La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Manuel Llanes | Director del Teatro Central
Manolo Llanes nos recibe en su casa como un auténtico caballero: fumando y escuchando a Bach. No en vano fue nombrado por la República Francesa ‘Chevalier des Arts et des Lettres’, uno de los premios con los que han distinguido su importante trayectoria como impulsor de las artes escénicas en Andalucía. Director del Teatro Central desde su fundación hace ahora 30 años, Llanes es quizás el habitante más antiguo de la Cartuja, el único que ha permanecido al frente de un proyecto creado para aquel evento. De profundas raíces granadinas y afrancesado confeso, en sus maneras y trato, sin embargo, no se encuentra rastro de la proverbial “mala follá” de los orientales. Eso sí, ejerce de hijo de Granada, y cuando finaliza la entrevista saca dos cervezas ‘alhambra” para refrescar los gaznates. Este antiguo profesor de Teoría de la Literatura de la UGR, que lo dejó todo por el Central, es también director artístico de los Espacios Escénicos de la Junta de Andalucía. Además, fue Premio Ramón Llull en 2017 y merecedor de un Max por su contribución a las artes escénicas. Su salón está presidido por un gran cuadro de Ricardo Cadenas en homenaje a Thomas Bernhard, su escritor de referencia. Sigue con mil proyectos bullendo en su cabeza. Hay Manolo Llanes para rato.
–Quizás sea el inquilino de la Cartuja más antiguo, el único que treinta años después sigue al frente de un proyecto de la Expo: el Teatro Central.
–Supongo. Llegué a la Cartuja a finales de los ochenta, a lo que hoy son las caracolas de Urbanismo, donde entonces estaban las oficinas de la Expo. Aquello estaba lleno de barro. Pero previamente, cuando yo me incorporé al proyecto, el despacho del Teatro Central Hispano (que era como se llamaba entonces por los patrocinadores), estaba en una calle junto al Maestranza. El día 20 de este mes se cumplirán treinta años de la inauguración oficial. Previamente se habían hecho cuatro o cinco conciertos de prueba.
–La Sevilla a la que usted llegó desde Granada era muy distinta.
–Sí, pero estaba ya en una efervescencia total. Aquello fue un cambio de opiniones, de sensibilidades, de espíritu. Muchos de los extranjeros que vinieron intentaron quedarse, porque Sevilla engancha. En ese momento la ciudad se convirtió en un lugar de auténtica convivencia, en el que el diálogo entre tradición y modernidad estaba completamente vivo. No se paraba.
–¿Y hoy qué pesa más, la modernidad o la tradición?
–La Expo dejó un humus muy importante. Las nuevas generaciones han seguido con ese espíritu cosmopolita. Lo compruebo todos los días en el Teatro Central, al que llegan muchos jóvenes que no abandonan la tradición, pero están en diálogo permanente con todo lo de fuera. En todas las ciudades (Barcelona, Bilbao...) hay burbujas que se niegan a este diálogo.
–¿Algún ejemplo de ese diálogo?
–Ahí está el flamenco, con artistas como Israel Galván y Rocío Molina, que mantienen la tradición al mismo tiempo que dialogan con la modernidad. Galván agota las localidades del Central un mes antes de sus espectáculos y lo mismo ocurrirá con Rocío Molina este mayo. Y, sin embargo, sigue existiendo, porque debe de existir, la expresión más tradicional de nuestra identidad.
–¿Quién era Manolo Llanes antes de que lo llamasen para dirigir el Teatro Central?
–En el momento que me llamaron yo era profesor de Teoría de la Literatura en la Universidad de Granada, algo que compaginaba con mi trabajo en un Festival Internacional de Teatro que llegó a tener XI ediciones, con participación de grupos como La Fura dels Baus, Els Comediants, Jan Fabre... Para mí la programación era y es una pasión. Entonces como ahora quiero seguir siendo un docente, alguien que tiene la vocación de enseñar.
–¿La programación como una pedagogía?
–Exacto. Además quiero seguir siendo un espectador, alguien que ama lo que hace y no un profesional lleno de pegas. Para entender las artes escénicas tienes que estar al lado de los artistas, no solamente en tu despacho encerrado. El teatro no es sólo literatura dramática, es espectáculo y el cuerpo también escribe. Fue por todas estas cosas por las que, cuando decidieron hacer un espacio en la Expo dedicado a las nuevas tendencias, me llamaron. Fue entonces cuando mi hobby se convirtió en mi profesión.
