Eduardo del Campo | Periodista
“Alfonso Rojo me prestó el dinero para poder seguir en Afganistán”
Ricardo Suárez | Pintor
El estudio de Ricardo Suárez (Sevilla, 1969) está en la Puerta Real, en un piso “de estética playera” –como él lo define– para cuya construcción se tiró un inmueble del XVIII. El orden es absoluto y las obras en las que está trabajando se mezclan con recuerdos, rocas (una de sus pasiones es la geología) y libros. Es este pintor y “médico frustrado” una persona de conversación amena y culta, que lo mismo habla de las acacias de Constantinopla que se divisan desde el balcón que de los genoveses sevillanos del siglo XVII. Sevillano y duelista de vocación, no rehúye ningún combate cuando toca. Quizás por eso aceptó el encargo de gestionar los carteles de la Macarena, a los que le dio un giro de rabiosa modernidad, invitando a autores como Miki Leal, Javier Buzón y Manolo Cuervo. Presume de independencia y en esta entrevista lo demuestra. Como pintor admite influencias de Zóbel, Joaquín Sáenz y Carmen Laffón y, sobre todo, de una niñez que la pasó mirando al río desde la orilla del Aljarafe. A caballo entre la Sevilla rancia y cofradiera y la moderna y creativa, de cada una coge lo que más le gusta. Es autor de la Diana Cazadora del Muelle de Nueva York, una de las pocas esculturas recientes que tiene el respeto de la mayoría.
–La sevillanía, como el valor, se le supone.
–Fui de las últimas generaciones que nació en el Hospital de las Cinco Llagas. Cuando fui a la toma de posesión de Juanma Moreno, paseando por el edificio, en un despacho de Izquierda Unida vi un cuadro mío. Resultó que era el paritorio donde mi madre me trajo al mundo.
–Y su infancia son recuerdos de…
–De un patio de pueblo, en el barrio alto de San Juan de Aznalfarache, donde madura un limonero que tiene la edad de mi hermana Auxiliadora, porque mi padre lo plantó cuando ella nació. Mi infancia son también recuerdos de la ribera del río, del puente como límite, porque mi madre no me dejaba pasar al otro lado si no iba acompañado. El río está muy presente en mi obra.
–La figura de su padre fue muy importante para usted.
–Fue la persona que más me apoyó a la hora de tomar las decisiones importantes de mi vida, como cuando decidí no estudiar Medicina, Facultad en la que ya me habían admitido, y dedicarme a la pintura. Mientras yo realizaba el examen de ingreso en Bellas Artes estaban desmontando los sepulcros de los Afán de Ribera para llevárselos a Santa María de las Cuevas. Me metía en la iglesia de la Anunciación para ver cómo levantaban esa mole de mármol de carrara del siglo XVI.
–¿Y de su primera vocación por la Medicina le quedó algo?
–Soy coleccionista de tratados de anatomía. Cuando estaba en Italia era en lo que me gastaba el dinero. Los tengo del XVI, XVII, XVIII…
–¿Alguna joya?
-No tengo un Vesalio, pero sí una reedición de 1630, de una imprenta de Santa María de Aracoeli ya desaparecida. El libro lo pagué a dita.
–Cuando hablo con pintores, muchos suelen hablar con cierto desdén de la Facultad de Bellas Artes que les tocó vivir. Sólo reconocen algunos magisterios como Pérez Aguilera, Carmen Laffón o Mauri... ¿Cuál fue su experiencia?
–Es totalmente cierto. Exceptuando algunos profesores como los que ha nombrado o Paco Maireles y Juan Manuel Miñarro, la Facultad se ha ganado a pulso el desdén. Siempre he dicho que hay más artistas fuera de la Facultad que dentro. Aunque parezca increíble, el profesorado se ponía en contra de quienes destacaban. Había una evidente hostilidad. El nepotismo era tremendo. Había entre 15 y 20 familias completas trabajando. También alguna querida.
–Después de la carrera vino la beca a Roma.
–Era una beca de cooperación internacional y tenía que irme a Hispanoamérica. Al final conseguí permutarla por Roma, donde estaba mi hermana trabajando de arqueóloga.
–El peso de Roma siempre ha sido importante en la pintura sevillana.
–Y en la pintura española en general, sobre todo a finales del XIX y principios del XX. De la Academia de España en Roma fue director el pintor sevillano José Villegas Cordero.
–Como pintor, ¿qué aprendió en Italia?
–Me interesaban sobre todo los clásicos. De la mano de Stendhal conocí a Correggio, Pietro da Cortona, Guercino, Pomtormo, Orazio GentilesChi , una serie de autores que había visto en libros pero que nunca había profundizado en ellos. Y a partir de entonces me interesé mucho por la fisonomía del rostro, por la psicología del retrato renacentista del Quattrocento. En honor a la Facultad de Bellas Artes he de decir que teníamos una buena formación técnica como pintores. En Italia tuve que enseñar a los nativos cómo se pintaba al fresco. En los 90 no tenían ni idea.
