Eduardo del Campo | Periodista
“Alfonso Rojo me prestó el dinero para poder seguir en Afganistán”
Eduardo del Campo | Periodista
Llega Eduardo del Campo (Madrid, 1972) a su antigua redacción de Diario de Sevilla y despliega su afabilidad habitual, difícil de encontrar en la canalla periodística. Rubio y melenas, tiene un aire guiri, como salido de un western. Pero, inmediatamente, abre la boca y por ahí sale su acento andaluz, el mismo que ha paseado por los numerosos conflictos y países en los que ha trabajado como periodista freelance: Libia, Afganistán, Mali, Albania, Bosnia, Macedonia, Cachemira, Tíbet, Ruanda, Congo, India, Pakistán, Colombia, Marruecos, Sáhara Occidental, Argelia, Turquía, Irak y Omán... Periodista sin etiquetas y orteguiano, que va de lo local a lo global como por el pasillo de su casa, fue Premio Andalucía de Periodismo por su reportaje ‘La enfermera Montse’ en el que contaba la lucha contra el Covid en primera línea de una sanitaria del Hospital Macarena. Autor de siete libros (ensayo, novela, viaje y poesía), es licenciado en periodismo y doctor en Filología. Como profesor, enseña periodismo en EUSA y, ahora también, en la Facultad de Educación de la Universidad de Sevilla. Su intención es enseñar a los futuros docentes la importancia de los periódicos y la información veraz en la formación de las nuevas generaciones.
Pregunta.–Más de 2.000 historias periodísticas a sus espaldas. No está mal.
–Comencé con 18 años haciendo los guiones de un programa de RNE, Música en el ático, que se emitía en Radio Expo y en la ya desaparecida Radio 4. La directora era María Ángeles Delgado. Son ya 34 años de periodismo, gran parte de estos en la prensa escrita y en la docencia.
P.–¿Y para qué le ha servido todo eso?
–Para conocer a muchísima gente de todo tipo. Es verdad eso que decía García Márquez de que el periodismo es el oficio más bonito del mundo. Te da lo que ningún otro trabajo: un pasaporte con el que puedes abordar a personas con las que no tienes ninguna relación y preguntarles sobre lo más íntimo de sus vidas, entrar hasta la cocina.
P.–¿Alguien en concreto que le haya merecido la pena abordar con ese pasaporte?
–La gente normal y corriente. A mis alumnos les digo que lo importante no es hacer una entrevista, sino quedarte con el contacto e iniciar una relación en el tiempo que te puede ayudar mucho en el trabajo.
P.–Dice que sus campos de trabajo son el global y el local... dos términos aparentemente contradictorios.
–Me considero periodista a secas, sin ninguna etiqueta. Mi tema es el ser humano y sus circunstancias. A partir de ahí entra todo: cultura, internacional, economía, política.... Hoy en día está todo entrelazado y lo local se convierte con facilidad en global y viceversa. Pero he de decir que el más importante, el primer periodismo, es el local.
P.–Hay mucho esnob que lo ningunea.
–Un error. Cada lugar es un reflejo del mundo. A mis estudiantes siempre les digo que, si quieren aprender bien el oficio, hagan las prácticas en un periódico local. Es la manera de hacer todo tipo de temas y estar en contacto con la gente. Incluso las amenazas se reciben en persona, por la calle. Yo hice reportajes sobre los talibanes y sabía perfectamente que nadie me iba a llamar por teléfono ni me iba a ir a buscar a mi casa. Pero en el periodismo local te expones. Eso sí, siempre hay que tener la vista puesta en el mundo, sin mirarnos el ombligo.
Me considero periodista a secas, sin etiquetas. Mi tema es el ser humano y sus circunstancias
P.–Entre las muchas cosas que ha hecho, destaca el reporterismo de guerra. Una de sus primeras veces fue como enviado especial de Diario de Sevilla, ¿no?
–Yo ya había escrito sobre el conflicto en Colombia gracias a una beca Intercampus que me dieron cuando estaba acabando la carrera. Después empecé a trabajar como freelance y vendí reportajes sobre Afganistán, Albania, Ruanda, el Congo. Lo publiqué en El País y El Mundo. En un momento dado me fui a Nueva York, donde enseñé periodismo en español en el Bronx, en la Universidad Pública de NY. Estando allí fue cuando me llamó Juan Luis Pavón para formar parte del equipo de Diario de Sevilla, un proyecto nuevo y moderno que me sedujo. Al mes de arrancar el periódico comenzó la Guerra de Kosovo y el director, Manuel Jesús Florencio, me preguntó que cuánto costaría ir a Kosovo. Se lo puse muy barato para que me mandasen. Estaba muy acostumbrado a ser muy austero, a gastar menos que un mechero. Estuve en la frontera de Kosovo con Macedonia. Y luego en Albania. Fue de las primeras veces, si no la primera, que un medio local español enviaba a un corresponsal a un conflicto. Un hito para aquella época.
