“El mundo de la cultura destila clasismo”

Manuel León | Pintor

Este titán del arte, moderno y castizo a la vez, hombre desprejuiciado y políticamente incorrecto, trabaja en su pueblo del Aljarafe, Villanueva del Ariscal, pero expone sus obras por el ancho mundo

Manuel León, en su estudio de Villanueva del Ariscal.
Manuel León, en su estudio de Villanueva del Ariscal. / José Ángel García

“Soy fumador y taurino”, dice Manuel León (Sevilla, 1977) mientras enciende un pitillo en su estudio de Villanueva del Ariscal, su pueblo. El pintor deja así claro quién es: un artista de éxito al que le gusta ser el centro de atención, sin miramientos por la corrección política, algo gamberro y verborreico. Pero, sobre todo, Manuel León es un estajanovista del arte, una persona que ha logrado su sueño de vivir de la pintura a base de talento y mucho trabajo. También un hombre de familia que quiere a su pueblo y le gusta cuidar sus raíces. En su pintura se rastrean los grandes del barroco español mezclados con los colores y los personajes de los dibujos animados norteamericanos con los que muchos hemos crecido. Es un arte rabiosamente moderno, pero muy arraigado a una tradición a la que no está dispuesto a renunciar. Alguien me dijo una vez que le recordaba a Diego Rivera y no iba muy descaminado. En su volumen, en su verbo-metralleta, en su energía inagotable, Manuel León tiene algo de titán. Famoso por sus cuadros de costillas de Adán o sus grisallas de nazarenos, su carrera artística es imparable e internacional. Su galería principal hoy es Yusto & Giner ( Madrid/Marbella), aunque también trabaja con Verduyn, en Bruselas; Cercuone, en Caracas; y Rarity Gallery, en Grecia.

Pregunta.–25 de julio. Día de Santiago. Patrón de España y de su pueblo, Villanueva del Ariscal, donde estamos. ¿No se va de vacaciones?

Respuesta.–Días sueltos, porque tengo mucho que pintar. En verano se trabaja muy bien, porque la gente llama menos. Me voy unos días a Soria, donde Celia Macías, mi mujer, da unos talleres. Allí también pintaré. 

P.–Es usted un poco estajanovista. Un ‘workaholic’, como se dice ahora.

R.–No puedo estar sin trabajar, me da estabilidad mental. En la playa me aburro. Cuando no pinto mi mujer dice que estoy insoportable. A mí me han educado en eso. La feliciad la baso en la familia y el trabajo. 

P.–¿Es posible llegar a algo en la pintura sin ser muy trabajador?

R.–La pintura, al menos la que yo desarrollo, requiere de mucho tiempo, tanto para pensarla como para prepararla y ejecutarla. Es un poco un trabajo de monje. Ahí está el camino al cielo: centrarte en ti mismo, en tu trabajo, en tus cosas.

P.–¿Y este estudio tan grande?

R.–Iba a ser un museo del vino, pero el proyecto fracasó y el edificio quedó abandonado. Se lo pedí al Ayuntamiento para poder trabajar en grande. Todos los partidos me han apoyado. Soy profeta en mi tierra, porque soy muy de mi pueblo. Eso sí, hago todos los carteles que me piden y colaboro con el colegio. Los niños suelen venir por aquí. 

P.–El Aljarafe es tierra de pintores: Roelas, Gerardo Rueda, Sierra... ¿Podemos hablar de una escuela aljarafeña?

R.–Lo de las escuelas son cajones que les permiten a los historiadores meter las cosas. No hay una escuela, pero sí individualidades potentes. El Aljarafe es una tierra de promisión, nunca ha habido mucha hambre. Siempre ha habido recursos. Quizás eso ha permitido que la gente se dedique a cosas trascendentes como la pintura, si es que la pintura es trascendente, que espero que sí. 

P.–El Aljarafe ha sufrido un proceso de urbanización muy intenso en los últimos tiempos. ¿Demasiados destrozos?

R.–Lo único que me molesta es que los caminos no estén tan bien conservados como antes, porque la gente trabaja menos en el campo. Me gusta caminar por las veredas, porque en muy poco tiempo te adentras en paisajes muy bonitos. En general veo bien todo el desarrollo del Aljarafe. Villanueva del Ariscal no ha cambiado mucho. Todo lo que sea el desarrollo del capitalismo me parece bien. Estoy muy a favor de que haya un hospital para esta comarca, un tren que te lleva a Sevilla... Todo podría estar mejor, claro que sí, pero por lo menos se han hecho cosas.

P.–Hablemos de su pintura. Hay un equilibrio evidente entre la tradición y la modernidad.

