Jueves Santo en Sevilla. La mantilla, una prenda para dejarse la vista
El jubileo de la pestaña
María Ramos es una modista especializada en la restauración artesanal de mantillas, que siempre deben conservarse con sumo cuidado y llevarlas con naturalidad
La vi por vez primera en la boda de un primo hermano. Una tía materna ejercía de madrina y la tenía extendida sobre la cama, como preciada pieza reservada para ocasiones extraordinarias. Un matrimonio, por aquel entonces, lo era. Y se pretendía que durase toda la vida. Aunque ya en esos años se había demostrado que la convivencia conyugal resultaba complicada de mantener como antaño. Lo cierto es que fue aquel caluroso domingo de septiembre, siendo yo aún un crío, cuando tuve constancia de que existía la mantilla, en este caso, negra, y que en las familias solía heredarse de madres a hijas como uno de los legados más importantes, ya que su adquisición, en los hogares más modestos, suponía muchas horas de trabajo.
Luego las veía cada Jueves Santo en la pantalla del televisor (aún sin mando a distancia), cuando los informativos de la única cadena se hacían eco del ambiente que se vive esta jornada en Sevilla. Fue la era del clavel reventón en la cabeza, algo propio de los 80, una década que no estuvo marcada precisamente por el buen gusto, sino por la estridencia. Había que ser modernos y europeos. A la fuerza.
De aquellos lodos hemos pasado a estos barros del Covid, cuando ciertas agencias de moda invitan a las sevillanas a lucir tan castiza prenda en el día del amor fraterno. Algo que se agradece, pero sobre lo que debe advertirse: vestirse de mantilla no es disfrazarse, es cumplir con un rito religioso. Así lo explica María Ramos González-Serna, una modista con catalogación –por parte de la Junta de Andalucía– de maestra artesana. En su taller de José Laguillo detalla que, “en su origen, dicha indumentaria se usaba, en señal de duelo, para acudir a los oficios del Jueves y Viernes Santo, así como para adorar al Santísimo en los monumentos”.
Luego, con el auge de las cofradías, se extendió su uso en la calle para presenciar los cortejos penitenciales. Por lo que en un año sin pasos, tal vestimenta debe ceñirse al sentido estrictamente religioso. Y no como mero componente folclórico, a lo Bienvenido, Mister Marshall. Aunque, ante ciertas iniciativas municipales, esta ciudad resulte muy berlanguiana.
María es una experta en colocar mantillas –lo hará hoy en el Centro de Estimulación Precoz del Buen Fin– y en restaurarlas, una delicada labor en la que se deja prácticamente la vista. Para ello usa una lupa de grandes dimensiones que le permite engarzar los hilos rotos (casi invisibles por su diminuto grosor) sin que se note el arreglo. Ahí radica la diferencia entre este trabajo artesanal, de acumulada experiencia, y los que se hacen sin esmero, abaratados en precio y que dejan mucho que desear.
Para una correcta conservación de la mantilla, María aconseja que al guardarla no se doble por la mitad y que se envuelva en papel de seda o de manila, siempre blanco, para evitar que destiña. Luego ha de introducirse en una caja de cartón. También se puede enrollar en los tubos de cartón de las tiendas de tejidos, con los que no salen arrugas. Para impedir el ataque de polillas, antes que emplear productos químicos es mejor introducir una “muñequilla” rellena de pimienta en grano y laurel.
Uno de los riesgos de esta prenda es que se produzca una rotura durante su uso. Con tal fin, una mujer jamás debe sentarse encima de ella. Al entrar en el coche, María aconseja colocarla a modo de chal, disponiéndola sobre los hombros. Por tal motivo, conviene no llevar pedrería (que nunca es apropiada en un traje de luto) en esta zona. A la hora de lucirla se hace imprescindible que la peina vaya recta, bien ajustada y con el broche trasero en posición horizontal. Y una regla de oro al llevarla: con suma naturalidad y jamás encogida de hombros.
Como estamos en tiempos de igualdad, hablemos también de los mantillos, esto es, el acompañante de las mujeres vestidas de mantilla, que deben ir impecables en su vestir, con traje oscuro y corbata discreta, ofreciendo el brazo a su pareja. Y sin olvidar la mascarilla (negra a poder ser), que la pandemia tiene poco glamour y no entiende de elegancia.
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