Antonio R. de la Borbolla | Presidente de la Asociación Nacional de Soldados Españoles
“El soldado español se hace querer en todas partes”
josé luis mauri rivero. Pintor
A los caballeros y a los artistas se les reconoce desde lejos. José Luis Mauri Rivero (Sevilla, 1931) es ambas cosas. Hombre de una amabilidad exquisita y alejado del tópico del creador envanecido, nos recibe en su piso-estudio de Los Remedios, donde vive rodeado de sus recuerdos (entre ellos un puro y un pañuelo de Alfonso XIII), sus cuadros más queridos y las obras de muchos de los alumnos que tuvo en la Facultad de Bellas Artes. Miembro de una generación de pintores sevillanos que hicieron historia, su estilo se mueve entre el impresionismo y el naif. Es pintor de sombrero y caballete, de esos a los que les gusta “pisar la tierra”. Cuenta que nació con el labio leporino y su padre lo montó en un coche para llevarlo a una clínica de París. Antes, recibió el abrazo de Sor Ángela de la Cruz. La fe y la ciencia le salvaron la vida. Después vendría la pintura, la amistad con Carmen Laffón, el viaje en vespa a Italia, los dilatados atardeceres de Conil... Como él reconoce, todo lo suyo ha sido “una especie de milagro”.
–Me acabo de tomar un café con Ricardo Cadenas. Le he dicho que venía a entrevistarle y le ha recordado como un gran maestro. Esa cátedra en la Facultad de Bellas Artes de Pérez Aguilera, asistida por Carmen Laffón y por usted, ha dejado una honda memoria en muchos pintores.
–Si no fuese por Pérez Aguilera no estaría yo aquí ahora mismo. Me lo dio todo y yo sólo puedo enseñar lo que aprendí de él. Era una maravilla de persona. Yo creía que mi pintura no servía para nada, pero él me dio muchos ánimos. Me quedaba asombrado de que le pudieran gustar mis dibujos. A mí pintar siempre me ha costado mucho trabajo, nunca he sido habilidoso.
–¿Cómo nació su vocación artística?
–Siendo muy chico, durante una enfermedad, mi madre me regaló una caja de acuarelas. Me encantaron los colores y, desde los siete u ocho años que tendría entonces, empecé a pintar. Como todo lo mío fue una especie de milagro.
–¿Pero cuándo empezó a tomárselo en serio?
–Hice hasta quinto de Bachillerato y empecé a estudiar Bellas Artes en Sevilla. Yo tenía quince años y Carmen Laffón, trece. ¡Era una niña! Empezamos juntos la carrera y la terminamos en Madrid. Desde entonces ha sido como una hermana.
–¿Por qué se fueron a terminar la carrera a Madrid?
–Pérez Aguilera nos lo recomendó. Allí estaban más al día sobre lo que pasaba en el mundo del arte y conocimos a lo mejor de España. Al principio no nos hicieron mucho caso, porque la pintura sevillana no estaba nada cotizada. Pensaban que era una pintura de gitanas para turistas.
–¿Y por qué se volvió? Entonces –y quizás todavía– vivir en la capital era muy importante para hacer una carrera artística.
–Estaba deseando regresar a Sevilla. Siempre me ha gustado la ciudad. Murillo hizo lo mismo: se quedó aquí en vez de irse a la corte como Velázquez. Carmen Laffón, sin embargo, se quedó mucho más tiempo.
–También fue importante en su formación su paso por París.
–Me casé con mi mujer, Araceli, y nos fuimos a París. Estuvimos unos seis meses, cuando ella se quedó embarazada, regresamos a Sevilla.
–Imagino que en París tendría el contacto directo con el arte impresionista, que tanta influencia ha tenido en su obra.
