“Muchos problemas se arreglarían si nos comportásemos con hidalguía”
Enrique García-Máiquez | Escritor
Poeta respetado, conferenciante incansable, articulista leído... acaba de publicar el premiado ensayo ‘Linaje. Una hidalguía del espíritu’, divertido llamamiento a la caballerosidad universal
Enrique García-Máiquez (Murcia, pero el Puerto de Santa María, 1969) es poeta respetado, articulista muy leído, conferenciante incansable, diarista minucioso, aforista inspirado, paciente profesor de instituto y, ahora, ensayista laureado gracias a su libro ‘Ejecutoria. Una hidalguía del espíritu’, que ha sido merecedor del I Premio de Ensayo Sapientia Cordis de CEU Ediciones. La obra (ya en librerías) es un llamamiento a la hidalguía universal, a la posibilidad que tenemos todos –desde un humilde trabajador a un abogado del Estado– de ser señores de nosotros mismos, de la actualización de los valores eternos que siempre inspiraron la figura del hidalgo español. No es aquí la hidalguía un anacrónico privilegio genético o jurídico, sino un camino de perfección y exigencia: amor a la verdad, compromiso con la justicia, sensibilidad ante la belleza, resistencia a todo poder despótico, sentido del humor... Quienes lo conocen, saben que Enrique García-Máiquez no es ajeno a lo que escribe. Espejo de caballeros, varón cabal, hombre siempre bienhumorado, ciudadano valiente que no esconde sus opciones por polémicas que sean, Enrique García-Máiquez podría decirnos (aunque no lo hará por modestia y señorío) aquello de “Le monsieur c’est moi”.
–Alguna vez le he visto circular por el Puerto de Santa María con una vespa negra con una cruz de Santiago. De alguna manera parece el hábito de un caballero del Siglo de Oro. Hay una fusión de modernidad y tradición.
–Estuve tentado de subtitular el libro como Una hidalguía del siglo XXI. Mucha gente que no lo ha leído piensa que es un ejercicio nostálgico, arqueológico. Pero mi intención es traer a nuestra época unos valores que son eternos. En el Linaje hablo de la película Enrico Piaggio: Un sueño italiano, que cuenta cómo el inventor y fabricante de la vespa convenció al director de la película Vacaciones en Roma, William Wyler, de que el famoso paseo por la ciudad de Gregory Peck y Audrey Hepburn fuese en una de sus motos y no en un coche de caballos, como estaba pensado, lo que hubiese quedado cursi. El caballero del siglo XX va en vespa.
–Es ensayista premiado, poeta muy reconocido, articulista leído, conferenciante de moda... Es usted, con perdón, una persona de éxito. Sin embargo sigue viviendo en su pueblo de origen, el Puerto de Santa María. ¿Una opción buscada o la vida misma?
–La ventaja de los conservadores es que aceptamos lo que nos venga. Si yo hubiese caído en Sevilla estaría entusiasmado también con mi calle. Pemán decía que el secreto para escribir mucho era “pueblo y madrugar”. Si vives en Madrid o en Sevilla te pasas el día atendiendo eventos públicos. La frase que más uso en mis correos electrónicos es: “Como vivo en la lejana provincia no podré ir a tu conferencia...”
–Reivindicar los valores eternos no deja de ser una provocación en estos tiempos donde la palabra progreso es casi sagrada.
–El éxito del libro se debe sobre todo a la propuesta. En muchas películas y series se observa una nostalgia por arraigarse y tener tradiciones. Muchos problemas que hay en el mundo, como el bullying o la mentira, se arreglarían si todos nos comportásemos con hidalguía. El vivir la aventura de ser consciente de tu propia dignidad y exigirte terminaría con muchos problemas.
–Propone una especie de hidalguía universal. ¿Puede ser un chaval de un barrio marginal un hidalgo?
–Uno de los doce libros que he escogido como modelos de hidalguía es Corto Maltés. Lo hice para demostrar que se puede ser un malote, incluso un pirata, y ser noble de espíritu. Lo vemos continuamente. Hay una escena en el libro en el que hay unos macarras en la playa salpicando con arena a los que están cerca. De repente uno de ellos ve que están molestando y dice: “venga, vamos a jugar arriba y dejamos de dar por culo”. Es un gesto de una grandísima nobleza de espíritu, aunque se expresase tan torpemente. Uno de los problemas actuales es la falta de referentes masculinos, algo que afecta especialmente a los chicos de los barrios más humildes. Están desconcertados. Y para eso tenemos la caballería, porque sabe conjugar la virilidad con la delicadeza, como ya se hizo en la Edad Media. Es lo que se dice de Lanzarote: “nadie más fiero en el campo de batalla y nadie más delicado con las damas en la corte”.
