“La gastronomía sevillana ha perdido el río”
Juan Clemente Rodríguez | Profesor Titular de Historia del Arte de la Hispalense
Su libro ‘El universal convite. Arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento’ ha sido una de las grandes novedades del pasado curso y despertó gran interés entre los especialistas internacionales
Sevillano de Huelva y onubense de Sevilla, como tantos, Juan Clemente Rodríguez Estévez nació en Villablanca, un pueblo cerca de la frontera con Portugal, en 1968. Tras realizar el BUP en Huelva, se licenció en Historia del Arte por la Universidad de Sevilla, donde actualmente es profesor titular. Tituló su tesis doctoral como ‘Los canteros de la Catedral. Organización y trabajo de los canteros de la Catedral de Sevilla en la primera mitad del siglo XVI’, un estudio en el que ya dejaba claro que el templo metropolitano iba a centrar su labor investigadora. Por este trabajo consiguió el Premio Extraordinario de Doctorado del curso 1995-1996. También ha sido merecedor de los galardones Archivo Hispalense y el Sánchez Esteve de Fomento de la Arquitectura, entre otros. Este curso saltó a los titulares de los periódicos por la publicación en Cátedra de ‘El universal convite. Arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento’, en el que investiga los relieves del arco de la sacristía mayor de la Catedral de Sevilla, fascinante obra en la que se representa un fabuloso mundo gastronómico que va desde el austero cardo al lujoso pavo real.
–Su libro ‘El universal convite. Arte y alimentación en la Sevilla del Renacimiento’ (Cátedra) ha levantado un gran interés, incluso más allá de nuestras fronteras. ¿Sorprendido?
–Un poco sí, porque nunca había vivido algo así fuera de Sevilla. Mi libro El alminar de Isbiliya. La Giralda en sus orígenes (1184-1198), que editó el Ayuntamiento, se agotó inmediatamente, pero estamos hablando de un mercado local. Yo era consciente de que El universal convite podía despertar interés, porque existe una comunidad interesada por estos asuntos, pero, la verdad, no esperaba tanta expectación.
–En el libro analiza de una manera muy amplia los 68 casetones con motivos gastronómicos del arco de la sacristía mayor de la Catedral de Sevilla. ¿Porqué ese despliegue de mundanidad en un lugar sagrado?
–Esa pregunta fue el motor de la investigación. De estudiante había quedado muy impactado con la contemplación de esa obra y quedó la inquietud de investigarla algún día. A medida que iba pasando el tiempo era consciente de que estaba ante algo insólito. No es extraño en la ornamentación bajomedieval y renacentista que aparezcan frutos como una expresión de la abundancia, de la gracia divina, de la generosidad y bondad de la naturaleza... pero algo con una connotación estrictamente gastronómica en un lugar así es algo único. Pronto me di cuenta de que me encontraba ante la puerta de un mundo que estaba por rescatar. Es evidente que ese arco situado en la sacristía, que sale al paso de los oficiantes cuando van al altar mayor para oficiar la misa, tiene un sentido religioso. Lo que pasa es que las personas que lo encargaron, unos canónigos muy especiales con una sensibilidad muy cercana al humanismo, hicieron que lo que podría haberse limitado a algo alegórico tuviese la capacidad de abrirse a la realidad, que fuese fiel reflejo del mundo en el que estaban viviendo.
–Todos conocemos la relación de ciertos alimentos con el cristianismo (el pan, el vino, el cordero, los peces...), pero este gran banquete que nos plantea el arco de la sacristía mayor va mucho más allá.
–Es que en ese momento, en 1533, estaban pasando cosas extraordinarias. El único documento que cita expresamente esta puerta es uno en el que se dice que se van a reunir una serie de canónigos con el maestro mayor para decidir dónde y cómo hay que hacerla. Entre esos canónigos hay gente muy interesante y especial, como Baltasar del Río, obispo de Scala, hijo de quemado por la Inquisición.
–Gente con un nuevo espíritu, me imagino.
–En general, estas personas tenían bibliotecas con libros como la Historia Natural de Plinio o el Columela, que demostraban que les interesaba la naturaleza. Además, tenían lazos muy estrechos con los círculos científicos de la ciudad. Por ejemplo, Baltasar del Río, que es el personaje más importante, era muy amigo de Hernando Colón y del que fue cronista del emperador, Pedro Mejía, que vio salir y llegar la expedición de Magallanes-Elcano. Precisamente, Pedro Mejía –del que Pacheco, en sus Retratos de ilustres y memorables varones dice que recibía recomendaciones de libros de Baltasar del Río– dedica dos de sus Diálogos al Convite. Una serie de personas quedan en la Catedral para comer y se describe la comida en un sentido erasmista. Es decir, no como algo que hay que sobrellevar, como un goce que forma parte de las debilidades del hombre, sino como algo digno que debe ser compatible con la práctica de la fe y el cultivo de la virtud. Es otra visión del mundo que está penetrando en los ámbitos intelectuales a los que pertenecían estos canónigos. También hay que tener muy en cuenta que el descubrimiento de América hace de Sevilla la capital de donde salen expediciones que están estudiando una nueva naturaleza.
