“El amor pasa, el ajo permanece”
Ignacio Romero de Solís | Escritor
Sevillano afincado en Cádiz, el autor de la trilogía ‘Palmagallarda’ publica ahora ‘La olla española’, un recorrido por las opiniones de los viajeros foráneos sobre la cocina y el paisaje hispanos

Podríamos hablar de muchos Ignacios Romero de Solís: el joven comunista que fue sometido a un consejo de guerra, el agudo periodista que ayudó a la construcción de la democracia, el novelista que retrató el canto del cisne de la aristocracia bajoandaluza en su trilogía ‘Palmagallarda’..., pero hoy toca el más luminoso y generoso, el fino escritor gastronómico que muestra su ancha sonrisa cuando el camarero de Casa Lazo le dice que sí, que tiene esos calamares fritos que él, tan aficionado a los superlativos, califica de maravillosos. Ignacio Romero de Solís, sevillano que desde hace años se retiró a Cádiz, vuelve a las librerías con ‘La olla española. Paisaje y cocina en la literatura de los viajeros foráneos (1670-1970)’ (Athenaica), un monumental ensayo en el que ‘Ventura Comino’ (tal era su seudónimo como crítico gastronómico) enseña cual pavo real todas sus virtudes como escritor: un profundo conocimiento de lo tratado y una fina y humana ironía que tiene más de amor que de guasa. Mérimée, Richard Ford, Washington Irving, Gerald Brenan, Gautier o Dumas, entre muchos otros, pasan por estas casi 400 páginas volcando en ellas todos sus prejuicios y admiraciones hacia las viandas, las cocinas, los campos y las ciudades de España, este país nuestro bronco, generoso y complicado que Ignacio Romero de Solís estima como nadie. ‘La olla española’ se presentará este martes en la sede del centro del Real Círculo de Labradores, a las 20 horas.
Pregunta.–Un libro sobre el paisaje y la cocina española cuyo origen está en la ciudad inglesa de Bath.
–Viví allí cuatro años. Me fui de Sevilla herido de muerte por una ruptura amorosa. Los amores apasionados son imposibles. Los únicos que funcionan son los razonables, entre personas con educaciones parecidas. En Bath me encontré con librerías de viejo que vendían muchos libros de oficiales británicos que habían estado en España con Wellington, durante lo que ellos llaman la Peninsular War. Eran tomos baratos, muy bonitos y bien encuadernados, pero su opinión sobre España no solía ser muy favorable, aunque no tan mala como se suele decir. A partir de ahí empecé a leer y tomar notas de la literatura de los viajeros foráneos por España.
P.–Aunque con matizaciones, es cierto que no nos ponen muy bien.
–De hecho, el español culto abominó de estos libros. Hubo una reacción patriotera. No se aceptaron las críticas y había un complejo de superioridad, cuando la realidad era que España se había convertido en una ruina. Solo al final del XIX y principios del XX, Azorín y Azaña recuperaron a personajes como Borrow o Ford. Incluso así, hasta finales del siglo XX no se traducen al español la gran mayoría de estos libros, pero sí a muchos otros idiomas europeos.
P.–Para ser justos, también hay opiniones positivas.
–En el fondo de todos ellos había una gran admiración por el pueblo español, porque era el más igualitario de todos los europeos. Un grande de España no tenía ningún problema en tomar una copa con un arriero o darle lumbre a un mendigo. A los viajeros les sorprende mucho la dignidad y libertad de los españoles a la hora de conducirse y expresarse. Frente al portugués educado y sumiso, destacan la altivez, la rebeldía, el orgullo del español.
P.–El igualitarismo lo observan también en esas ollas y platos al centro de donde comían varias personas en las ventas y posadas. Hay quienes hoy reniegan de esa costumbre.
–El plato al centro es una costumbre muy española y une mucho. Tomás Fernández de Córdoba, cuando montó un restaurante en el Puerto, lo llamó precisamente Plato al centro. A Brenan le entusiasmó esa muestra de elegancia, camaradería e igualitarismo.
P.–No puedo dejar de pensar que este libro es su particular homenaje a España, ese país que tan bien conoce.
–Este libro es un canto a España. Intento darle la vuela a los testimonios negativos sobre ella.
Este libro es un canto a España. Intento darle la vuelta a los testimonios negativos sobre ella
P.–Un país con tradicionales problemas de integración, como observan algunos.
–A España se le veía desde fuera como una rocosa barbacana, pero ya desde dentro como una agregación de pueblos que no estaban dispuestos a unificarse.
P.–Sin embargo, prácticamente todos coinciden en que había un plato que unificaba a los españoles de aquel tiempo, “desde Irún a Cádiz”: el puchero, olla o cocido.
–Les llama mucho la atención los garbanzos, que no se tomaban en ninguna otra parte. Alguno de ellos dijo que el garbanzo “aspira a ser guisante y lo consigue”. Una viajera muy fina, sin embargo, afirma que “es del tamaño de una avellana”. El cocido se tomaba todos los días, como yo llegué a hacer en mi niñez.
