Antonio R. de la Borbolla | Presidente de la Asociación Nacional de Soldados Españoles
“El soldado español se hace querer en todas partes”
Manuel García | Profesor, poeta, editor y encuadernador
Suele ir con coleta, pero para hacerse las fotos se suelta la melena, como un príncipe sij en la intimidad o el solista de Camela sobre las tablas. “Este pelo lo heredé de mi madre”, dice con orgullo. Manuel García (Huéscar, 1966) es persona y personaje: poeta, novelista, encuadernador, editor y profesor de Literatura. Nos recibe en el estudio que comparte con su mujer, la pintora María Jesús Casermeiro, una amplia guarida donde libros de todo pelaje se mezclan con los cachivaches de encuadernar, cuadros en elaboración, pieles de variados bichos... Profesor de adultos en el instituto Bécquer, cuando recita versos lo hace marcando su musicalidad y en su voz Bécquer suena a Beethoven. Como agasajo al plumilla saca una suerte de clarete de su pueblo, mezcla de tempranillo y macabeo, uvas que él mismo ayuda a vendimiar cuando llegan los meses de Baco. Lo bebemos en vasos pequeños, a la hispana manera. Manuel García es cofundador de la editorial Point de Lunettes y autor de novelas como Mañana, cuando yo muera o La venus ruta (ambas en Algaida). Su obra poética es larga y de versos bien medidos: Estelas, Cronología del mal, Poemas para perros, De bares y tumbas, etc., etc. Ácrata a la manera de don Pío, librepensador y mal hablado, rastreador tempranero de El Jueves, de su adolescencia recuerda el Parque de María Luisa sólo para él.
–De pueblo.
–De Huéscar (Granada), tierra de nieves. Está a mil metros de altura. Un paisaje y un clima muy distintos al de Sevilla.
–¿Pero se vino muy joven?
–Mi padre era conserje y, después de estar destinado en Fregenal, vinimos a Sevilla cuando yo tenía 14 años para que fuésemos al instituto y a la universidad. Éramos de esa generación de gente humilde que disfrutamos de una buena educación pública. Mi padre estaba destinado en la Escuela Naútica, en el Pabellón de Colombia de la Palmera. Allí viví yo. Estudié en el Herrera y conozco a la perfección el Parque de María Luisa, antes del vandalismo y de que lo vallaran. Recuerdo atravesarlo de madrugada y no pasar absolutamente nada. Como mucho encontrarme una pareja follando. Esas cosas que pasan en los parques.
–Profesor de Literatura, editor, poeta... y encuadernador.
–Nada más acabar la carrera de Filología aprobé las oposiciones de instituto, aunque no era lo que quería. Fue entonces cuando me metí de aprendíz en un taller de encuadernación que estaba en la calle Placentines, Los Gutiérrez, uno de los más conocidos en Sevilla en los años ochenta y noventa.
–¿Pero encuaderna como negocio?
–No, en Sevilla ya no quedan más de treinta personas que se gasten dinero en encuadernar sus libros. Encuaderno por afición, para mí y los amigos. Como mucho cobro los materiales, que a veces son muy caros.
–Suelen ser materiales muy nobles y hermosos.
–Muchas veces he tenido que ir a comprar las pieles a Ubrique o a Francia. Tengo bichos de todo el mundo: cabra, lagarto, culebra, boa de la India... Mire esta de serpiente de Indonesia...
–Francamente bonita.
–Esto lo convierto en el lomo de un libro. Encuaderno igual que un tío del siglo XVI, con pergamino, el telar de madera, el pan de oro... Esa de ahí es la mejor piel del mundo, marroquín, una cabra africana, protege el libro maravillosamente. Fíjese en estas guardas de ante...
–Los monjes medievales y los ilustrados creían en la bondad de tener un oficio manual.
–Es muy importante conocer un oficio artesano. Casi todo lo que he escrito se me ha ocurrido encuadernando. Además, te enseña a hacer las cosas bien, a sacrificarte, a tener paciencia, a buscar un sistema. Le he dedicado muchísimas horas, pero siempre por placer. Si alguna vez he ganado algo de dinero me lo he gastado en libros.
–Es usted el hombre de las tres bibliotecas.
–Las comparto con mi mujer, la pintora María Jesús Casermeiro. Aquí, en el estudio de encuadernación, tengo la de literatura contemporánea española y traducciones. La de libros antiguos está en mi domicilio y, en Huéscar, donde mantengo la casa de mis padres con mi hermana, guardo la del Siglo de Oro y los libros sobrantes.
–¿Va mucho por el pueblo?
–Me gustar ir a escribir y a montar en bicicleta.
–Pasión por el libro.
–He hecho todo lo que se puede hacer con un libro. Los he escrito, los he editado, los he encuadernado, los he criticado, los he comprado en los sitios más raros del mundo, los he robado, los he quemado... Incluso llegó un momento que estaba harto de los libros, quería desvincularme de ellos, me puse a tocar la viola de gamba. Recuerdo una vez que fui a Lisboa con Javier González-Cotta y me cambiaba de acera para no ver las librerías de viejo...