–Se suele decir que Sevilla tiene mucho de Italia. Dígame un lugar donde este dicho se cumpla.
–El Salvador es la plaza más romana de Sevilla. La zona de Puente y Pellón me recuerda mucho a Venecia, con esas tiendecitas de quincalla, esas mercerías...
–Sin embargo, solemos olvidar la importantísima herencia genovesa.
–Ahí están los sepulcros de los Afán de Ribera, las columnas del Patio de las Doncellas, la puerta de la Casa de Pilatos… todo eso es genovés.
–Y las grandes familias de comerciantes…
–Fueron los grandes prestamistas de la Carrera de Indias, como nos recuerda don Ramón Carande y el poema de Quevedo: “Poderoso caballero es don dinero, nace en las Indias honrado, viene a morir en España y es en Génova enterrado”.
–A usted se le ve a caballo entre la Sevilla rancia y la moderna, valga el tópico dualista.
–Yo me veo como una persona de la ciudad, a la que le gusta observarlo todo, desde lo más rancio hasta lo más moderno. Intento ser una persona libre, por lo que pago todos los días mi cuota. Nunca renegaré de la ciudad, como hacen otros para estar en la pomada. Eso sí, al final me quedo con lo que verdaderamente me interesa.
–De alguna manera ha servido como puente entre el arte contemporáneo y las cofradías. Gracias a su labor artistas como Manolo Cuervo, Miki Leal, Javier Buzón, Carmen Laffón o Mauri han pintado el cartel de la Macarena. ¿Sigue en esa labor?
–Sí, hasta que la hermandad decida. Lo importante en este asunto es que te dejen absoluta libertad, como hizo conmigo Manolo García cuando era hermano mayor. También fue muy importante el empuje del fotógrafo Emilio Sáenz, que fue el que propuso que rompiésemos el hielo con Carmen Laffón. Fue una forma suave de empezar, pero fuimos apretando las tuercas y el actual hermano mayor ha continuado apostando.
–No ha debido ser fácil.
–El mundo de las hermandades adolece de perfiles con un mínimo nivel intelectual para proponer cambios consustanciales en el ámbito estético, algo que vaya más allá de un cartel. Muchos sólo se miran el ombligo y están más pendientes de su promoción social que de otra cosa. De nada me sirve que ahora el Consejo haya apostado por Manolo Cuervo cuando ya lo han hecho la Macarena o la Hiniesta. ¿Por qué no se tiran a torear con autores que todavía no se han estrenado? Temen que esa ciudad carente de formación los crucifique. A mí me da igual que me cruja una panda de aburridos en una tasca con un papelón de pescado frito. Me da igual lo que opinen o lo que viertan en las redes, hoy convertidas en auténticos estercoleros. Esa ciudad no me interesa y no aporta nada, aunque dicen que manda. Son cuatro puleherencias, prohombres con la tarde libre y la lengua afilada que, lo que es peor, están apoyados por algún cronista de la ciudad.
–¿Sevilla no tiene un proyecto?
–Desde Monteseirín no hay un proyecto de ciudad. Alfredo tenía claro lo que quería hacer con Sevilla: peatonalización, carril bici, grandes proyectos arquitectónicos… Después todo ha sido inercia.
–Volviendo un momento a los carteles. Es evidente que muchos de estos tienen una gran calidad artística, pero no quizás devocional.
–Pero es que un cartel no está para despertar la devoción, como un boletín de una hermandad no está para catequizar. Un cartel está para anunciar y un boletín para informar. Lo que debe hacer un cartel es mover y conmover.
–Siempre han existido artistas que han sabido conjugar la tradición de la ciudad con la modernidad en Sevilla. Estoy pensando en Juan Miguel Sánchez.
–Y, un poco antes, su maestro, Daniel Vázquez Díaz. Llegó de París a Andalucía con el cubismo debajo del brazo y tuvo que pensar: “¿Qué hago ahora, me dedico a pintar cazadores y gente del campo como Eugenio Hermoso?” Él, junto a Bacarisas, trajo una nueva forma de pintar la realidad. Ahí están los frescos de la Rábida, que es lo mismo que hizo Juan Miguel, salvando las distancias, en la Parroquia de Santa Teresa, o en el coro de San Luis de los Franceses, con La apoteosis de la Eucaristía, de 1949, que es una obra muy desconocida para la mayoría de los ciudadanos.
–¿Y su pintura? ¿Qué influencias reconoce?
–Zóbel, Joaquín Sáenz, Carmen Laffón… la búsqueda de un estilo propio es algo siempre muy complejo. Yo siempre he sido un pintor eminentemente figurativo y muy influenciado por el paisaje de la ribera del Guadalquivir visto desde el Aljarafe. Para mí es el resumen del mundo. Me gusta jugar con la lejanía y la cercanía simultáneamente, captar esa inmensidad del río, la de la curva de Coria… En un artículo, Paco Robles dijo que mi pintura era como Ocnos, libro en el que siempre está presente la ciudad pero nunca aparece nombrada como tal.