P.–De los muchos viajeros de los que habla en el libro, dice que es Richard Ford el que mejor comprendió España.
–Sin duda, pero fue muy odiado aquí. El hispano-británico Tom Burns Marañón, nieto de Gregorio Marañón, lo detesta. Dice que es un elitista que desprecia a España. Sin embargo, creo que es el que mejor conoció el país con gran diferencia. No en vano vivió aquí varios años y recorrió el país a caballo. Antes de venir a España se había leído todo lo que se había publicado sobre ella. Además, escribe muy bien, es muy fino. Pero era un forofo de Wellington y oculta cosas miserables de él, como la destrucción de esa maravilla que es el puente romano de Alcántara.
P.–La Guerra de la Independencia fue desastrosa para España.
–Entre ingleses y franceses destruyeron todo lo que pudieron: carreteras, fuertes, puentes, fábricas, cultivos... Es la mayor catástrofe que hemos vivido.
P.–Dicen que más que la Guerra Civil.
–Sí, además la de la Independencia también fue una guerra civil. La flor y nata de la administración española apoyó al bando josefino, porque era más eficaz.
P.–Bajemos de nuevo a la gastronomía. En estos autores se observa que hay una verdadera leyenda negra sobre la cocina española. No se sabe muy bien si repiten tópicos o se debe a la experiencia directa.
–Las dos cosas. En parte esta leyenda negra responde a la verdad. La cocina española era muy pobre y se caracterizaba por componentes muy abrasivos, como el ajo y el pimentón. El azafrán y el aceite español también les repugnaba.
A Brenan le entusiasmó esa muestra de elegancia, camaradería e igualitarismo que es el plato al centro
P.–Por rancio. Ese problema lo tuvo el aceite español hasta hace muy poco. Sin embargo, hoy es una auténtica maravilla gracias a ese gran invento que es el extra virgen (AOVE, horrorosa palabra con la que lo denominan ahora).
–En los últimos treinta años el aceite español ha cambiado por completo. Además se ha empezado a diferenciar a los distintos aceites según la aceituna con la que está hecho. A mí el que más me gusta es el picual, porque pica un poco y es amargo. El hojiblanca, que es el otro gran aceite, es más fino y neutro. El de arbequina, que ahora está de moda y proviene de Aragón y Cataluña –aunque ya se cultiva en otras partes–, también es muy fino. El de empeltre es otro de los buenos aceites españoles. Pero mi abuelo, que era un gran entendido en este asunto, decía que el mejor de todos era el de Mora, en Toledo.
P.–En esta respuesta se nota que uno de sus trabajos fue el de crítico gastronómico. El muy leído, temido y respetado ‘Ventura Comino.’
–Me lo pasaba muy bien. Un artículo mío podía vaciar o llenar un restaurante. Al final hubo una confabulación de los restaurantes de categoría que exigieron al periódico donde escribía que suprimiesen esa columna... Eso pasa por ser independiente.
P.–Hablemos del ajo, esa maravilla que detestaban los viajeros extranjeros. Parecían vampiros. Felipe II decía: ¿para qué queremos especias si tenemos el ajo?
–El ajo es una de las grandes herencias romanas. En Italia, Inglaterra o Francia se usa también, pero aquí lo tomamos en sobreabundancia y en primer plano. En España, que una cosa sepa a ajo gusta mucho. Reconozco que mi desayuno favorito es pan tostado con ajo, aceite y sal, como un legionario romano.
P.–Pero después no se puede besar a las señoras.
–De eso se me quejó una vez una mujer, pero yo no estoy dispuesto a renunciar al ajo.
P.–Incluso por encima del amor.
–El amor pasa, el ajo permanece.
P.–En el libro hay muchas páginas dedicadas al vino. Llama la atención que, por lo general, los viajeros detestan los caldos españoles. Sobre todo por el sabor que les daba el estar envasados en odres de cabra embreados.
–Y tenían toda la razón. Debía ser imposible beberse ese vino. En gran parte esta forma de envasarlo era para facilitar su transporte en caballerías. Eso cambiaría a lo largo del XIX con la llegada del ferrocarril. Aunque no lo he investigado, intuyo que en esta cuestión tuvo que haber alguna influencia de los vinos andaluces de Jerez o Montilla, que no se envasaban en odres, sino en barricas.
P.–Para todos los viajeros el gran vino de España en ese momento, el que más se bebe, es el valdepeñas. En el libro apenas aparecen los riojas y nunca los ribera .
–El vino de la Mancha era ligero y se envasaba en tinajas de barro. Recién sacado y sin pasar por los dichosos odres era exquisito, como observó Dumas. El rioja empezó a ser popular a finales del XIX y el Ribera a finales del XX. El primero intentaba emular al burdeos, aunque en verdad los riojas se parecen más a los Châteauneuf-du-Pape. El vino de Burdeos es un punto y aparte. No hay otro como él. Nuestros vinos más excelsos no le llegan a los pies. Tampoco los de Borgoña. Sin embargo, el vino medio español es superior al francés. Y no digo nada del peleón. Hay vinos peleones españoles excelentes. Custodio López Zamarra, que fue el sumiller de Zalacaín, me recomienda vinos por 4 euros que son maravillosos.