–También con muchos pintores sevillanos, como Luis Gordillo. Vivíamos en el mismo hotel, que regentaba el también pintor Joaquín Meana, que era divertidísimo. Por allí aparecía mucho, con su baguette debajo del brazo, Juan Romero, al que llamábamos Romerito. También Burguillos, Teresa Duclós...
–¿Y no intentó triunfar en París?
–Una galería se interesó mucho por mi obra, pero me exigía un contrato por diez años. Nada más pensar que tenía que estar en París diez años, hacía que me sintiese secuestrado. Dije que no. No me gusta sentirme controlado. Me resulta horroroso.
–Laffón, Duclós, Joaquín Sáenz, Burguillos, etc... Esa generación sevillana de pintores es irrepetible. ¿Es usted consciente?
–Cuando me dicen que soy importante no me lo creo. Lo que sí sé es que la pintura es mi vida.
–Muchos de los miembros sevillanos de su generación optaron por la figuración en unos momentos en que la moda era la abstracción.
–Cuando vino Fernando Zóbel, hice mis pinitos en la abstracción. Tanto es así que Juana Mordó hizo una exposición itinerante con mi obra que paseó por las escuelas de arquitectura de toda España. Juana de Aizpuru me compró algún cuadro. Pero yo empecé a echar de menos la naturaleza.
–Usted es un pintor plenairista. De esos a los que les gusta salir al campo a pintar, con caballete y sombrero.
–Me gusta estar al aire libre, pisando tierra, si no no me encuentro a gusto. Llevo viviendo sesenta años en este piso de Los Remedios y todavía no me he acostumbrado. Sin embargo, me encantaba el barrio de Heliópolis, donde me crié. Allí cultivaba patatas y criaba conejos, gallinas, palomas... Tras la guerra, como había mucha hambre, me las robaban. Me llevaba unos disgustos tremendos. Entonces, Heliópolis estaba en medio del campo. Ahora tengo mi pequeña huerta en Conil...
–Precisamente, uno de sus cuadros más conocidos es ese en que aparece Heliópolis con una noria de feria...
–Se lo regalé a Araceli cuando éramos novios. Un americano me quería comprar muchos cuadros, pero a cambio tenía que venderle también esa obra. Araceli se negó y gracias a eso todavía lo conservamos...
–Se chafó el negocio...
–No, al final me compró los otros cuadros e, incluso, me encargó cosas nuevas. Era un millonario californiano que vino a Sevilla buscando pastores de ganado.
–Ya ha sacado a relucir Conil, un lugar muy especial en su geografía personal.
–Teníamos unos tíos de allí, un Mora-Figueroa casado con una hermana de mi padre, que no tenían hijos, por lo que nosotros íbamos mucho en verano con ellos. Eso influyó muchísimo en mi vida. Allí estaba en pleno campo, con la playa al lado de la casa. Llego a Conil y soy otro, cambio radicalmente.
–Eso le une mucho a Joaquín Sáenz, otro pintor que tiene en Conil su paraíso.
–Joaquín era una persona extraordinaria. Decía que yo era el primer pintor de Conil, porque había llegado mucho antes. Me hizo un texto para una exposición que conservo como un tesoro. La montó Pepe Soto.
–¿Y le duele especialmente la destrucción del litoral andaluz?
–Mucho. Mi casa está al lado del mar y ahora han construido un hotel que me lo tapa... Y van a hacer otro. Lo están destruyendo todo. Antes no veías un coche, sólo caballos y burros, pero ahora hay muchos supermercados y se va en caravana a cualquier parte. Pienso en que si mi tío viese ahora su Conil se moriría otra vez.
–Además del mar está el campo de la comarca de la Janda, con sus sembrados, sus chozos...
–Tengo un amigo, Manuel Manzorro, que es de allí y un magnífico grabador y profesor. Es un hombre muy poético y culto, al que le encanta la naturaleza. Él me lleva por los campos a ver cosas que todavía no conozco. Hace poco me descubrió un chozo que aún no han destruido. Es amigo de Aquilino Duque, quien también aparece mucho por allí.