R.–Yo antes también creía en ese equilibrio, pero hoy no encuentro una frontera entre la tradición y la modernidad. Ayer estaba escuchando una canción de Albéniz y pensé que la podría cantar perfectamente Billie Holiday. No veo la línea divisoria entre lo moderno y lo antiguo. Cuando estudias sin prejuicios la historia del arte te das cuenta de que no existe. He llegado a ver un Adán del siglo XIII en una catedral de Francia que podría ser perfectamente un Verrocchio del siglo XV. ¿Picasso es más moderno que Sorolla? No lo sé. Tú pones un Picasso junto a un toro de Altamira y básicamente son lo mismo. ¿Hay algo más surreal que el Quijote? Las cosas no son como nos las han explicado. Por ejemplo, ¿sabe usted que hay mucho románico en México? El arte y la historia del ser humano son como la Giralda: una mezcla, un gazpacho.

P.–La influencia barroca en su pintura es más que evidente. En eso –y en otras cosas– es usted muy andaluz.

R.–Para mí el barroco es fundamentalmente teatral, como esta tierra. Los pintores barrocos son unos maestros de la composición. Si coges el esquema de cualquiera de sus cuadros te sirve para hacer una obra nueva. El barroco no es un periodo histórico, sino una forma de pintar. Es importante desprejuiciar la mirada. Muchos cuadros de Jacques-Louis David , uno de los grandes del neoclasicismo, pueden ser muy barrocos. Hay que revisar muchos conceptos. Por ejemplo, el clasicismo romano se inventa en el Renacimiento. Bernini hacía sus esculturas de mármol blanco, cuando los romanos de verdad las pintaban de colores chillones

P.–En ese cuadro del fondo se ve, por ejemplo, la huella de Caravaggio. ¿Qué más pintores le han influido?

R.–Ribera y toda la escuela española. Siempre me han interesado las raíces. Manuela Mena dice que un cuadro español es una torta. Nuestra cultura te da muchas herramientas para desarrollar un trabajo artístico.

P.–¿Y la abstracción?

R.–El nacionalismo y la abstracción son callejones sin salida.

P.–Su paleta de colores es muy potente, muy pop.

R.–Y muy vital. Siempre pinto con alegría y humor, aunque trate temas bajuneros y depresivos. Mi mirada, y la de nuestra generación, está muy educada por los dibujos animados. Me ha influido más Walt Disney que cualquier artista. Esos colores... Es nuestra realidad. No sé si es por el rollo gitano, pero el color lo tengo asociado a la virtud, a lo bueno, a la alegría, al dinero. Cuando los gitanos dicen “he visto color” es que han visto pasta.

P.–¿Tiene usted sangre gitana?

R.–Un cuarterón, como muchísimos andaluces. Una vez me intentaron meter en una exposición de pintores gitanos, pero me pareció una ridiculez. Estoy totalmente en contra de cualquier tipo de indigenismo.

P.–Ahora que lo pienso, hay muy pocos pintores gitanos.

R.–Hay un pintor vanguardista que rescató Pedro G., Helios Gómez, que era muy moderno y mejor grabador que pintor. Pero en general a los gitanos no les ha dado por pintar.

P.–¿Y qué tiene usted con las costillas de Adán, a las que ha pintado hasta la extenuación?

R.–Todos los días –y esto no es exageración– recibo una foto de una costilla de Adán de gente que no conozco. Digamos que he hecho una especie de evangelismo sobre esta planta. Mi abuela las tenía y mi tía, que es para mí como una segunda madre, me regaló una para el que entonces era mi estudio y ahora mi casa. Era la única planta que tenía en una época que estaba alucinado con el plenairismo, por lo que estaba todo el día pintándola. Es muy gracioso hacerle un retrato a una planta, es muy post-post-postmoderno.

P.–¿Y no hay ahí una tentación por la abstracción que no se reconoce a sí mismo?

R.–Puede ser, porque al final es un tema bastante abstracto, nada narrativo. Puede ser un juego conmigo mismo sobre la abstración. Pero en mi pintura yo siempre necesito narrar, comunicar. 

P.–En el bar Dueñas cuelga su cartel sobre el Viernes de Dolores de su pueblo de 2020. Llevo tiempo viéndolo, pero nunca pensé que era suyo hasta que Marta, la jefa, me lo dijo. Se ve que en el género de los carteles es más conservador que en su pintura habitual.

R.–Dígaselo a la gente del Rocío de Triana, que no vea la que me dieron con el cartel que hice para la hermandad. A mí esas polémicas me encantan. Es mucho mejor discutir de arte que de política. Es cierto que el cartel que usted dice es más conservador. Lo hice pensando en la gente a la que iba dirigido, aunque siempre meto una pullita. Por ejemplo, en el pueblo existe una superstición que dice que quien mira a la cara a la imagen del patrón Santiago se muere a los pocos días. El cartel que yo hice fue un primer plano de su cara. Era una invitación a perderle el miedo a algo tan grande. Hay tradiciones ridículas y muchas de ellas no tienen más de cincuenta años. 

P.–Santiago no es un santo muy políticamente correcto, como usted.

R.–Es que lo políticamente correcto es un coñazo. Puedo tener opiniones de izquierdas o de derechas, pero políticamente soy muy centrista. Soy de que las cosas no cambien mucho y de que lo hagan poco a poco.