–Igual que un chico de barrio puede ser hidalgo, un duque puede ser plebeyo.
–Sí, lo dice el Quijote: “todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, debe ser contado en el número del vulgo”. Pero yo he tenido muchísimo cuidado en el libro de no meterme con la aristocracia de sangre, porque es un tic que me molesta muchísimo. Ha habido grandes nobles de espíritu que lo eran también de sangre y nos han dado toda una serie de referencias simbólicas que son muy bonitas. Siempre es más importante ser un caballero que título aristocrático. El lenguaje popular ha captado muy finamente esto. Cuando alguien vive muy bien se dice: “vive como un marqués”; pero cuando se porta muy bien se exclama: “es un señor” o un “caballero”. En el libro cuento de un príncipe de Saboya que estaba al servicio de la casa de Austria y en Viena lo conocían como “el noble caballero”. Y eso era un ascenso sobre su condición principesca.
–Ser un caballero es más que ser un duque.
–Exacto. Como dije en el discurso de Buenas Letras, Jorge Manrique nunca dice que su padre era el Conde de Paredes, sino “buen caballero” y “claro varón”. Eso no lo hace por humildad, sino porque es más.
–Los que no pueden ser caballeros ni nada son los abstemios. Usted es un buen defensor de los vinos generosos de su tierra, pero no toca este tema en su libro.
–No lo toco porque vivo obsesionado con que mis prejuicios no alteren la llamada universal a la hidalguía. En una copa de vino bebes dos cosas importantísimas: la raíz de la tierra –el terroir– y el tiempo. Dos cosas profundamente hidalgas.
–Cuáles son las condiciones fundamentales para la hidalguía.
–En todo el mundo, desde España a Japón, la virtud que más se vincula a la hidalguía y la nobleza es decir la verdad. Como cuenta Nietzsche, los aristócratas atenienses se llamaban así mismos “nosotros los veraces”. La idea de ser fiel a la palabra es una constante. El lema de Manrique era “ni miento ni me arrepiento”, que tiene ese punto de ser veraz y de ser tozudo. Otra virtud de la que el libro habla mucho es la de cierta resistencia al poder, cierta independencia orgullosa y levantisca. García Martín dice que el libro era un alegato contrarrevolucionario con ramalazos ácratas. El noble de espíritu se sabe soberano de sí mismo. Esto es necesario en el mundo actual, en el que el Estado no para de emitir normas y lo que no está prohibido es obligatorio. Después hay otras cosas necesarias para ser hidalgo, como el amor por la belleza y cierta ingenuidad.
–Osada y divertida es su reivindicación del esnob, ese tipo odioso al que usted es capaz de sacar de la pira.
–El esnob es el último aristócrata en el sentido de que se exige usar un lenguaje correcto, vestir bien, etcétera... Ser un esnob es una base para ser un hidalgo. Lo malo es que acierta en su rebelión pero se equivoca penosamente en la inseguridad que le acompaña. El problema del esnob es que no se cree su propia nobleza.
–En la literatura española hay toda una tradición de menosprecio del hidalgo, sobre todo del pobre. No es un personaje con buena fama.
–Es una figura ambivalente, porque el hidalgo pobre por excelencia es el de El Lazarillo, y es el único dueño al que Lázaro no abandona, con el que se querría quedar y para el que pide con gusto. Le da ternura. Aunque puedan parecer ridículos, los hidalgos fueron los que conquistaron América y se echaron a las espaldas el imperio.
–¿Qué foto tutelar pondría el hidalgo contemporáneo en su biblioteca?
–El caballero de la mano en el pecho. Como dijo Julián Marías de las figuras del Greco, son los señores orgullosos de su alma.
–¿Y un libro?