–¿Y quién fue el que lo llamó?
–La llamada telefónica en concreto fue de Chus Cantero, que en ese momento estaba de director del departamento de espectáculos. La vida de Chus fue puro amor al teatro.
–¿Se lo pensó mucho?
–La verdad es que sí. Yo tenía mi vida solucionada, aunque podía pedir la excedencia en la Universidad. Creí que venía para unos pocos meses... Lo cierto es que al poco de llegar dimitió Chus Cantero, en ese momento de la crisis entre Olivencia y Pellón. Finalmente decidí quedarme un tiempo a ver qué pasaba... Ese tiempo se ha convertido en treinta años.
–¿Se arrepiente?
–En absoluto. El Teatro Central es mi patria. Me gustaría pensar, aunque seguramente me equivoco, que hemos conseguido aumentar el imaginario de los ciudadanos, que hemos dado un servicio público, que hemos roto el centralismo de Madrid y Barcelona en estas cuestiones. Eso, hay que decirlo, lo hemos podido hacer porque nos han dejado trabajar todos los dirigentes políticos que han pasado por la Junta. Nunca me he querido ir a una empresa privada.
–¿Sólo le gustan las cosas muy modernas?
–No, soy muy transversal. Me gustan tanto el último espectáculo de danza contemporánea como una ópera clásica. En el arte siempre hay algo que descubrir.
–Antes cuando he llegado estaba escuchando la Pasión según San Mateo, de Bach...
–Hombre, es Semana Santa.
–La Semana Santa tiene unos aspectos teatrales evidentes.
–Eso nos lo dejó muy claro un guiri, Patrice Chéreau, que durante años venía en Semana Santa al hotel Alfonso XIII. Hasta que se dio cuenta de que era mejor comprarse una casa en Sevilla y se pasaba la mitad del año aquí. En el 95 fue el encargado de reinaugurar el Teatro Central, tras dos años de parón, cuando la Junta se hizo cargo de este. Lo hizo con En la soledad de los campos de algodón, de Bernard-Marie Koltès. Pina Bausch me pidió que la paseara por la Semana Santa y Carles Santos también se venía todos los años. Le teníamos que dejar un camerino del Central con un piano, porque por la mañana practicaba y por la tarde se iba a ver procesiones. Ese espectáculo no se lo pierde nadie.
–¿Y estos treinta años ha temido en algún momento que el proyecto se malograse, o ya es algo completamente consolidado?
–En un teatro como este “consolidación” es una palabra de la que hay que distanciarse, porque me recuerda a algo así como sacar una oposición de catedrático. Se corre el riesgo de repetir la misma clase todos los años. Si no estás atento, si tú mismo no te pones en crisis continuamente, si tiendes a acomodarte... corres el peligro de anquilosarte.
–¿Qué es lo mejor que ha aportado el Teatro Central?
–Situar el nombre de Sevilla en el mapa de las artes escénicas más vanguardistas. En el Central se han presentado, en nivel de igualdad y convivencia pacífica, propuestas escénicas andaluzas, nacionales e internacionales. Eso ha sido lo mejor. También la fidelización de unos espectadores que nos han seguido y que se han enfrentado a propuestas que lo mismo no las entendían, pero eran conscientes de que eran distintas y eso les valía, como decía Vila-Matas. Ese espíritu de ventanas abiertas, de levantar polvo respecto a las artes escénicas creo que ha sido importante. En el central todos estamos muy implicados, y el 70% de los que aquí trabajan van luego a ver los espectáculos, desde la que está en recepción hasta los técnicos, pasando por el último administrativo. Aquí todos somos publicistas de lo que hacemos. Todos estamos convencidos de que estamos haciendo un servicio público.
–¿Y lo manifiestamente mejorable?
–Deberíamos llegar a capas de público más jóvenes. Es muy difícil llegar a gentes de treinta para abajo, decirles que estamos hablando sus nuevos lenguajes. A veces, la contemplación de ciertos espectáculos requiere sosiego, silencio, lentitud... Y hoy día esta franja de edad está acostumbrada a demasiada velocidad, quema las informaciones en 0,1.