–Todos los agoreros que hablaban de la desaparición del libro han hecho el ridículo.
–El libro no está en crisis. Al revés, sobran muchos de ellos. Hay libros que son muy malos y habría que quemarlos. A muchos de esos poetas blogueros que tienen miles de seguidores en la red se les caería el culo si Hiperión o Visor les publicase una obra. El libro en papel sigue dando prestigio.
–Hablando de libros quemados, usted tuvo el triste encargo de valorar la biblioteca quemada de Rafael de Cózar.
–Tras el incendio en el que murió Cózar, su viuda nos pidió que viésemos lo que había y su valor. De aquella experiencia, mi mujer hizo una exposición y yo un libro, que se tituló Mejor la destrucción, sobre las bibliotecas quemadas. La destrucción de la cultura deberíamos tomárnosla como algo natural. Es mucho peor que te venga la Junta a decirte qué es lo que tienes que leer, que las instituciones se adueñen de la cultura con el pretexto de protegerla.
–¿Alguna sorpresa en la biblioteca de Cózar?
–Cuando la vi me quedé impresionado. Sólo se había quemado una habitación, la zona cero, pero el resto tenía el lomo ahumado. Rafael era un bibliófilo impresionante y la casa estaba llena de libros. De poesía lo tenía prácticamente todo. Limpiamos a fondo y vimos lo que se podía conservar y qué valor tenía. Fue muy emocionante encontrar mis libros. Yo había sido su alumno y a él le debo el conocimiento de un Bécquer que no tiene nada que ver con el que nos suelen enseñar.
–¿El del tópico del poeta ñoño y romanticón?
–Exacto, con Cózar descubrí a un Bécquer capaz de hacer una rima de cuatro versos absolutamente insuperable, sin ninguna figura retórica, que suena como los propios ángeles: ¿Qué es poesía?, dices mientras clavas/ en mi pupila tu pupila azul./ ¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?/ Poesía... eres tú.” Y también todo lo contario, hacer una cosa absolutamente artificial, pero que también te quedas con la boca abierta cuando la lees: “Yo sé un himno gigante y extraño/ que anuncia en la noche del alma una aurora,/ y estas páginas son de ese himno/ cadencias que el aire dilata en las sombras.” Esto lo haría luego Rubén Darío, pero Bécquer es el primero que somete la lengua a este tipo de artificios, y sin embargo no se nota. La música de Bécquer es como la de Góngora. Un figura. Todo esto me lo explicó Cózar.
–Como editor montó con otros socios el sello Point de Lunettes, ¿de dónde viene el nombre?
–De un verso de Machado de Los complementarios. Miguel de Santallana pierde las gafas y no puede leer un poema. Hay un momento que, en su desesperación, exclama en francés (idioma del que Machado era profesor), “¡point de lunettes!” (algo así como “a la mierda las gafas”) y lee el verso “y es un acto de fe cada mirada”. Es el Antonio Machado bueno de verdad.
–¿Quiénes montaron la editorial?
–Cuatro personas: el notario Anselmo Martínez, la jueza Begoña Rodríguez, María Jesús Casermeiro y yo. Nuestro fallo fue no haberla concebido como negocio. Llegamos a hacer libros de una gran calidad, muy apreciados por los críticos, pero no los defendíamos luego en el mercado. No hacíamos presentaciones, no los movíamos en la prensa... Al final todos nos queríamos centrar en otras cosas. Ahora mismo la tenemos en un cuartel de invierno.
–Dígame algún libro editado del que se sienta especialmente orgulloso.
–Hicimos cosas importantes, como Guerra en España, de Juan Ramón Jiménez, que salió en todos los suplementos culturales, porque daba una visión muy interesante de la tercera España. Del mismo autor también sacamos su Diario de un poeta recién casado, con piel de seda e ilustraciones de varios autores. Llegamos a publicar un libro muy raro de Romero Murube, Siete romances, el único homenaje que se le hizo a Lorca en la parte nacional. Entonces Queipo estaba en Sevilla. Se jugó la vida. También me gustó mucho la poesía francesa de Ganivet.
–Sobre Ganivet también ha escrito una novela, ‘Mañana, cuando yo muera.’
–La Diputación de Granada me llamó para dar una conferencia sobre la poesía de Ángel Ganivet. Me puse a buscar sus poemas y me di cuenta de que eran muy malos. Al igual que Valera, hacía poesía como si fuese un estudiante de instituto. Sin embargo, vi unos poemas suyos en francés que eran cojonudos.
–¿Y la novela?
