“Hubo muchas mujeres entre los herejes de la Sevilla del siglo XVI”
José Antonio Ollero | Profesor de Historia Moderna de la Universidad de Sevilla
Ha centrado sus investigaciones en la historia cultural y religiosa, con aportaciones importantes al pasado de la Universidad de Sevilla y de los conversos
Es difícil pasear por el barrio de El Porvenir sin tropezarse con un historiador: Rafael Sánchez Mantero, Paco Núñez, Carlos Martínez Shaw, Javier Pérez-Embid... y, por su puesto, el entrevistado de hoy, hombre de fina ilustración, abundante erudición e ironía contenida que pide peluca blanca y pluma de ganso. Este profesor titular de la Hispalense nació en Sevilla en 1953 y se forjó en la enseñanza como catedrático de instituto y docente universitario a tiempo parcial. Muchos recuerdan sus clases en la Fábrica de Tabacos como disertaciones sin un gramo de grasa –de letra menuda y dato exacto– por las que pasaban los fantasmas de lo más granado de la historiografía humanista, con nombres sonoramente italianos, como sacados de un relato de Álvaro Cunqueiro: Francesco Guicciardini, Pico della Mirandola, Eneas Silvio Piccolomini... En su labor de investigador ha mostrado especial interés por la historia cultural y religiosa, con trabajos importantes sobre la universidad moderna, entre los que destaca ‘La Universidad de Sevilla en los siglos XVI y XVII’ o ‘Clérigos, universitarios y herejes: la Universidad de Sevilla y la formación académica del cabildo eclesiástico’.
–Ahora se comparan mucho las pestes del Antiguo Régimen con la pandemia actual. Pero creo que no somos conscientes del espectáculo apocalíptico que suponían aquellas mortandades.
–Parafraseando a un historiador francés, se puede afirmar que era difícil que, desde el siglo XIV hasta principios del XVIII, un europeo no hubiese conocido varias de estas mortandades a lo largo de su vida si llegaba a cumplir 50 ó 60 años. Por ejemplo, un sevillano que hubiese nacido hacia 1600 habría venido al mundo en medio de una gran epidemia, para sobrevivir a otra en 1649, si es que lo lograba, porque la probabilidad de que hubiera muerto en el transcurso de esta última era elevadísima. En el camino habría visto morir a varios de sus hijos o a su cónyuge. En términos cuantitativos la realidad debía ser terrible. Miles de muertes concentradas en pocos meses. Desde el momento en que el apocalipsis significa el fin de los tiempos sin que el individuo pueda hacer nada para evitarlo, la sensación, sí, debió de ser apocalíptica.
–¿El hombre del siglo XVII estaba más acostumbrado a la muerte que el actual?
–Es evidente que, si la costumbre deriva de la frecuencia del acontecimiento, estaba más acostumbrado. La muerte, el tempus fugit, las ruinas, el sentimiento de decadencia, la corrupción del cuerpo, la adopción de la frase paulina de “en un abrir y cerrar de ojos”, etc., como tópicos alcanzan en el Barroco su máxima expresión literaria, artística y filosófica. No digamos ya en la literatura religiosa. También, y esto es interesante destacarlo, se reflejan en la documentación privada, en expresiones personales que no esperaban ningún público lector a no ser el escribano, los familiares y los herederos.
–Precisamente usted ha estudiado ‘El libro de enfermedades contagiosas’, de Francisco Franco (con perdón). ¿Quién era el autor?
–La verdad es que no esperaba que me preguntase por este personaje. Como tantos otros de su profesión en su época, Francisco Franco fue un médico peripatético. Quiero decir que ejerció la medicina migrando de una ciudad a otra. Nació en Játiva, pero estudió la medicina en la Universidad de Alcalá, donde tomó todos los grados, desde el bachillerato al doctorado, siendo catedrático en ella entre 1543 y 1545. Después pasaría a Coimbra, donde, según él mismo cuenta, fue también catedrático. En 1559, al poco de llegar a Sevilla, formaba parte del claustro de su Universidad.
–¿Y su ‘Libro de enfermedades contagiosas’?
–Lo publicó en la misma Sevilla diez años después y el hecho que le llevó a escribirlo fue precisamente la epidemia que había sufrido la ciudad en 1568. Por esta razón lo dedicó al cabildo municipal. Ese año y hasta 1570 fue catedrático de Prima de Medicina en la Universidad sevillana. El libro en sí tiene un mayor interés sociológico que científico, pero tiene la particularidad de que está escrito en castellano y no en latín. Franco tenía una formación médica tradicional, esto es, la propia de la medicina clásica, que es la que se enseñaba en las Universidades. Constituye, por consiguiente, una demostración de la indefensión de su tiempo ante la enfermedad. Sólo un detalle: nuestro médico escribía que todos decían que el unicornio era muy provechoso para la peste, pero que pocos sabían qué animal era éste. No hay que culparle por ello. Por lo menos tenía una cierta concepción social de la medicina y la higiene, y demostró un especial amor por la ciudad que le había acogido.