P.–Hablando de carteles. ¿Qué le pareció el de Salustiano?

R.–La primera vez que lo vi fue en La Tienda de Rosa, el bar de mi hermano que lleva desde 1900 en la familia. Vi que estaba bien pintado, pero que el rojo era muy pasional, muy porno, tenía más que ver con el sexo que con la púrpura. Pero no entendía eso que decían algunos de que era un Cristo “maricón”. Si así fuese habría que tirar todos los Noli me tangere y los San Sebastián de la historia. Pero, como decía Goya, el tiempo también pinta y comprendí que era el mejor cartel de la historia de la Semana Santa, por la sencilla razón de que es el que más ha trascendido. Bien por Salustiano.

P.–¿Le apetecería hacer el cartel a usted? 

R.–Mucho. Es un reto, porque siempre te tienes que exponer a la opinión de los demás. Pero yo soy valiente en el estudio. A mí me gusta enfrentarme a esos toros.

P.–Hay un elemento de la Semana Santa que está muy presente en su obra: los nazarenos. Ahí sí es muy heterodoxo.

R.–En la feria de arte de Chicago estuvieron a punto de quitar un cuadro mío porque creían que los nazarenos eran del Ku Klux Klan. A mí me flipla la figura del nazareno, ese pico para arriba que lo conecta con Dios... He salido varias veces, en Sevilla (El Amor) y aquí en Villanueva (Vera Cruz). El nazareno es el voyeur de la Semana Santa, el que ve pero no es visto. El anonimato me atrae muchísimo. Cuando yo era más contracultural soñaba con una performance que consistía en meter nazarenos en la Feria de Sevilla. 

P.–Le hizo un cuadro espectacular a Talavante. ¿Es usted taurino?

R.–De niño lo era mucho. Luego, durante los años de facultad, jugué a que no era taurino ni creyente. Pero después he vuelto a enlazar con los toros y he hecho amistad con varios toreros. Nuestra cultura está impregnada del lenguaje taurino y eso no se puede obviar. Estaría bien que a la salida de Arco el público aplaudiese o abuchease a los artistas como hacen los taurinos con los toreros. Los toreros son unos ninjas, unos samuráis. 

P.–¿Y es creyente?

R.–Tengo un montón de fe, aunque me la planteo constantemente. El catolicismo es la cosa más grande que le ha pasado al mundo. Eso de trascender a base de perdonar es extraordinario. Además, forma parte también de nuestra cultura. 

P.–Usted es un pintor de éxito.

R.–Para mí el éxito es poder vivir de la pintuta. Tener la familia y la casa que tengo sin dejar de pintar. Nunca he querido ser una figura, sino simplemente vivir de esto. Desde el instituto apenas le pedía dinero a mis padres porque pintaba cristos, abanicos... Siempre he tenido muy clara la relación del dinero con la pintura. Sé que es un trabajo. 

P.–En el mundo del arte, desde el romanticismo, se ha impuesto una especie de puritanismo hacia el dinero.

R.–Los artistas somos muy hipócritas. Se vende un discurso contra el sistema que es absolutamente mentira. Todos sabemos que si no estás en Arco no eres nadie. El anticapitalismo en el arte es mentira. Es algo que se dice de cara a la galería. Con el tiempo te deshaces de esas cosas y buscas tu propio camino, aunque tiene sus peajes, como no exponer nunca en el Reina Sofía. No soporto a los fariseos del arte. Tampoco esa línea postmoderna que niega la representación y la narratividad en el arte. Es absurdo. El arte es una herramienta muy útil para estudiar el mundo. Incluso llegó a ser una ciencia. 

P.-¿Ha sufrido muchas veces la envidia?

R.–Sé que la provoco y me disgusta. No entiendo que uno no se alegre del éxito de los demás. 

P.–No podemos terminar sin preguntarle por uno de sus grandes clientes, el futbolista Sergio Ramos.

R.–Fue el que me dio el espaldarazo gordo para ser un pintor conocido en determinados ambientes. Aparte está guay conocer a un tipo como Sergio, que tiene un corazón como un piano. Gracias a él he salido más en el Marca y en el As que en las páginas de cultura de los periódicos. Recuerdo una visita que hicimos al Museo de Bellas Artes de Sevilla, a la que vino también su mujer, Pilar Rubio. Los comentarios que se hicieron en las redes eran desoladores.

P.–¿Por qué?

R.–Iban en la línea de qué hace ese cateto mirando los cuadros, que los va a estropear. El mundo de la cultura destila clasismo, sus miembros se creen los buenos, que están libres del pecado mortal.

P.–Pero hay una cultura que a usted lo valora. Ha ilustrado dos veces la portada de la Revista de Occidente.

R.–Para mí fue un orgullo. Yo siempre he pretendido gustarle al mismo tiempo al crítico de arte y a mi madre. Si le gustaba sólo a uno es que la cosa no iba bien. 

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