La Semana Santa real
Lunes Santo
El Rey vivió la Semana Santa que le enseñaron, la del palquillo y los parabienes, en una jornada mucho más mesurada que el atrofiado domingo. Hay otra Semana Santa de ausencias y abrazos en el tanatorio.
La Amargura está en el número 13 de Cuna. La cera está baja. Los ciriales firmes. El tabernerío del final de la calle despide algo de luz. El capataz, Alejandro Ollero, llama a la cuadrilla. La levantá va por Dolores López, madre del pintor Ricardo Suárez que ha fallecido hace sólo unas horas. La Amargura nace al Lunes Santo en la calle Cuna, de cuya estrechez sale con la fuerza de un parto hacia la inmensidad de Laraña. El estandarte de hojilla del Valle aguarda en la Anunciación. La cuadrilla está fuerte. A Herodes se lo traga la calle Alcázares. Suena Virgen del Valle para la Virgen amarga. No se sabe si hay más Semana Santa en la despedida del paso de palio que mejor la compila, o en el velatorio de una madre recién fallecida a las horas en que los pasos de la cofradía familiar huelen a flores frescas en el Tardón. Pero las dos son Semanas Santas. La Semana Santa del Rey de España tocando el martillo de las Mercedes del Tiro de Línea bajo la sombra generosa de los árboles del Parque de María Luisa, y la Semana Santa de los abrazos de tanatorio, de lágrimas secas y del vacío en las sillas de Sierpes, en la trabajadera del hijo y en la manigueta del viudo. Son las dos caras de una misma Semana Santa. El Rey en el Museo, el Rey haciendo una breve estación en el Santo Entierro, el Rey tocando el martillo de la Virgen del Rocío en La Campana, la cofradía que salió con menos de 90 nazarenos cuando los tiempos de la Misericordia y que ayer llevaba más de 1.300. La Semana Santa revivía por momentos aquellas fotos en sepia de Alfonso XIII presidiendo el palio de la cofradía cigarrera. Otro Rey de España en la ciudad en su fiesta principal, pero esta vez caminando de los templos al palquillo de la Campana, entre el gentío que a esas horas vivaquea buscando el café o las primeras cofradías de la tarde. Y, mientras, a la misma hora, la otra Semana Santa real a la vera del Cristo de las Mieles, donde los cipreses conforman el último tramo. La bulla y el silencio. El dolor esculpido y el desgarro en carne y hueso. El Rey, los cristos, las vírgenes, los vítores. La despedida, el llanto, la congoja y la esperanza.
Las primeras chicotás de San Gonzalo
El lunes trae siempre la calma después de una tempestad dominical que concentra lo bello y lo cutre en grado máximo. La Plaza Nueva parece la plaza de un pueblo a media tarde. Gente de todas las edades hace cola para beber, agachados, de la fuente de agua potable de la que el resto del año beben los perros. El paso de palio de las Mercedes acelera su paso por Tetuán a la búsqueda de la carrera oficial. El fajín de la Dolorosa del Tiro de Línea impacta por sus colores. La luz que cae por Muñoz Olivé baña todo el paso de palio. Hay una luz preciosa y un calor sostenido que tarda en desaparecer. Hay menos asientos plegables. La entrada del Cautivo en la Campana se admira con relativa comodidad. Los desplazamientos desde la Campana al Arenal y desde Triana a Rioja se hacen con celeridad. En los bares hay sitio. Las alfombras de cáscaras de pipas continúan desplegándose. El eje de mayor concentración de cáscaras es el conformado por Reyes Católicos, San Pablo, Magdalena y Rioja. Pasa el palio de la Virgen de la Salud, se restablece el tráfico en el Paseo de Colón. Tres vehículos imponentes de Lipasam van limpiando el estercolero en el que ha quedado convertida la calle tras el paso de la cofradía del Tardón.
Santa Genoveva por la Lonja
La calle Virgen de la Presentación es la reserva del azahar de la ciudad. En Canalejas hay quienes comen montaditos a la puerta de bares de cacahuetes y tirador, y quienes degustan guarniciones de cuscus en tabernas de cinco estrellas con sofisticados tenedores. La tarde está reposada, metida en calores de junio. En el Arenal se mezcla la mistela con la ginebra, mezcla bautizada como postura en la ciudad del postureo. Guadalupe sale. Un letrero de la hostelería reza: La Bulla. Para bulla de las del Postigo, agujero negro de la Semana Santa donde un Lunes Santo de 1999 falleció un costalero; siempre cabe todo en la Semana Santa, la doble máscara de la tragedia. Vino y muerte, fe y desgarro, gentío y soledad, calor tormentoso por el parque y frío desapacible por el andén, trompetería para las manos entrelazadas del Cautivo y campanas de duelo en San Andrés.
El Cautivo por Samaniego
La Semana Santa pasa veloz, como la cofradía de Santa Marta. De la Amargura a Guadalupe hay toda una vida. La Semana Santa es un estado de ánimo cambiante, ora con la música del laterío que se arrastra a patadas como en un retorno a los 80, ora detrás del paso de palio del Polígono de San Pablo.
El Rey vino y vivió una Semana Santa, la que le enseñaron. Pero la Semana Santa es mucho más. Ocurre donde hay pasos y donde hay vacíos. Nadie explica cuando pasa un paso de palio que este año falta un costalero porque está velando a su madre. Y que la manigueta del viudo ha tenido que cogerla otro hermano, porque los remos de la Semana Santa siempre se mueven. Cambian los remeros, nunca el barco.
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