–Usted es un especialista en la historia de la Universidad de Sevilla en los siglos XVI y XVII. ¿Era una ‘buena’ universidad?
–Si suponemos que una buena Universidad se califica por su producción científica, la calidad de su claustro de profesores y la excelencia de las carreras profesionales de sus graduados, aún medida con los parámetros de aquellos siglos, la Universidad de Sevilla no lo fue, aunque valga en su descargo que tampoco lo fueron la mayoría de las Universidades europeas de su tiempo. La Universidad de Sevilla, en el contexto de sus semejantes de la Corona de Castilla, se alinea con las llamadas universidades menores frente a las tres dominantes, las de Salamanca, Alcalá de Henares y Valladolid. Sería muy largo explicar las causas de por qué fue así, desde su modesta fundación, a la pobreza de sus recursos económicos y el aislamiento institucional en que vivió, ...
–¿Pero era al menos populosa?
–Experimentó un claro crecimiento hasta los 80 del XVI, cuando rozó los 500 estudiantes. En este sentido se puede decir que participó de la “revolución educativa” del siglo, un fenómeno al que dio este nombre el historiador británico L. Stone y que el historiador norteamericano R. L. Kagan extendió al caso español. Incluso, en ese mismo siglo, pasaron por sus aulas estudiantes como Juan de Mal Lara, Sebastián Fox Morcillo, Benito Arias Montano o Mateo Alemán, pero la formación fundamental de todos ellos se debió a sus estancias en otras Universidades y la rica vida cultural y literaria de la ciudad no le debe nada a ella. En su haber está el que, prácticamente sin recibir apoyos externos de ninguno de los dos cabildos, el municipal y el catedralicio, ni de los arzobispos, ni de ninguna orden religiosa (al contrario que su rival, el Colegio de Santo Tomás), fue capaz de sostener la enseñanza y la graduación en las cuatro Facultades propias del sistema universitario hasta fines del Quinientos. El siglo XVII fue el de la decadencia.
–¿Y su fundador, Rodrigo de Santaella? Era converso, ¿no?
–Su origen converso está bien establecido y era un hecho conocido en su época. En las constituciones que escribió para su fundación, el Colegio de Santa María de Jesús, en 1506, dejó ordenado que no se hicieran distinciones de linajes entre sus colegiales, porque el bautismo iguala a todos los cristianos ante Dios independientemente de sus orígenes. A los pocos años de su muerte su voluntad fue incumplida y esa constitución fue tachada para que se olvidase. Signo de los tiempos, el triunfo del complejo de limpieza de sangre. Su obra literaria en castellano no ha merecido mucha atención, pero tiene un lugar en la literatura humanística al lado de otros autores del reinado de los Reyes Católicos. Juan Gil lo situó en el contexto de los descubrimientos colombinos demostrando que era un hombre consciente de los grandes acontecimientos de su tiempo. Como él mismo confesó, en principio Santaella no pretendió crear una Universidad, sino un Colegio para albergar clérigos escasos de recursos y que no disponían de la oportunidad de estudiar. El fracaso de la iniciativa municipal para crear una Universidad fue lo que hizo que su fundación, contando con los privilegios pontificios que consiguió para ella, se transformara en un estudio general.
–¿Quiénes fueron los conversos sevillanos, tuvieron importancia, fueron muy perseguidos?
–Estamos ante uno de los grandes temas de la historia española del siglo XV y de los siglos modernos, tanto que sobre esta cuestión, inseparable de la de la Inquisición, no sólo hay una ingente bibliografía, sino que además está cargada de polémica. Para simplificar, aceptaremos como conversos a aquellos que en su árbol genealógico tuviesen ascendencia judeoconversa. A partir de aquí comienzan todos los interrogantes. Usted me pregunta sobre los conversos sevillanos y Sevilla fue una de las ciudades castellanas que albergaba un mayor número de conversos. Afortunadamente, hoy sabemos mucho más de ellos que antes y ahí está la monumental obra de Juan Gil para corroborarlo. Según Ladero Quesada, a fines del XV, cuando la Inquisición comenzó su actuación en la ciudad, es posible que el 10% de su población estuviera constituida por conversos.
–Son muchos.
–Representa un porcentaje apreciable, pero no era muy distinta la realidad social de otras ciudades como Córdoba y Toledo. Claro que la población de Sevilla era mayor. Como población urbana que era, los conversos se dedicaban a actividades económicas urbanas, desde los oficios a la mercancía y las finanzas, y en este aspecto es sabido que su peso económico era muy superior al que representaba su proporción demográfica. No es sorprendente, por consiguiente, que este desequilibrio también se proyectase en el ámbito cultural y religioso y, en un sentido lato, en el político. No se descubre nada si decimos que ésta sería una de las razones del desarrollo del antisemitismo, de la inquina anticonversa.
–Y la Inquisición...