P.–El fallecido Gistau hablaba muy mal de su experiencia como corresponsal de guerra. Hablaba de una absoluta falta de compañerismo entre los periodistas.
–Te puedes encontrar de todo. Personas que son muy individualistas, pero también otras con las que trabas una gran amistad. Por ejemplo, el fotógrafo italiano Riccardo Venturi, que ganó el World Press Photo, al que conocí en Afganistán, es un gran amigo mío y vino a Sevilla para hacer las fotos de mi boda. Una vez, estando en Afganistán como freelance me quedé sin dinero. Alfonso Rojo, que iba de enviado especial de El Mundo, sacó del cinturón un fajo de dólares y me prestó el dinero para que pudiese seguir allí trabajando. El País se lo devolvió después. Es decir, que hubo una muestra de solidaridad entre dos periódicos muy rivales.
P.–Algunos de los que estuvieron en Afganistán, sobre todo militares, tienen la sensación de que España traicionó a este país al sacar de allí las tropas.
–Es muy complicado. En el momento en que EEUU llegó a un acuerdo con los talibanes y marcó el camino de salida, era imposible quedarse. Desde luego, fue un abandono para los que consideraban que había que mantenerle el pulso a los talibanes.
P.–Fueron muchos años y mucho dinero, pero se consiguió muy poco.
–Cierto, porque no se logró ampliar suficientemente el sector liberal y urbano de los afganos, que existe. A esa minoría hay que seguir ayudándola.
P.–Las noticias que llegan son desoladoras.
–Sigo en contacto con gentes de allí. Pero la paradoja es que sienten cierto alivio porque hay muchos menos atentados. Hay menos muertes físicas, pero sí una muerte civil que afecta no solo a las mujeres, sino también a los hombres. Los países árabes deben aumentar la presión sobre los talibanes. Por esa vía se podría conseguir algo, aunque sea poco.
P.–Pero dígame también una perrería que le hayan hecho los compañeros corresponsales.
–Alguien al que le pides que te deje un fax para enviar una crónica y te dice que no o te exige un dinero exagerado. Pero estos son casos aislados.
P.–Me imagino que en esos conflictos se pasa mucho miedo.
–Cuando más miedo se pasa es antes de ir a un sitio. En ese momento te imaginas todo lo peor. Se magnifican los peligros y eso hace que te paralices, que caigas en la angustia. Pero una vez que tomas la decisión, das el paso y estás sobre el terreno, todo es mucho más fácil, los miedos se racionalizan y empiezas a ver en qué sitios concretos están de verdad. Además, te das cuenta de que la población local te quiere ayudar. El mejor chaleco antibalas es la población. Hay que confiar en las buenas gentes de los sitios. Una vez que te dejas adoptar todo va mejor y más seguro. Eso sí, siempre te puedes llevar un susto muy grande. En Congo, por ejemplo, era normal que te extorsionasen en la frontera los propios militares. Se crean situaciones de máxima tensión que nunca sabes cómo pueden terminar.
A mis estudiantes siempre les digo que, si quieren aprender bien el oficio, hagan las prácticas en un periódico local
P.–Debe ser difícil manejar la tensión.
–Hice un curso sobre ese tema en el que te enseñaban a que, en momentos así, con alguien que claramente puede más que tú, debes permitir, incluso, que te peguen un guantazo, pero en ningún momento puedes permitirte elevar la tensión. Debes hacer lo posible para desescalarla.
P.–¿África subsahariana es el gran agujero negro del mundo?
–África es un continente inmenso, con más de 1.300 millones de habitantes. Tiene un gran potencial: la juventud. Es gente con mucha capacidad y ganas de aprender. Hay muchas noticias positivas, más de las que nos enteramos. Eso sí, todos los problemas que nos llegan son ciertos, aunque la mayoría están concentrados en la zona del Sahel, que además de la desertización ha caído en manos de los yihadistas.
P.–El problema de la inmigración está candente.
–De la inmigración africana tenemos una imagen distorsionada. Creemos que son millones de personas, cuando los datos oficiales nos dicen que son unas decenas de miles. Los negros son una fracción muy pequeña de la inmigración. Sin embargo, la percepción es que son los mayoritarios. Esto se debe a que, por su piel, son los que llaman más la atención. No hay una invasión masiva.
P.–Suele hacer hincapié en la necesidad de que el periodismo esté bien escrito. Usted da clases a futuros periodistas: ¿saben escribir las nuevas generaciones?
–Intento inculcarle a mis alumnos la importancia de escribir bien, porque es una manera de captar la atención del lector, profundizar y ser rigurosos. Soy consciente de que si hoy leyese uno de los textos que escribí con 18 años, probablemente tendrá muchos defectos. Tengo que ser benevolente con los jóvenes. Me he encontrado con textos maravillosamente escritos y otros que, aunque contengan errores, se pueden salvar, cuentan historias, son interesantes. Los estudiantes de hoy leen mucho, aunque no libros, sino principalmente textos en internet.