P.–Un vino que alaban muchos estos viajeros es el málaga.
–Estuvo muy de moda en Europa durante el siglo XIX, como el madeira o el oporto. Hay otro vino andaluz que no está lo suficientemente cotizado y es una delicia: el moscatel de Chipiona. Tomado frío es un placer de dioses.
P.–Los vinos dulces no suelen tener buena prensa en España.
–En España gustan los vinos muy secos. Por eso, los syrah, esos vinos que tan de moda están ahora en el mundo y son algo abocados son más bien rechazados en nuestro país.
P.–Y llegamos al vino de Jerez. Uno de los viajeros dice que lo hacían para que recordase al ron y así gustase a los ingleses.
–Y no le falta un punto de razón. Eso se debe al encabezamiento de estos vinos, algo fundamental para que pudiesen viajar sin estropearse. Para mí el top del jerez son el palo cortado, el oloroso seco, y el amontillado. El palo cortado es la sublimación del amontillado y el oloroso.
Richard Ford fue el viajero foráneo que mejor conoció España con gran diferencia
P.–¿Y el fino?
–El fino es un invento del Puerto de Santa María, al igual que la Manzanilla es un invento de Sanlúcar. Los señoritos del Puerto odiaban la manzanilla y los de Sanlúcar el fino. Esa rivalidad se trasladará a Sevilla, que es donde se libra la gran batalla.
P.–Pero el fino, creo recordar, que ni siquiera se menciona en el libro. La que sí sale mucho es la manzanilla.
–Porque era mucho más popular. Sobre la manzanilla hay opiniones muy encontradas. Ford tenía una opinión pésima de este vino. Decía que era de ínfima calidad. Pero era el vino que tomaban los toreros, los cantaores...
P.–Cuando Manuel Machado quiere hacer una declaración de amor a su ciudad dice: “Bebo, por no negar mi tierra de Sevilla,/ media docena de cañas de manzanilla.”
–En Sevilla se bebía mucha manzanilla, los señoritos también. Eso cambia después de la Guerra Civil. Los jerezanos hicieron muchísimo dinero con el coñac, que se usaba para insuflar valor en las tropas. Hicieron unos carteles cerámicos preciosos de La Ina, San Patricio... En el bar Sport de Sevilla, el bar de los señoritos, empezaron a traer fino y a enfriarlo. Eso marcó tendencia, hasta el punto de que beber manzanilla se empezó a considerar algo populachero.
P.–Sin embargo, en mi generación somos decididos partidarios de la manzanilla, sin desmerecer el fino, que no es manco.
–En eso tuvo mucha importancia la sede sevillana de la Universidad Menéndez Pelayo, con personajes como Alberto González Troyano, Santiago Roldán o Perico mi hermano... Bebían manzanilla y la pusieron de moda. Ahora mismo está más cotizada que el fino.
P.–Pero hay muchos que dicen que no hay ninguna diferencia entre los dos vinos.
–Son vinos parecidísimos, pero la manzanilla es más salada y más seca. Una vez en Bath, en un restaurante que entonces era uno de los mejores de Inglaterra, pedí un jerez muy seco. El sumiller me dijo: “entonces le traeré una manzanilla.
P.–Otra de las grandes protagonistas de ‘La olla española’ es el agua. Los españoles bebían mucha agua y les gustaba casi más que el vino.
–Es normal en un país seco. A los viajeros les llamaba mucho la atención la ya desaparecida figura del aguador, que vendía agua por las calles. Otras bebidas muy cercanas al agua que servían de refresco eran el agua de cebada y el agraz, algo delicadísimo: un zumo de uva verde rebajado con agua y, a veces, mezclado con manzanilla, como un antepasado del actual rebujito. Mi padre todavía recordaba que en la calle Sierpes había un puesto de una viejecita que vendía agraz.
El fino es un invento del Puerto de Santa María, al igual que la Manzanilla es un invento de Sanlúcar
P.–Lo que llama la atención es que todos coinciden en la sobriedad de los españoles con el vino. Bebían poco y veían muy mal la ebriedad. Cómo ha cambiado el cuento.
–Sí, como ha cambiado el cuento. Incluso había una ley antigua que decía que si una persona era sorprendida borracha su testimonio ya no valía en un juicio; nunca más, aunque hubiesen pasado veinte años. En general, la sobriedad del español es muy alabada.
P.–También se nos retrata como grandes comedores de pescado.
–Mi suegra, la duquesa de Galliera, decía que en la Guerra Civil, incluso en los momentos más duros, cuando no había de nada, nunca faltó pescado fresco en ninguno de los dos bandos. Y luego está esa maravilla de que Madrid sea el primer puerto de España, donde confluyen todos los puertos. Eso no pasa con ninguna otra capital europea.
P.–Sobre todo destacan la merluza, la sardina, los boquerones y el bacalao.
–La merluza, que aquí es el no va más, en Francia no tiene ninguna consideración. Los guisos de bacalao españoles son exquisitos. Al pil pil o con tomate son auténticas maravillas.
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