–También es usted un pintor de jardines...
–He pintado mucho el Parque de María Luisa. También el de Los Príncipes, que me coge muy cerca de casa.
–Precisamente, su pintura transmite silencio, como un buen parque. Algo de agradecer en una época tan ruidosa.
–Eso del silencio me lo han dicho muchas veces. Pintando me olvido de los ruidos y de las desgracias.
–Antes mencionó a Zóbel...
–Fue importantísimo para Sevilla y para todos nosotros. Tenía una gran calidad humana y era muy culto. Hablaba de pintura como nadie. Entre otras cosas, nos enseñó a no estar continuamente retocando los cuadros. Antes de él, repintábamos mucho. A Zóbel le interesaban más las manchas que el cuadro terminado, por eso llegó a la abstracción. Solía decir que todo lo que sobra en un cuadro estorba.
–Fernando Martín escribió de usted lo que en su día se dijo de Rusiñol: “Sabe pintar lo que ve y sabe sentir lo que pinta”.
–El sentimiento es muy importante para todo, no sólo para la pintura. Decía Miró que, antes de pintar, se preparaba leyendo una poesía o algo que le motivase. A mis alumnos les solía decir que si algo no les emocionaba era mejor que no lo hicieran. Como en los toros, si no sientes algo al pintar no transmites nada.
–Sigamos con detalles de su vida. En su generación fue muy importante el Club La Rábida.
–Fundamental. A mí me dieron el premio de pintura y con el dinero pude hacer un viaje por Italia en una vespa.
–¿Desde Sevilla?
–Sí. Salí con Burguillos, pero le dio un cólico nefrítico en el camino y se tuvo que volver. Creo recordar que fue en el año 1956. Me pasé todo el verano montado en la Vespa y visité Venecia, Florencia... Iba con mi mochila y mi carpeta de dibujos... Me entusiasmó la Iglesia de Asís y las pinturas del Giotto. Todo era poético. Me gustaría volver.
–Usted ha pintado mucho desde las azoteas.
–Mucho. Tuve mi primer estudio en la azotea de la casa de mi abuela, en la calle Castellar, detrás del Palacio de las Dueñas. Había muchos conventos y edificios que llamaban mi atención: San Luis, San Marcos... Cuando me casé, se quedó Carmen Laffón con él, aunque era muy pequeñito.
–Fue cartelista de la hermandad de la Macarena.
–La Macarena siempre me ha entusiasmado. Es una imagen infinita, que no tiene principio ni fin. La he visto desde muchos puntos de vista y le puedo decir que hay mil Macarenas. Tengo un nieto que me dice: “Abuelo, tú no te puedes condenar, porque has pintado la Macarena, el Paño de la Verónica del Valle, la Purísima Concepción y al Cardenal Spínola”.
–De la gran tradición pictórica sevillana, ¿quién le interesa más?
–Murillo es uno de ellos. Hice mi tesis doctoral sobre la Inmaculada Niña de los Capuchinos. Me llevé años mirando milímetro a milímetro ese cuadro, viendo la cantidad de matices que tiene. Creo que nunca se ha reconocido la inmensa categoría de este pintor.
–Bueno, ahora sí.
–Pero se han tardado cientos de años. Murillo tiene de Tiziano, de Velázquez, de todos los grandes pintores de la época. Posee una sensibilidad y un sentido del color y la composición magníficos.
–¿Y sigue en contacto con alguno de sus alumnos?
–Con muchos. Hay uno simpatiquísimo, Quino González, que es director de Radio Betis, que de vez en cuando me viene a buscar y me lleva a su estudio a dibujar. Me lo paso estupendamente con ellos.
–¿Pinta todos los días?
–Sí, como decía mi maestro, un día sin pintar es un día perdido. Eso lo llevo a rajatabla. Si no pinto me siento extraño.
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