Juan Rodríguez Garat | Almirante (R)
“La Guerra de Ucrania no la va a ganar nadie”
DAMIÁN ÁLVAREZ SALA | Ingeniero de Caminos
Damián Álvarez Sala (Tetuán Marruecos, 1949) contradice el tópico del ingeniero-robot insensible que, en versos de García Calvo, “dibuja los planes/ de la ruta futura, y corre/ recto el lápiz/ y a derecho y a regla/ los borra los árboles”. Muy al contrario, reivindica la observación casi zen y el dibujo del paisaje como un elemento fundamental a la hora de proyectar. Perteneciente a esa casta que estudió en la Escuela de Caminos de Madrid, una de las instituciones básicas en la construcción del estado moderno español, reflexiona sobre su profesión como si fuese una de las bellas artes, con citas a Walter Benjamin, Benet, Fernández de Andrada... Hombre pulcro en su aspecto y verbo, como ingeniero o ya como alto cargo de la Junta (llegó a ser viceconsejero de Obras Públicas, entre muchos otros cargos) ha participado de una u otra forma en algunos de los proyectos más importantes de la ciudad en los últimos tiempos: el levantamiento del tapón de Chapina, la construcción del gran bulevar del Tamarguillo, la ordenación urbana de la Cartuja, el fallido intento de construcción de una autoridad metropolitana en Sevilla y su entorno, etcétera. Perteneciente a la Sevilla heredera de Blanco White, es académico numerario de Ciencias de la Real Academia de Nobles Artes de Antequera.
–Hablemos de Sevilla, de sus infraestructuras.
–La ciudad es un claro ejemplo de cómo se hace habitable un determinado territorio. El lugar que se eligió no puede tener peores condiciones, ya que Sevilla no está junto al río, sino dentro del río, en el lecho. Por eso, hemos tenido que luchar durante siglos para dominar al Guadalquivir. El río y sus afluentes son lo que en lingüística se llama una estructura generativa, condicionan todo el desarrollo de la ciudad y propician formas como la Alameda de Hércules (uno de los primeros grandes paseos de Europa), la ronda del Tamarguillo, los puentes...
–¿Por qué no tuvimos un puente de obra hasta 1852, cuando se inauguró el de Triana?
–Los romanos, que habían hecho los puentes de Córdoba o el Danubio, nunca se atrevieron con el de Sevilla. No sabemos muy bien por qué. Probablemente porque pensaban que las crecidas comprometían un proyecto que tenía que ser por fuerza plurianual. En esta época, el sindicato de barqueros entre Itálica e Hispalis era importantísimo
–Hubo que esperar a los almohades y a su puente de barcas.
–Fue uno de los periodos más florecientes de la Historia de Sevilla. Nada más que duró un siglo, con unos cincuenta años de esplendor en los que se construyeron la muralla, la Torre del Oro, el alminar...
–El que luego se llamaría Giralda.
–Era una obra muy osada, superada solamente por el posterior atrevimiento de Hernán Ruiz de rematarla con el campanario manierista. El gran acierto de la torre (que es muy superior a sus hermanas de Marrakech y Rabat) fue su cimentación, una gran torta de argamasa, y una construcción que hace que el centro de gravedad, por la evolución de los huecos y los llenos, caiga para cerrar, no para abrir. Eso la salvó del Terremoto de 1755.
–Usted fue uno de los responsables del proyecto de remodelación de la Estación de Córdoba para el Mundial 82.
–Sí, junto a Antonio Barrionuevo y Juan Cañadas. Era la entrada ferroviaria de Sevilla, pero estaba en una situación lamentable, era deprimente. Pese a las prisas con que se hizo el proyecto, quedó muy bien y fue premiado, hasta el punto de que llegamos a albergar la esperanza de que la estación continuaría en uso. De hecho, hicimos un proyecto que unía la estación a la apertura del río en Chapina.
–El tapón de Chapina... Ya está olvidado, pero fue parte del paisaje de Sevilla durante mucho tiempo.
–Levantar el tapón de Chapina e incorporar a la ciudad el canal de San Jerónimo y sus orillas ha sido uno de los logros más importantes de Sevilla. Esto se consiguió in extremis, porque había un proyecto muy avanzado para construir, en el lugar donde estaba el Estadio, la estación central de bombeo de aguas residuales. Incluso ya estaban encargadas las bombas. Conseguimos convencer al entonces consejero Jaime Montaner de que aquello iba a comprometer seriamente el futuro de la ciudad y lo paró en apenas tres horas. Desde entonces nos pusimos a trabajar ya en cómo abrir Chapina, que era un pegote pese al maravilloso jardín que había diseñado allí el arquitecto Ángel Díaz.