P.–Las relaciones entre el periodismo y la literatura son antiguas. No me importa decir que algunas de las mejores piezas literarias del siglo XX se han escrito para los periódicos.
–El periodismo es un género de la literatura. Es cierto que no es lo mismo escribir una noticia o un teletipo que una buena crónica, como cualquiera de las de Elena Poniatowska o Juan Goytisolo, que son claramente literatura, porque tienen un afán de trascendencia, rigor en el lenguaje, capacidad poética... Una de mis batallas es introducir el periodismo en los estudios filológicos.
El periodismo es un género de la literatura. Una de mis batallas es introducir el periodismo en los estudios filológicos
P.–Recuerdo una crónica impresionante de Hemingway sobre el Día D. Cero épica. Su lancha está perdida y no encuentra el punto donde debe desembarcar. ¿Cuál es su crónica de referencia?
–He publicado en internet, en abierto, una antología sobre grandes maestros del periodismo desde el siglo XIX hasta los años 40. Dentro de esa antología destaco a bote pronto tres ejemplos: Luis de Oteiza, el director de La Libertad, que fue a la montaña de Melilla a entrevistar a Abd el-Krim poco después del desastre de Annual, la gran tragedia del Ejército Español con más 10.000 soldados degollados. Hay que tener valor. Estaba entrevistando al enemigo número uno de España, algo que hoy en día es delito en muchos países. Es una gran entrevista que, sin ser complaciente con Abd el-Krim, ayuda a comprender sus puntos de vista. Además, colaboró en la liberación de muchos soldados prisioneros. De Magda Donato destaco el reportaje En la cola de los hambrientos. En los años 30 esta periodista se especializó en reportajes de inmersión en cárceles o manicomios de mujeres. En este caso se ponía en las colas de los comedores sociales para ver cómo eran por dentro, escuchando todo lo que se decía. Tiene una gran habilidad para retratar a la gente con compasión, pero mostrando también sus miserias. Más contemporáneo es un reportaje de Alfonso Armada, de cuando estuvo en el Congo con Gervasio Sánchez. Localizó al paciente cero de un brote de ébola y, a partir de ahí, cuenta como se expande. Es magistral. Como decíamos antes, va de lo local a lo global.
P.–Precisamente usted es Premio Andalucía de Periodismo con un reportaje sobre la pandemia del covid: ‘La enfermera Montse’.
–Tras mucho insistir, conseguí que una enfermera de la UCI del Macarena me hablase de lo que había pasado allí. Era una señora que ya tenía edad para no estar en primera línea, pero no quiso abandonar su puesto. La Junta no me dejó entrar en la UCI, pero sí conseguí imágenes y hablar con pacientes y otros sanitarios, incluso introducir una cámara para poder ver lo que hacían. El reportaje retrataba las 2.500 horas que la enfermera llevaba luchando contra el Covid. Es cierto que no logré entrar, pero busqué la manera de contar la verdad. Le insisto en esto mucho a mis alumnos: no te puedes parar al primer obstáculo. Si otros tienen ojos, te los pueden prestar.
P.–Su tesis doctoral en Filología es sobre los textos periodísticos de Juan Goytisolo.
–Mi guerra de estudiante fue la de Yugoslavia. Cuando me encontré con la serie de reportajes de Goytisolo sobre el asedio de Sarajevo, en julio de 1993, me quedé maravillado. Era una serie larga, con textos magníficamente escritos. Lo tomé como ejemplo periodístico y lo empecé a seguir. Hizo otra serie sobre la guerra de Argelia del 94; en el 95 trató el conflicto palestino; en el 96 sobre Chechenia... Empecé a estudiarlo. Goytisolo hizo un gran servicio a la cultura española interesándose por el mundo islámico. Tuvo muchos problemas por esto, como el ser acusado de antisemita. Hizo una serie de televisión maravillosa que se llamaba Alquibla, que constaba de 26 capítulos en dos tandas, y con la que viajó por todo el mundo musulmán. Su regla era de visu e in situ. Ir a los sitios y verlo con tus ojos. Siempre rompía las barreras, siempre quería ir al otro lado.
P.–Últimamente está en el centro de la polémica por la acusación de que consintió los abusos sexuales de una nieta.
–No he leído ese artículo. En la primera entrega de sus memorias, Coto vedado, habla muy crudamente de su infancia. Ahí cuenta cómo fue víctima de abusos sexuales por parte de uno de sus abuelos. Una historia tristísima. Es extraño que alguien que ha pasado eso transija con lo de su nieta. No lo sé, desconozco el problema, tendría que investigarlo.
P.–Usted tiene una novela sobre Sevilla.
–Capital sur, es sobre la crisis que hubo tras la Expo 92.
P.–A mí me cogió de lleno con la carrera recién acabada. No había forma de trabajar.
–Fueron años difíciles.
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