–Cuenta la historia de cuando Ganivet fue cónsul español en Riga y Helsinki y buscó los servicios de una profesora rusa, Mascha Diakovsky, que le enseñase el finés. A Ganivet le gustaban mucho las lenguas y las mujeres. Se enamoró perdidamente de ella y le hizo unos poemas en francés que son los que editamos en Point de Lunettes. Empezó una historia de amor y desamor que acabó con el suicidio de Ganivet, que tenía trastorno bipolar y estaba sifilítico. Fui a Riga en la época que se suicidó, a finales de noviembre, con 18 grados bajo cero. Interioricé tanto la historia que decidí escribir una novela sobre la muerte del escritor.
–Me dicen por ahí que está preparando una edición crítica de Baroja, quien quizá es el escritor más vivo del 98, el que sigue leyendo más gente más allá del mundo académico.
–Exacto, lo sigue leyendo la gente. Si vas a las ferias del libro de los pueblos es lo que se vende. Novelas como Camino de perfección, El árbol de la ciencia, Las aventuras de Zalacaín el aventurero, Aurora Roja... siguen muy vivas. Baroja, como Azorín, eran anarquistas que acabaron de liberales; burgueses que siempre vivieron en una clase media acomodada. De hecho creo que Baroja tenía una cierta envidia por los bohemios que vivieron de una forma anárquica, como Alejandro Sawa, gentes que habitaban en la calle. De ahí que este tipo de personajes salgan tanto en sus novelas.
–Pero ha quedado la imagen de Baroja como un señor casero con mantita, algo que no es ni mucho menos cierto.
–Viajó a Londres, Roma, Nápoles... En París estuvo más de doce veces. Precisamente yo me estoy ocupando de su exilio en París durante la guerra. Hizo un libro de poemas que casi nadie ha leído y que se titula Canciones del suburbio, cuya edición crítica estoy preparando para Cátedra. Son unos poemas muy raros donde habla de mercadillos, de libreros de viejo, de mendigos... Recuerdan a Baudelaire, Verlaine, a todos esos volados de finales del XIX. Lo publicó en 1944, en plena España franquista, y todos lo pusieron a parir. De Baroja también se conoce muy poco su teatro, aunque tiene obras muy buenas, como Arlequín, mancebo de botica. Si te dicen que la hizo Lorca con 22 años te lo crees. Tiene la gracia de La zapatera prodigiosa. Como decía, Baroja no es el tío de la mantita.
–A mí lo que me llama la atención de Baroja es su acracia más vital que política. Es toda una manera de estar en el mundo. Ahora hace más falta que nunca.
–Sí, porque ahora no hay libertad de pensamiento. Estamos en una época durísima. Vivimos una censura asquerosa de lo políticamente correcto. En la enseñanza y en la política. ¿Se imagina que alguien escriba hoy una novela en la que el bueno es un terrorista que le pone una bomba al Rey? Pues eso lo hacía Baroja y vendía 30.000 ejemplares... Y no pasaba nada. ¡Si hasta un juez retiró la famosa portada de El Jueves en la que salía una caricatura de los reyes follando!
–Pero lo curioso es que hoy en día esa corrección política viene más de la izquierda que de la derecha.
–Totalmente de acuerdo. Todos los que teníamos ideas de izquierdas hemos sufrido un gran desencanto.
–En las aulas esta nueva censura se sufrirá especialmente, ¿no?
–A mí nadie me ha censurado como profesor. Sólo tuve una vez un problema, en Lebrija, con el padre de un alumno que me quiso partir la boca. Todo se debía a que yo había usado en clase un texto del Decamerón, el de Masseto, el jardinero que se hace pasar por mudo para tirarse a las monjas del convento de clausura. Estamos hablando del siglo XIV italiano, pero al hombre, que era hermano mayor de alguna cofradía y estaba un poco borracho, no le gustó el asunto. En mis clases siempre he usado todo tipo de textos de primer nivel, nunca cojo las tontadas que nos mandan desde arriba. Ahora bien, hay un intento de dirigismo cultural muy grande por parte de la Junta y, sobre todo, una panda inmensa de profesores meapilas. La mayoría de los docentes no quieren usar su libertad.
–Como poeta tiene fama de autor riguroso que le gusta la rima y el verso bien medido.
–Me gusta mucho el verso y tengo un buen oído para él. Por eso valoro poetas como Góngora, Quevedo, Bécquer, Lorca, Cernuda, Dámaso Alonso, Pedro Garfias... los que suenan bien. Busco la eufonía del idioma. Ahora mismo estoy pensando en un poeta como León Felipe, lo lees y piensas que es un coplero, pero después te das cuenta que escribe fenomenal. También me pasa lo mismo con Unamuno, que me gusta más como poeta que como prosista.
–Quizás la literatura se sigue enseñando de una forma demasiado rutinaria.
–A los alumnos hay que leerles los poemas a traición, dejarlos con la boca abierta. Muchos profesores se preocupan más de los porcentajes y los cuadrantes, de cosas sin alma. Uno de los problemas de la educación de hoy es la burocracia.
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