–No se puede soslayar que ellos fueron los primeros que sufrieron la represión de la Inquisición en toda España y la primera fase de la actuación de esta institución fue la más dura de su historia, la del mayor número de procesos y de condenas, en particular de ejecuciones en la hoguera. La desaparición en el siglo XIX de los archivos sevillanos de la Inquisición nos ha impedido cuantificar con precisión las víctimas, pero los historiadores han logrado por otras fuentes reconstruir en parte el terrible impacto que supuso. Sin embargo, hay que reconocer que, aunque sobre ellos permaneció la amenaza y la sospecha, debe llamarse la atención sobre la extraordinaria capacidad que mostraron los conversos sevillanos para recuperar sus posiciones sociales y económicas, teniendo siempre en cuenta que no se trataba de un grupo socialmente homogéneo. La Sevilla del XVI, más dinámica y abierta que la de otras ciudades gracias al comercio con las Indias y con las ciudades mercantiles europeas, facilitó los procesos de asimilación.
–Algunas de estas vidas son apasionantes.
–La memoria de un pasado trágico jugaba con reglas muy extrañas. En el primer tercio del siglo XVI García de Gibraleón, un clérigo sevillano que había hecho una fortuna sirviendo a los Papas y negociando con beneficios eclesiásticos, fundó desde Roma una cofradía para dotar doncellas y una capilla en la catedral de Sevilla que perpetuaba su memoria y la de su familia. Era una iniciativa normal en las conductas religiosas de la época si no fuera porque todos los suyos habían sufrido hasta el extremo la acción del Santo Oficio. Su padre, que había sido una de las cabezas de la comunidad conversa, fue uno de los primeros que perecieron en la hoguera en 1481, su madre se salvó porque huyó y nunca más se supo de ella, uno de sus hermanos, canónigo de la catedral, buscó cobijo en Italia, donde escribiría un poema laudatorio del Gran Capitán. Por fin, otro de sus hermanos y sus hermanas permanecieron en Sevilla y algunos de sus sobrinos y parientes, gracias a sus influencias romanas, volvieron a disfrutar canonjías de su catedral como las que habían tenido sus antepasados, pero él mismo nunca regresaría a su ciudad natal.
–Usted ha dedicado también atención a los clérigos herejes.
–Clérigo y hereje son dos condiciones que aparecen fácilmente unidas. Lutero fue lo uno y lo otro y se podrían multiplicar los ejemplos. Pero yendo a la pregunta. Se llega a la cuestión a partir del estudio del movimiento heterodoxo de Sevilla de la primera mitad del XVI, que fue aniquilado por la Inquisición entre 1558-1562, por tomar dos años de referencia. Digo heterodoxo por utilizar una palabra comprensiva y no demasiado comprometida. Los historiadores discrepan sobre su significado real y los inquisidores que lo reprimieron con gran dureza lo llamaron luterano, aunque, y puede sorprender, no sabían demasiada teología o no se entretuvieron en disquisiciones. Mi aportación al estudio de este hecho es modesta y espero ampliarla con la investigación que estamos haciendo Francisco Núñez Roldán y yo mismo, que está muy avanzada.
–¿Hubo en Sevilla muchos herejes?
–En el conjunto de la ciudad el movimiento fue minoritario, pero participaron en él individuos, hombres y mujeres, de diferentes procedencias sociales constituyendo una buena representación de la sociedad urbana. La presencia de mujeres, en concreto, fue notabilísima y se comprueba en las nóminas de los condenados y penitenciados en los autos de fe que se celebraron. De las quince personas que incluyó el autor que se esconde bajo el pseudónimo de Reginaldus Montanus, en sus Artes de la Santa Inquisición Española, un martirologio de los protestantes sevillanos publicado en Heidelberg en 1567, cinco eran mujeres y no fueron las únicas. La declaración de fe ante los inquisidores de una de ellas, Francisca de Chaves, una monja del convento de Santa Isabel a la que le reservó un epígrafe completo que se ha conservado en la documentación del Santo Oficio, todavía conmueve.
–¿Y los hombres?
–Entre éstos destacaron, por un lado, Egidio y Constantino de la Fuente y, por otro, una parte importante de la comunidad del monasterio de San Isidoro del Campo, siendo los más conocidos Casiodoro de Reina, Antonio del Corro y Cipriano de Valera, que estuvieron entre los que lograron salvar el pellejo fugándose antes de que se iniciara la persecución.
–Fueron gentes que tuvieron un peso en la Europa protestante.
–Los tres, pero sobre todo los dos primeros, protagonizaron unas extraordinarias biografías que pertenecen a la historia religiosa europea. Que fuese así me da pie para subrayar que el movimiento heterodoxo sevillano se explica dentro de la historia cultural de la ciudad, el más importante centro de edición de obras espirituales de la península hasta el momento, y de la historia espiritual española. Esos clérigos herejes, como Egidio y Constantino, que no eran sevillanos, eran buenos lectores de Erasmo y conocedores del mundo teológico y religioso en que estaba inmersa Europa desde la Reforma. En Sevilla encontraron un medio receptivo a esas inquietudes religiosas en las que nos es tan difícil penetrar.
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