–Seguramente, su obra más vista es la escultura de la Diana Cazadora, en el Muelle de Nueva York, inspirada en la que remataba la desaparecida ‘Giralda de Nueva York’. Una escultura que ha sido en general muy bien acogida, algo que no se puede decir de muchos monumentos urbanos.
–Se lo propuse a Zoido y dio el visto bueno al proyecto. Después la metió en una nave. El reto era hacerla de tres metros con un pedestal de otros tantos. Yo no había modelado en mi vida una figura tan grande. La hice en una nave de Valencina. Un auténtico desafío técnico. Fue cuando comprendí por qué se le cayó a Leonardo su escultura de Ludovico el Moro a caballo. Eran mil y pico kilos de barro, con cambios muy bruscos de temperatura y a medida que la iba modelando había que ir sacando los moldes. Aprendí mucho.
–Estuvo mucho tiempo almacenada.
–Siete años. Hasta le robaron la cabeza. Ese tiempo me permitió pensar mejor la ubicación. La arropé un poco más al muro y la levanté para que se viese desde el Paseo de las Delicias. Quería que la base fuese de pórfido del Trentino, pero no había presupuesto y hubo que hacerla de acero corten. Muchos dicen que la Diana apunta hacia Nueva York, lo cual no es cierto. Lo hace hacia donde entran y salen los barcos.
–Por desgracia la gran mayoría de las esculturas urbanas que se han colocado en Sevilla en los últimos años no han sido muy afortunadas.
–Y eso que se han quedado algunas sin colocar, como la dedicada a don Diodoro Canorea, que la había pagado José Luis, el de El Serranito, para colocarla junto a la de Curro Romero. Tampoco el monumento al costalero. Ahora hay que estar muy pendiente dónde van a colocar la escultura de El Pali…
–La ciudad de los muñecos....
–De la estatuaria pública sevillana se salvan muy pocas cosas. Me gustan mucho las estatuas de Susillo –Daóiz, Velázquez...–; el monumento a Las Casas, de Emilio García Ortiz; toda la obra de Antonio Cano Correa y Carmen Jiménez, como el monumento a Elcano, con esa columna que emula a las triunfales de Roma…
–¿Qué gran pérdida estamos sufriendo actualmente en Sevilla?
–La peor de todas es la del adoquín de Gerena. Es un granito geológicamente muy arcaico y con una diversidad cromática impresionante. El de Quintana, mucho más moderno, es monocromático, cuando llueve parece una mancha de alquitrán. ¿Dónde están los adoquines que se están retirando? Muchos de ellos van a parar a los contratistas que están haciendo las reformas de las grandes haciendas de Sevilla y de Córdoba. ¿Y dónde están los pequeños adoquines rojos que estaban en la Plaza del Pan? Era de granodiorita, más duro incluso que el granito. Parecían pórfido rojo de la época de los emperadores.
–Ahora hay muchas críticas por los adefesios que están sustituyendo a los chalets regionalistas.
–El gran problema es que lo nuevo que construyen no es mejor que lo anterior. Pero hay que apostar en lo posible por la buena arquitectura contemporánea. Tenga en cuenta que el mayor adefesio que hay en Sevilla es la Catedral, lo que pasa es que han pasado 500 años y ya está completamente integrada. Pero si se fija nada tiene que ver el Sagrario con la Cilla del Cabildo que hace esquina con el magnolio, ni con las Salas Capitulares, ni con la Capilla Real… ¿Habrá mayor adefesio que un alminar almohade con un remate renacentista? Hoy en día construir eso sería imposible. A mí me encantaría que se hiciese en la Catedral una intervención contemporánea potente, como la de Barceló en la Catedral de Palma. Lo que no podemos hacer es como en la ermita del Rocío, un retablo neobarroco. ¿Es eso ser fiel a tu tiempo? ¿Qué legado le vamos a dejar a las generaciones venideras?
–Usted ha sido un defensor de la Torre Pelli.
–Hubo muchas propuestas de derribar la Plaza de España después del 29. Ciertas voces decían que cómo sus torres iban a rivalizar con la Giralda. Con la Pelli pasó igual. Decíamos que rompía el skyline de Sevilla, pero mi sobrino ya está completamente acostumbrado. Para las nuevas generaciones la torre ya está integrada.
–¿Y la gestión cultural?
–A mí me gustaría que la consejería de Cultura estuviese en manos de alguien como Aguirre, el consejero de Sanidad, alguien con personalidad y capacidad de decisión.
–¿No le gusta Patricia del Pozo?
–Ahí el que manda es Javier Arenas. La cultura en Andalucía no puede ser sólo flamenco y arte sacro.
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