–Poco después, ya tras el anuncio de la Expo 92, se encarga del proyecto de ordenación general de la Cartuja.
–Había que intervenir en un espacio muy amplio, y nuestra idea desde el principio era que los terrenos que no iban a ser recinto de la Expo también estuviesen integrados, que todo formase una única unidad, que no se fraccionara, y que no perdiéramos el gran valor que tenía este espacio con una dimensión de 400 hectáreas (casi como la misma ciudad). Entonces, ya había muchos intereses que presionaban para concentrar mucha edificación y negocio donde ahora está la Torre Pelli. En Sevilla siempre ha habido un sector minoritario que se ha aprovechado de la obra pública para sus intereses. Fíjese en la zona de la calle Trastamara, todo lo que hay construido en frente de la Estación de Córdoba... eso era la verdadera Plaza de Armas.
–¿Qué decisiones importantes se tomaron en esa línea?
–Una fue ubicar el estadio en el sector norte, para que aquello no quedara abandonado. También que el puente del Alamillo fuese en alto, para evitar que se fraccionase esa continuidad... Todo tenía una lógica de integración. Queríamos dejar algó útil para la ciudad.
–Y con la perspectiva del tiempo, ¿puede decir que han logrado sus objetivos?
–Sólo en parte. El desarrollo de la zona sur [donde su ubica Torre Sevilla] deja mucho que desear a mi juicio. Se perdió una oportunidad de hacer las cosas mejor. También está la barbaridad de cegar el lago de la Expo o la ubicación allí del parque temático de Isla Mágica.
–¿Se contemplaba en vuestro plan un rascacielos en esta zona?
–No. Para nosotros era importante que al abrir el tapón de Chapina se mantuviesen las visiones históricas, como la del Cerro de Santa Brígida –lo único que se parece a un monte en el entorno de Sevilla– desde el eje que va del puente de San Telmo al de Triana. Era lo que veían los barcos cuando llegaban antiguamente al Puerto. Ahora se ve la Torre Pelli. ¿Es importante eso? Hombre...
–También participó en el proyecto del Tamarguillo, junto a Gonzalo Díaz Recasens y Barrionuevo...
–Una vez más, como ocurrió con Chapina, el impulso fue de Barrionuevo. Él fue el que dio la voz de alarma para frenar el proyecto que había de hacer allí una autovía dura, algo parecido a la SE-30. A cambio propuso una vía arbolada, una alameda... Empezó a moverlo en la prensa... Al final fue Urbanismo el que nos llamó para hacer el proyecto completo, desde la vía del tren en el sector sur hasta el Polígono Carretera Amarilla. El proyecto del Tamarguillo pretendía ser el elemento de unión de una serie de barrios que se habían generado de una manera muy rápida (algunos por emergencias como inundaciones) sin un soporte general. Hicimos el anteproyecto completo y el proyecto de ejecución de una parte, la que va de la Avenida de Andalucía hasta el Matadero.
–Aquello quedó un tanto abandonado. Ahora hay un proyecto de rehabilitación.
–Se hizo con muy poco presupuesto. No se nos dio dinero para ejecutar la jardinería y apenas pudimos poner algunos árboles. Sólo controlamos la forma y, sobre todo, logramos que la calzada fuera de hormigón armado en vez de asfalto.
–¿Por qué ese empeño?
-Con las mezclas bituminosas de entonces, el asfalto se derretía cuando hacía calor, generando esas rebabas que luego había que alisar... El hormigón permitía mantener siempre el pavimento al mismo nivel. En el anteproyecto habíamos puesto también un tranvía que fue desechado en el proyecto. Al final, la Ronda del Tamarguillo mejoró mucho lo que había antes, pero no fue ni mucho menos lo que pretendíamos.
–¿Qué pasa con el Metro?
–Eso pregúnteselo a los políticos. Sevilla está en Andalucía, una región con 8,5 millones de habitantes y con una competencia tremenda y absurda entre ciudades que no ha habido ningún político con la suficiente autoridad de controlarla. Ahí tenemos un problema gordísimo. Por contentar a todo el mundo se han hecho líneas de Metro sueltas en varias ciudades, pero Sevilla necesita una red que permita desarrollar toda la potencialidad de un transporte metropolitano. Una sola línea no es un Metro. Ahora dicen que todo esto se va a retomar... Ojalá, vamos a pensar que sí, pero habría que empujar un poco más. Sobre todo, la ciudad no ha encontrado al político capaz de llevar la ciudad al nivel que se merece.
–El 92 fue un momento importante.
