refugiada en la Catedral. También Montserrat, cuyos primeros nazarenos volvieron al templo metropolitano al sorprenderles la lluvia en García de Vinuesa. Ambas salieron después de las doce de la noche. Aprovecharon la hora y media de tregua que daba el cielo. La Mortaja lo hizo por la Puerta de los Palos. Por su itinerario habitual. El paso lo adornaban lirios. La Virgen de la Piedad abandonó este año su tocado monjil. El que creó Antonio Amiáns, maestro de priostes, y que el lunes lucía la Virgen de las Aguas. La Dolorosa de la Mortaja recordaba, con el nuevo atavío, aún más a la Macarena. Montserrat salió por la Puerta de San Miguel. Alteró su recorrido por completo, al tomar por la Avenida, la Plaza Nueva, Méndez Núñez, la Plaza de la Magdalena y San Pablo.

Eran los últimos compases de un Viernes Santo pegado a la radio y al móvil. La lluvia había descosido el día hecho para la belleza serena. La que no alteran los siglos. Ni las modas. Quedaba el sonido del muñidor, la melodía de Tejera y la mirada infinita del Cristo de la Conversión. El Crucificado que siempre promete el paraíso. El de sus ojos.

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