–Los casetones de los que hablamos sorprenden por su naturalismo.
–Todos los platos están hechos de una pieza a escala 1x1, esculpidos en una piedra caliza de Morón de la Frontera, que es con la que está hecha toda la escultura de la Sacristía Mayor y que era bastante cara. La mayor parte de la catedral gótica se construyó con una calcarenita que viene de la Sierra de San Cristóbal, en el Puerto de Santa María. Era un material muy poroso que se areniza y no sirve para esculpir, por eso las portadas de la Catedral gótica tienen las esculturas de barro. Pero para hacer la sacristía, en la que la escultura es muy importante, Diego de Riaño se decidió por esta piedra de Morón, cuyo transporte, al ser por tierra, era el doble de caro.
–¿Qué tipo de gastronomía reflejan estos relieves?
–Tiene un carácter muy amplio. No se puede decir que refleje una gastronomía elitista. De hecho vemos algunos platos de una gran austeridad, que se ven reflejados, ochenta años más tarde, en los bodegones de Sánchez Cotán: el cardo, la lechuga... esas verduras sencillas que luego se relacionarán en el bodegón barroco con lo ascético. Pero también hay productos de un gran banquete, como un pavo real, ave que presidía los ágapes medievales debido a su belleza. Básicamente nos encontramos con una cocina mediterránea, lo que evidencia que estos platos no están reproduciendo láminas, sino la realidad directa. También vemos ciertas novedades de su tiempo, como por ejemplo una gallina de Guinea...
–Suena bien.
–Formaba parte de los bocados exquisitos de la antigua Roma, pero desapareció con la caída del Imperio. Sin embargo, en el siglo XV los portugueses la reintrodujeron en Europa cuando se internaron en África y la reencontraron. Otra curiosidad son los pimientos, un alimento recién llegado de América. Es la primera vez, que yo sepa, que se representa un pimiento en Europa.
–En esos momentos ha pasado muy poco tiempo del descubrimiento de América.
–Por eso sólo aparece el pimiento. Una cosa es que Nicolás de Monardes esté dando noticias de todos los productos que vienen de América y otra es que estos estén llegando a las cocinas. Para eso hace falta tiempo. El tomate, por ejemplo, se trajo como una curiosidad. Fue una planta decorativa, incluso había gente que defendía que no sentaba bien a la salud. De hecho, penetró antes en la gastronomía italiana que en la española.
–El libro es mucho más que un ensayo sobre iconografía, las obras están analizadas de una manera, como se dice hoy, multidisciplinar: botánica, gastronomía, zoología...
–Invertí muchos años en este estudio y pronto me di cuenta de que debía aprender lo máximo posible de muchas materias. He contado con el asesoramiento de muy buenos especialistas, como Benito Valdés, entre muchos otros.
–Un gran botánico.
–Es un sabio. Fue el que me confirmó, cuando analizó el casetón de los melocotones, que en estas esculturas había una auténtica actitud científica, comprometida con la realidad. Esos melocotones no podían estar copiados de un dibujo, sino de un original. Más allá del sentido simbólico de esas frutas, sus autores habían decidido refocilarse en la naturaleza, que pasase la vida por allí...
–Estamos ante un auténtico espíritu renacentista.
–Exactamente.
–¿Cuál es el plato más exótico que se representa?
–Además de la gallina de Guinea y del pavo real, de los que ya hemos hablado, los platos más elaborados son los pescados y, sobre todo, las carnes. Fíjese, la Catedral poseía una carnicería propia, porque al igual que la Inquisición, tenía derecho a una parte del ganado que estaba en Tablada. Los canónigos eran los primeros en poder comprarla y, si sobraba, podían hacerlo los párrocos. Hasta el siglo XVIII, el Ayuntamiento controlaba la venta de la carne en régimen de monopolio, pero había pequeñas excepciones como esta.
–¿Y dónde se ubicaba esa carnicería?
–Podría estar cerca del Colegio de San Miguel. De allí pudieron salir las piezas que sirvieron de modelo para los escultores del arco de la Sacristía Mayor . En cualquier caso, este alimento está muy bien reflejado.
–¿Y el pescado?