–Sevilla ha tenido cuatro renacimientos: el romano, el almohade, el del Asistente Arjona (el 29 es su continuación) y el del 92, pero éste ha quedado inconcluso. Es como si después de la fiesta nos hubiese entrado una pájara. Ha habido algún impulso, como la construcción de la línea 1 de Metro, pero después de la Expo las cosas han quedado a medio hacer. Fíjese en el puerto, no ha habido fuerzas para elaborar un proyecto de dragado compatible con el medio ambiente. Y la ciudad no puede ni debe renunciar al puerto, porque es una de sus estructuras generadoras.
–También trabajó en su día en la construcción de una autoridad metropolitana.
–Elaboramos unas directrices para su desarrollo, pero no se logró. No hubo forma de que los ayuntamientos llegasen a acuerdo político para la constitución de dicha autoridad metropolitana. Todos querían la autonomía plena en asuntos y problemas que no tenían una solución exclusivamente municipal, sino conjunta, metropolitana. Otra vez volvemos a la ausencia de un poder político para imponer la realidad de una ciudad de más de un millón de habitantes. Lo mismo pasa en Andalucía, Sevilla no ha podido o no ha sabido ejercer la capitalidad.
–Hablemos de usted. Su infancia la pasó en Tetuán.
–Hasta los once años. Mi padre era militar y mi abuelo materno empresario teatral y cinematográfico. Fue una época que dejó huella en mí, por la doble condición occidental y oriental de Tetuán, una ciudad maravillosa con una medina que es patrimonio mundial y una arquitectura española que responde a un racionalismo bastante elegante. Vivir en ese doble mundo me condicionó mucho.
–¿Y lo de estudiar para ser Ingeniero de Caminos?
–Me interesaba más la arquitectura, pero creía que nunca iba a ser capaz de dibujar. Después, sin embargo, he dibujado muchísimo. Además, me apetecía salir de Sevilla. La dureza de la carrera, a veces de una forma absurda, la hacía especialmente antipática, pero en el conjunto de profesores había personajes de un nivel extraordinario: Jiménez Salas, Fernández Casado, Fernández Ordóñez... En España había una sola Escuela, en Madrid, y todo el talento se concentraba allí.
–Juan Benet, además de escritor, era ingeniero de caminos.
–Y un gran ingeniero de caminos. Defendía la profesión a capa y espada, y eso que tenía amigos que eran ideológicamente lo contrario.
–¿Ideológicamente? ¿Tiene la ingeniería ideología?
–No, pero sí podemos decir que la carrera de ingeniero de caminos nace impulsada por personalidades muy liberales y progresistas del siglo XIX español, que fueron enviados por el Rey a París para copiar el Gabinete de Máquinas que se estaba creando en la capital francesa. De hecho, la Escuela llegó a estar cerrada por progresista.
–¿Por qué un puente romano siempre nos parece hermoso y uno moderno no?
–El gusto es una materia muy compleja. Por una parte se alimenta de lo antiguo y, por otra, se proyecta hacia lo moderno. Walter Benjamin decía que lo moderno siempre mira a la protohistoria. Se refería a lo verdaderamente moderno, no a lo simplemente novedoso. El gusto de todos nosotros se hunde en la protohistoria, en el puente romano o, más anteriormente, en dólmenes como los de Antequera. Ya nos hemos acostumbrado a esas formas, que en el caso de la cultura romana estaban fundamentadas en el pragmatismo, la racionalidad, la durabilidad... Muchas veces no nos placen los puentes modernos porque desconocemos lo que proponen sus ingenieros hasta que pasa un tiempo.
–Pero se suele acusar a los ingenieros de un cierto desdén hacia el paisaje.
–En la actualidad hay proyectos que se pueden hacer sin salir de una habitación pero, cuando se creó la Escuela de Caminos, a los ingenieros se les enseñaba a observar y dibujar el paisaje, porque da información esencial para un buen proyecto.
–También debe ser importante el gusto del ingeniero.
–Sí. El problema es que, antes, el gusto estaba alimentado por una formación más humanística durante la carrera, algo que se ha ido perdiendo. Ildefonso Cerdá, el gran ingeniero de la ciudad de Barcelona –el proyecto urbano más importante que se ha hecho en España en los dos últimos siglos– se había formado con un plan de estudios en el que diariamente se daban dos horas de dibujo del paisaje. El paisaje te puede advertir de muchos riesgos.
–¿Algún ejemplo?
–Muchos tramos de carretera que se deterioran por no haber observado bien el paisaje. Por ejemplo, la salida de Sevilla de la Autovía de la Plata, la que va a Extremadura, permanentemente en obras debido a que está construida sobre arcillas expansivas. Muy probablemente lo sabían, pero dominar eso requiere una inversión mucho mayor de la que políticamente se quiso hacer en esos momentos.
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