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Buscan a una banda de ladrones de viviendas que actúa en el Aljarafe

Lunes Santo en Sevilla. Místicos de taberna y rincón

El jubileo de la pestaña

La barra del Santa Marta sirve de balcón a una de las plazas más bellas de la ciudad

El aroma de los naranjos y del pollo frito abre el apetito al cuerpo y la memoria

La famosa tortilla de patatas del bar Santa Marta. / José Ángel García

Es algo que siempre llevé mal en la Semana Santa de antaño. La de la vieja normalidad. La de toda la vida: la dificultad de hacerse un hueco en la barra del bar. O lo que es peor, la imposibilidad de que te ofrezcan tal servicio, pues había –y puede que aún los haya– negocios en los que la barra desaparece llegados los días santos. Sólo terraza y comedor. A lo sumo, uno de esos mostradores metálicos que llevan estampada la marca del líquido y rubio elemento que sirve de elixir para las gargantas y de estupendo diurético para el riñón. Complemento indispensable en tertulias cofradieras donde se discute de lo divino y lo humano (esto último con enfervorizado despelleje del prójimo) mientras se ingiere en cantidades que van de la moderación al precipicio del exceso.

La barra constituye un socorrido refugio para los que –como éste que os escribe– optan por la soledad cuando hay cofradías en la ciudad. Encontrar un mínimo resquicio en ellas en este tiempo resulta mucho más fácil solo que acompañado. Se empieza metiendo la mano y se acaba de cuerpo entero sobre ese elemento arquitectónico que hace las veces de barrera entre el camarero y el cliente. Un límite que debiera ser –por desgracia, no siempre lo es– infranqueable.

A ello debo añadir otra penitencia de los días del gozo: la eliminación de la tapa, sólo raciones y medias, lo que obliga a los que vamos como alma en pena a arrojarnos al abismo del montadito. Claro que siempre hay excepciones, como la del bar Santa Marta, en el Pasaje de los Azahares, un oasis gastronómico (en manos de la patrona hostelera no podía ser de otra forma) entre dos cofradías. En este negocio, regentado por Juan Ruiz de Castro desde hace 33 años, se sirven tapas en barra durante la Semana Santa.

Juan Ruiz de Castro sirve el flamenquín tamaño XL. / José Ángel García

Cierto es que la carta restringe un poco –por operatividad– su amplio listado de variedades, pero siempre cabe la posibilidad de pedir uno de sus flamenquines, famosos por la longitud, grosor y punto de fritura con el que se presentan. En estos días el tamaño también se achica, de XL a M, pero el sabor sigue siendo el mismo. Aplíquese en este caso la máxima tan repetida en otras ocasiones:no importa la cantidad, sino la calidad. Un principio, por cierto, que podría utilizarse en incontables aspectos cofradieros, en los que la mesura lleva de viaje mucho tiempo.

En el bar Santa Marta aún puede hacerse uso de la barra. La era del Covid ha impuesto unos veladores altos con dos sillas para que los clientes no estén en contacto directo con el mostrador, pulcro a todas horas. La bayeta aquí no para. No da tregua. Como en la cocina, de donde acaba de salir una tortilla de patatas, de perfecta redondez y atinada tonalidad amarillenta. Su perfil recuerda la canastilla abombada de los pasos de misterio que vienen de los barrios. Con sus brillos áureos. Refulgentes. Un manjar que esponja estupendamente la cerveza servida en copa, otro detalle a tener en cuenta en unas fechas en las que se impuso el vaso de plástico que hacía perder la frescura necesaria para que el zumo de cebada entone cuerpo y alma.

Los veladores del Santa Marta, repletos de clientes desde bien temprano. / José Ángel García

Para estos primeros días de Semana Santa sólo quedan mesas libres en el comedor. En la terraza las reservas se acabaron antes del Viernes de Dolores. La plaza –triangular como el dogma trinitario– está colmatada de clientes desde bien temprano. Del café a la cerveza. Sin solución de continuidad. Tras meses de penuria, esta fiesta le dará una buena alegría a la caja registradora. Un empujón que permite contratar a cinco personas, refuerzo que se sumará a los 11 empleados que trabajan a diario en el negocio. “Hay 100 personas viviendo del bar”, asevera su dueño, mientras atiende las comandas.

Por la ventana entra el aroma de los naranjos que pueblan la plaza. Se confunde con el del aceite del pollo frito. Olores que sacian estómago y memoria. Manolo García dijo que la barras eran vertederos de amor. Yo me quedo con Núñez de Herrera. Místicos de taberna y rincón.

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