Mil años de conjuras e intrigas palaciegas
Visigodos y árabes
Los nobles y obispos elegían a los reyes en la España visigoda y los ungían y coronaban. Los primeros emires y califas se garantizaron el apoyo de los grupos de presión y utilizaron la tolerancia como arma
El primer simulacro de regularización de inmigrantes llevado a cabo en territorio nacional quizás se produjo tras la caída del Imperio romano. Papeles para los bárbaros o extranjeros, que no salvajes, llegados en oleadas a Hispania. Éstos, aprovechando la debilidad del Bajo Imperio, se instalaron sin problemas en virtud de una alianza con Roma. De hecho, fue el Imperio quien pidió ayuda a estos inmigrantes visigodos para combatir al pueblo suevo que, procedente de tierras germánicas, ya se había instalado sin permiso en lo que hoy es Galicia. Y, en virtud del pacto de hospitalitas del año 418, Roma les cedió unas tierras a cambio de sus favores de defensa.
La España de aquel momento es una Hispania desmembrada donde viven 5 ó 6 millones de habitantes, incluyendo pueblos que no eran hispanorromanos. En el caos, el odio personal fuerza el cambio político en un momento económico, político y social de crisis y es la enemistad de algunos generales, como Geroncio, con la aristrocracia hispanorromana y el emperador Constantino III, lo que abre definitivamente las puertas a la entrada de los nuevos conquistadores. En el año 409 comienzan las invasiones de los pueblos bárbaros en la península, que se disgrega en territorios controlados por unos y otros. Los visigodos ganan la pelea y se hacen con el control abriendo una etapa de casi tres siglos de conjuras y traiciones.
De Ataulfo a Teodorico, de Agila a Leovigildo, de Recaredo a Recesvinto, Wamba, Ervigio, Égica, Witiza y Rodrigo. Así hasta completar la terrible lista de 33 reyes godos –aunque un estudio reciente dice que fueron 37– que hace sólo dos o tres generaciones se recitaba de carretilla en los colegios. El asesinato era entonces la fórmula de sucesión más frecuente y sólo la mitad de estos reyes murieron en la cama.
Los nobles y los obispos elegían a los reyes en la España visigoda, como un primus inter pares, tal y como recoge el IV Concilio de Toledo. “La elección de los nobles era sacralizada por el estamento religioso de los obispos, que ungían y coronaban al nuevo rey; sin embargo, eran muy habituales las conjuras que acababan con la vida del monarca reinante”, explica José Beltrán, profesor de la Universidad de Sevilla. No había crisis que no se arreglara con la espada.
Los reyes visigodos intentaron transmitir el poder a sus propios hijos y familiares. Uno de los que consiguió una mayor continuidad fue el gran Leovigildo, que reinó del 572 a 586 y fue sucedido por su hijo menor Recaredo y, luego, por su nieto Liuva II. Se casó dos veces por puro interés político y fue un verdadero organizador del poder visigodo: estableció su corte en Toledo, donde se rodeó de una pompa imperial, siendo el primer rey que se sentó en un trono de la asamblea de los nobles y que hizo grabar en las monedas su propio busto con corona. Luchó contra los bizantinos y conquistó importantes plazas en la Bética, como Málaga y Córdoba y también Medina Sidonia.
Pero la dinastía hereditaria no consiguió afianzarse, siendo la oligarquía nobiliaria la que elegía soberano. La sociedad se estructuraba en una nobleza civil y otra eclesiástica. El monarca no tenía un poder absolutista, pues se consideraba que la realeza era un ministerio delegado por el propio Dios. “San Isidoro de Sevilla escribió: serás rey si actúas bien, si no lo haces no lo serás”, comenta el profesor Beltrán. Además, eran los duques y condes del séquito del rey los encargados de administrar los territorios. Incluso había un Aula Regia que asesoraba y apoyaba al monarca y, a pesar de que había funcionarios también a nivel local, no había asambleas populares. El rey convocaba también a los obispos en concilios para discutir cuestiones de fe o incluso civiles. ¿Una conferencia episcopal? Los historiadores no se atreven a establecer esta equivalencia.
Princesas y demonios
Las conjuras dinásticas han marcado el inicio y el fin de la etapa visigoda. “A la muerte de Witiza en 710 parte de la nobleza eligió al rey don Rodrigo, pero otros seguidores llamaron a los musulmanes, que iniciaron la conquista”, explica el profesor Beltrán. En pocas palabras así se produjo la llegada de los árabes a Andalucía, un episodio sobre el que hay mil y una leyendas protagonizadas por princesas godas y doncellas deshonradas por don Rodrigo, un duque de la Bética que gobernaba el territorio andaluz tan autocráticamente como si fuera un verdadero soberano. En los medios aristocráticos sevillanos se comentaba incluso que planeaba matar a Witiza y coronarse rey de los visigodos. Otros escritos revelan la atracción fatal que el prudente don Pelayo sentía por la mujer de don Rodrigo, Eginola, una goda andaluza de ojos azules.