–Demasiadas pantallas.
–Las artes escénicas para mí siguen siendo artesanía. Son carne, materia efímera, lo que se ve un día nunca se ve igual al siguiente. Sin embargo, lo grabado siempre se repite. Todo eso requiere una capacidad de comprensión que cuesta transmitir. Hay que mejorar esos canales de llegada de información, de explicación, de implicación y motivación a todo ese segmento de edad del que hablamos.
–¿Algo más?
–Deberíamos mejorar la presencia del Teatro en el centro de la ciudad. El hecho de que nos ubiquemos al otro lado del río hace que estemos lejos. Hay que hacer más promoción, acciones de los artistas, iniciativas de ese tipo...
–¿Cuál fue el gran momento del Teatro Central, Jan Fabre y sus 24 horas ininterrumpidas de teatro?
–Eso fue inolvidable, también la presencia de Tom Waits con The Black Rider. Son dos cosas difícilmente superables. Sevilla fue la cuarta plaza del mundo, y la primera en España, donde Fabre presentó su obra.
–Cualquier actor de un repertorio clásico sabe perfectamente lo que es y significa el Lope de Vega. ¿Pasa lo mismo con el Central para las obras más vanguardistas?
–Eso no lo debería decir yo, pero la cantidad de emails que recibimos diariamente de grupos de toda Europa y España así parece indicarlo. Cuando hicimos la obra de Jan Fabre el cincuenta por ciento de los espectadores no eran españoles. Estuvieron las 24 horas con las mochilas en el Central. Hay proyectos que, por su propia estética y su forma de ser, definen a un espacio escénico. Este fue uno de ellos.
–¿Qué le parece la geografía de los espacios escénicos de Sevilla?
–Se ha estructurado muy bien de una forma natural: el Lope para un repertorio más clásico, el Central para propuestas más novedosas, el Maestranza para la lírica, las salas alternativas... Muchos de los espectadores se quejan de que no pueden verlo todo.
–Es usted un hombre muy premiado e, incluso, condecorado por la República Francesa. Es muy bonito ser Chevalier des Arts et des Lettres.
–Sí, es bonito. Debo reconocer que para mí fue una emoción tremenda.
–¿Es usted un afrancesado?
–Francia me ha enseñado mucho. Cuando fui becario en la universidad francesa descubrí toda una manera de vivir, de relacionarse en el campus universitario... En cuanto a gestión cultural, todos mis maestros han sido franceses. Desde Malraux, Francia ha sido la referencia de cómo debe ser la gestión cultural pública en Europa.
–Guste o no, Francia siempre fue un faro para la cultura española. Sin embargo, en los últimos tiempos esta influencia ha sido desplazada por la anglosajona.
–Sí, y no me parece necesariamente mal. Pero hay una cosa importantísima, por París sigue pasando todo. Por poner un ejemplo: si quiere ver al maestro japonés Saburo Teshigawara no necesita ir a Tokio, porque tarde o temprano irá a París.
–Los catalanes también le han dado un premio Ramón Llull.
–En el Central siempre hemos programado muchas compañías con sede en Cataluña. Hubo un tiempo en que la nueva creación estaba más en Barcelona que en Madrid, algo que ya ha cambiado.
–El otro día, en una entrevista que le hizo Fran G. Matute a Pepe Ribas, el fundador de Ajoblanco, este se sorprendía de cómo Barcelona se había dejado arrebatar por Madrid la capitalidad cultural de España.
–Ahora mismo, hasta un teatro tan oficial como el Centro Dramático Nacional está ofertando puestas en escena mucho más rompedoras que las que hay en Cataluña. Además, con artistas jóvenes provenientes de todas las comunidades autónomas.
–¿Qué proyecto tiene para el Teatro Central? ¿A dónde le gustaría llevarlo?
–A algo que puede sonar un poco rimbombante, a que fuese una especie de centro de alto rendimiento para las artes escénicas, un lugar donde los creadores andaluces se unieran con artistas nacionales e internacionales en cuanto a procesos de trabajo, no sólo a la presentación de espectáculos puros y duros. Estar un mes trabajando con otro creador para provocar una contaminación de las maneras de hacer. Pero para eso hace falta una infraestructura que en estos tiempos será difícil conseguir. Es lo que hacen los franceses. Es un enriquecimiento total.
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