–El Quijote dice algo maravilloso: que se puede ser hidalgo aunque se rían de ti. Lo importante es tu propia convicción y tu propia diversión. Esa es la poesía de la vida. A mí me interesa muchísimo conectar con ese movimiento de los años 20 y 30, donde están Juan Ramón Jiménez y su aristocracia a la intemperie (de este asunto trató el otro día la columna de Ignacio F. Garmendia); Eugenio d’Ors hablando de la “caballería intelectual”; o el mismo Ortega haciendo un alegato para un señorío modernizado... todo esto se perdió después de la guerra.
–En estos tiempos una actitud hidalga puede parecer ridícula.
–En los institutos de secundaria, que es donde yo trabajo, se ve muy bien el miedo que le tienen los alumnos a la excelencia. Les inquieta mucho salirse de la masa. Para ser hidalgo hay que despegarse de la masa, lo cual implica siempre un riesgo.
–Hablemos del sentido del humor, que es una de las claves de su obra. Los ingleses tienen muy claro que la caballerosidad va unida al humor.
–Chesterton lo dice explícitamente y Cervantes lo hace: donde hay cortesía hay humor, porque la cortesía tiene un punto de comedia. Es fundamental saber reírse de uno mismo. El hidalgo tiene tanto orgullo que no le importa que se rían de él.
–Entre los libros que recomienda para el camino de perfección que lleva a la hidalguía no está la ‘Odisea’.
–La Odisea es admirable, pero no nos sirve a los católicos, porque es un mundo sin libertad, donde el destino lo decide todo. El mundo de los caballeros es el de la libertad. Una novela que me encanta y recomiendo en este libro es Cádiz, el episodio nacional, porque se ve claramente cómo Galdós quiere salvar la figura del Quijote.
–Hablemos del mundo actual. ¿Ve en la España actual algún espejo de caballeros?
–Se ven gestos de hidalguía en muchos sitios: eso de no rendirse de Rafa Nadal, el salto de Cayetano para salvar a Roca Rey en Santander; mi pescadero de cabecera, que tiene una foto de su bisabuela y se siente heredero de un linaje; el discurso del Rey el 3 de octubre famoso; Ana Iris Simón, que ha sabido convertir en su libro Feria a su familia de feriantes y labradores en un linaje mítico auténtico; el Marqués de Tamarón dimitiendo de embajador en Londres cuando ganó Zapatero, renunciando así a los derechos que le daría un cese que se iba a producir seguro a los dos meses.
–Usted no lo dirá, claro, pero tuvo un gesto de hidalguía al presentarse al Senado por Vox en las pasadas Elecciones Generales, un partido que señala mucho y tiene muchos detractores. Había mucho que perder y poco que ganar. ¿Le dio grandes disgustos?
–Todo el mundo se portó fenomenal conmigo, tanto que desde Vox me dijeron que estaban un poco celosos. Por supuesto hubo gente que me criticó legítimamente. Si te metes en el partido siempre alguien te puede pegar en la espinilla.
–También pertenece al Opus Dei y lo dice abiertamente. No siempre es así, muchos lo esconden por motivos que se me escapan. ¿Le da problemas?
–Es cierto que la Obra deja libertad para hacer pública o no la pertenencia. El hecho de que yo lo diga con total claridad tiene algo que ver con la hidalguía. Mis padres fueron de los primeros de la Obra en el Puerto y en mi casa había continuamente reuniones. Es algo como heredado, marcado desde el principio. La gente, en líneas generales, es más tolerante de lo que todos pensamos. Además, a todo el mundo le gusta tener un amigo friki. Y si alguien tiene algo en contra... Hilaire Belloc se presentó a las elecciones inglesas por un distrito minero y muy protestante. Sus adversarios empezaron a difundir su condición católica. En el primer mitin Belloc sacó el rosario y dijo: “Soy católico y voy a misa todos los días que puedo. Esto es un rosario y también lo rezo diariamente. Si alguien me rechaza por mi religión, agradeceré a Dios que me haya librado de la indignidad de ser su representante”. Ganó por mayoría aplastante.
–Su obra apenas ha frecuentado la ficción. Que yo conozca solo tiene un relato que se publicó un verano en las páginas del Grupo Joly. ¿No se anima?
–Solo con una pistola en el pecho. Coincido con lo que dijo Jules Renard: “no encuentro en la vida más que razones para no escribir una novela”. Es todo tan apasionante que ponerme a inventar unos personajes... No sé. Me da pena, porque esto es como ser deportista y dedicarte al salto de pértiga en vez de al fútbol, que es donde está el dinero. Pero no me interesa el balón de la ficción.
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