Fueran o no líos de faldas, lo cierto es que las divisiones en el poder visigodo favorecieron la entrada, por la costa de Calpe (Gibraltar) “de unos hombres de otra raza, y que por sus trajes y armas desconocidos, más parecen demonios que seres humanos”. Así rezaba el mensaje que el duque Teodomiro, al mando de la región Bética en ausencia de don Rodrigo, envió al palacio real de Toledo en 711. Esos diablos eran ejércitos extranjeros que venían del norte de África con la intención de quedarse con el control de la península. En el cauce fangoso del río Barbate, no el Guadalete que le dio nombre a la batalla, los visigodos cayeron porque la verdadera batalla se libró entre don Rodrigo y sus enemigos, que se aliaron con los bárbaros, quienes iniciaron la expansión islámica por la Bética y dieron lugar al nacimiento de Al Ándalus.
Y entran en escena otros destacados andaluces. El primer emir es Abderramán I, que se establece en Córdoba. “La primera figura de poder que aparece en Al Ándalus es la de los walíes, meros expedicionarios, y a partir de 756 se instaura una dinastía”, comenta Emilio González Ferrín, arabista de la Universidad de Sevilla.
Abderramán I, cual político forjado en batallas, no da pasos en falso y, antes de presentarse en Córdoba se asegura el apoyo de diversos grupos de presión: tropas sirias, señores locales... Según algunos historiadores, el emir ya había comprendido que el mundo visigodo se vino abajo porque ninguna facción pudo coordinar la descentralización y quiso llevar a cabo un proyecto novedoso. “El ritmo de la vida andalusí es de sístole y diástole, más de uno le diría a Abderramán I eso de ‘Al Ándaluls se rompe’, y él mismo le diría a otros ‘té para todos’”, comenta González Ferrín. Después de siglos de descomposición, por fin un gobernante es capaz de coordinar el poder y establecer las primeras instituciones. Se instauran los matrimonios mixtos y nace el Estado hispano-musulmán.
Abderramán II, el Pacificador, aportó el refinamiento a esa nueva cultura autóctona de Al Ándalus.
Pero la situación cambia con el califato en 912. Abderramán III se autoproclama califa y se independiza del gobierno central de Bagdad. En ese momento las fronteras de Al Ándalus llegan hasta el Duero. El apellido marca y se sustenta con el poder militar y los grupos de presión religiosos. La casta de los alfaquíes, juristas de poder funcionarial, será el sustento del califa que crea un verdadero funcionariado. “Abderramán III está rodeado de un aura de poder, en su nombre se reza los viernes y es califa por la gracia de Dios”, explica el arabista sevillano.
La grandeza de Abderramán III reside en su tolerancia. “El califa gobierna para todos, utiliza la tolerancia como arma política porque es muy consciente de la mezcolanza que existe y no persigue a otras religiones, sino que cobra impuestos a los no islámicos y reparte los derechos por igual”, explica la escritora Magdalena Lasala, experta en esta etapa.
Hasta que un día Córdoba se despierta republicana y el califato es abolido en 1031 por su corrupción. “Los últimos califas eran títeres en manos de sus validos”, añade González Ferrín. El Califato de Córdoba se suprime pero no desaparece, pues es clonado en miles de reinos provinciales llamados taifas, gobernados por el malik o rey. En las taifas el pueblo cuenta y el rey se rodea de científicos y poetas para ganar legitimidad. “Incluso existe la figura del katib, como un negro de los discursos, que escribía proclamas”, añade el arabista.
Y si no era suficiente, llegaron los almorávides y almohades protagonizando verdaderos golpes de estado desde el norte de África. “Desde el siglo XIII Granada es el reino de la adaptabilidad y el rey se convierte en un equilibrista, pues depende de unos grupos de poder, como al familia de los Abencerrajes, que igual ponen que quitan al rey”, explica González Ferrín.
La escritora Magdalena Lasala introduce otro grupo de poder: la mujer. Su poder se ejercía en la familia, a través de sus hijos. “Zaida, una princesa omeya nacida en Córdoba y esposa del hijo de Almutamid de Sevilla, estuvo muy cerca del poder; cuando los almorávides mataron a su marido llegó a la Corte de Alfonso VI como embajadora, conquistó al rey y le dio el hijo varón que necesitaba”, relata Lasala.
En la dinastía nazarí las mujeres incluso llegaron a desencadenar guerras civiles al atizar a sus hijos en contra de sus padres. Fue el caso de la madre de Boabdil. Se puso de su parte pero éste fracasó y el 2 de enero de 1492 entregó Granada a los Reyes Católicos. Ella nunca se lo perdonó y le espetó la célebre frase:“Llora como una mujer lo que no has sabido defender como un hombre”.
Los Reyes Católicos pactaron su entrada en Granada y hay testimonios de la época que aseguran que rezaban con sus hijos y sus ahijados. Estos últimos eran niños de la familia de Boabdil que recibieron títulos y controlaron la vida económica de la ciudad de Granada. Vino viejo en odres nuevos.
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