–También bien, aunque no con el mismo nivel que la carne. Aparecen platos como las almejas o las ostras, que se caracterizan de un modo brillante. También barbos, pescado de río menos apreciado
–Pescado sevillano.
–El barbo es muy interesante, porque nos recuerda que la gastronomía sevillana ha perdido el río. Sevilla se abastecía de las pescaderías del Golfo de Cádiz, pero también del Guadalquivir, cuya explotación, y la gastronomía que llevaba asociada, se ha perdido para siempre. El pescado marcaba mucho la gastronomía de la época, porque un tercio de los días del año no se podía comer carne. La pieza central del arco tiene dos platos: uno con pan y, debajo, otro con peces que, precisamente, son barbos. También aparece la lubina.
–Mejor calidad que el barbo.
–Aparece acompañada de cítricos. Como no se pueden tallar los condimentos, estos aparecen directamente. Sobre todo el limón y la naranja amarga, que lubrican y equilibran unos platos saturados con especies. Esa presencia tan importante de los cítricos en la gastronomía empezó a venir a menos cuando, en el siglo XVI, comenzó, sobre todo en el mundo francés, a ponerse en valor el producto desprovisto de tantos condimentos.
–La naranja agria, que fue tan importante en la gastronomía mozárabe, hoy apenas se usa en la cocina común.
–Precisamente en los años en los que se está construyendo el arco es cuando se está introduciendo en Sevilla la naranja dulce.
–¿Antes no había?
–No, en Sevilla no se comió naranja dulce antes del Renacimiento. El cítrico por excelencia del Mediterráneo antiguo era el cidro, que para los judíos es un producto sagrado. Gracias al Islam se introdujo de oriente el limón, la lima y la naranja amarga. Pero la dulce, que viene de China, no se generalizó en Europa hasta que los portugueses no llegaron al Índico. Por eso, incluso los árabes llaman a la naranja dulce la portuguesa.
–Hablemos de los platos inquietantes. Aparece una ardilla.
–Hay varios platos inquietantes. El de la ardilla llama la atención. Está sobre un lecho de avellanas y desollada. Le dejaron la cola para que no hubiese dudas. La imagen de una ardilla mordiendo una avellana se repite mucho en la historia del Arte. Por ejemplo, en el marco de las puertas de bronce del baptisterio de la Catedral de Florencia, de Lorenzo Ghiberti, pero la de la Catedral de Sevilla está desollada y en un plato. Yo no he encontrado testimonio de su ingesta en la España del siglo XVI, pero es verdad que, en su Fisiología del gusto, Brillat-Savarin dice que en un viaje a EEUU comió ardilla. Y todavía hoy se caza en esta zona.
–Dígame mas platos extraños.
–Hay algunos con animales vivos, lo que es todo un reto para un escultor. Aparecen unos pájaros picoteando unas cerezas. También unas berenjenas con una babosa encima. Esta verdura se ha vinculado tradicionalmente a los mudéjares y, sobre todo, a los judíos.
–¿Alguno más?
–Una serpiente mordiendo un limón. En un tratado sobre la materia, Monardes dice que el cítrico es un antídoto contra el veneno de la serpiente, lo cual explicaría por qué en muchas representaciones de la Sagrada Cena aparecen estos frutos encima de la mesa. Pero aquí la serpiente muerde el limón, no es repelida, y eso me hace pensar que probablemente es una alusión a la fruta prohibida. En ciertos contextos, el limón aparece vinculado a la fruta prohibida, no la manzana. Por ejemplo, la Eva del famoso políptico de Gante de Van Eyck lleva uno en la mano.
–Lo curioso es que desconocemos los autores de estas maravillas.
–Sabemos quién es el arquitecto responsable de la obra, Diego de Riaño. Sabemos también que los marcos de los casetones los hacen seis o siete personas, y que la realización de las esculturas corresponde, al menos, a dos manos. En el libro aludo a una serie de candidatos. Faltando dos meses para entregar el libro encontré la lista con los nombres de los que estaban trabajando en el taller de escultura de la Sacristía Mayor en 1535. Discriminar no es fácil. Ahora vamos a trabajar en el asunto varios investigadores.
–Es curioso que los platos están preparados para ser cocinados, aunque todavía no han sido pasados por el fuego.
–Esa cuestión es fundamental, y probablemente tenga una connotación religiosa. En una exposición sobre el antiguo Egipto vi unos patos de alabastro muy parecidos a los que aparecen en la Sacristía Mayor. Estaban en una tumba y el autor del catálogo afirmaba que cuando se acababan los alimentos de verdad en el enterramiento se recurrían a estos alimentos simbólicos, que aparecían listos para cocinar... “esperando a que llegue el momento”. Son cosas que sólo podemos conocer por aproximación.
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