Antonio R. de la Borbolla | Presidente de la Asociación Nacional de Soldados Españoles
“El soldado español se hace querer en todas partes”
Enrique Becerra | Tabernero
Con el cierre del restaurante de Enrique Becerra (Sevilla, 1957), se acaba un capítulo de la historia de la restauración sevillana y andaluza. Tras más de cuarenta años apostando por la cocina tradicional de calidad, siempre con alguna innovación (pero sin pasarse), este tabernero y letraherido, con varios libros en su haber, se quiere dedicar a su siempre aplazada vocación por las letras, en la que tiene como maestro a Juan Eslava Galán, gran amigo y primer lector de su novela ‘El pintor de mujeres sin rostro’ (Algaida). Durante su larga andadura, el restaurante Enrique Becerra fue parada y fonda de numerosos escritores que pasaban por la ciudad, entre ellos los Nobel Vargas Llosa, García Márquez, Cela, Borges (como si lo fuese)... También los políticos, siempre aficionados al buen yantar, conspiraron y haraganearon en este céntrico restaurante. De todo aquello le queda a Enrique Becerra un buen puñado de anécdotas, sabiduría, la satisfacción del buen trabajo realizado y un punto de amargura por las ‘cornás’ de los miuras de la vida. Becerra es también autor, entre otros libros, de ‘El vino de Jerez y Sanlúcar’, ‘Recetas con historia’ o ‘El gran libro de la tapa y el tapeo’, todos publicados por la editorial Almuzara.
–¿Restaurador o tabernero?
–Yo no restauro nada. Soy la quinta generación de una familia de taberneros.
–De rancio abolengo...
–Mi tatarabuelo Becerra empezó de feria en feria con una taberna portátil, mi bisabuelo se estableció ya en Carmona, mi abuelo y mi tío abuelo Tomás montaron sus negocios en Sevilla. Aún eran los tiempos en los que por la mañana sólo se servía coñac y aguardiente, y por la tarde vino, cerveza, aceitunas y altramuces. La primera máquina de café la compraron mi padre y mi tío.
–Pero usted empezó la carrera de Farmacia.
–Huyendo de la hostelería. Hice dos cursos, sin dejar de trabajar en el negocio familiar. Pero cuando estaba en segundo, en 1977, la cadena Televisa de México montó una caseta en las ferias de Sevilla y Jerez en honor a Pedro Domecq, su mayor anunciante. Se la encargaron a mi padre y tuve que apechugar. Después me fui a hacer la mili a León.
–¿Y cuándo decidió montar el restaurante que le dio fama?
–Firmé el contrato de alquiler del local en León, vestido de caqui. Me lo mandaron por correo certificado, en mayo 1979. Abrí el restaurante ese octubre. Tenía claro que quería algo sólo para mí: ni primos, ni cuñados, ni tíos…
–Un local que durante décadas ha sido una referencia gastronómica.
–Se lo alquilé a Trifón y la obra la hizo el que luego fue mi suegro. Es una casa con historia: está en el Camino de Santiago y tiene una columna procedente de Itálica. Además, está en la manzana que fue de los templarios tras la conquista de Sevilla. El local llegó a ser mío, pero lo vendí con la gran crisis para poder seguir con el negocio.
–Cuarenta años y seis meses. ¿No le ha dado pena echar el cierre?
–Mucha. Poco a poco me estoy llevando los recuerdos más entrañables, como una página de un crítico gastronómico del New York Times que, en 1983, decía que era el lugar donde mejor había comido en toda Andalucía. También la postal que me mandó Teresa Berganza desde Japón. Durante el 92 estuvo viviendo tres meses en la calle Gamazo, y comía en el restaurante todos los días, menos los que cantaba, que se hacía ella misma su pasta.
–Por Enrique Becerra ha pasado muchísima gente
–Trece premios Nobel y siete presidentes del Gobierno… Borges...
–...Ese es más importante que cualquier Nobel...
–...Mario Vargas Llosa, García Márquez, Saramago, Cela, y por lo menos cinco Nobel de Química que venían a dar conferencias a Sevilla.
–¿Qué pidió Aznar de comer?
–Estuvo cinco veces y su plato favorito era la cola de toro. Saramago y Borges pidieron bacalao. Felipe González nunca fue, pero sí Jimmy Carter, Cuauhtémoc Cárdenas, la primera ministra islandesa con un nombre con catorce consonantes y dos vocales, y Giscard d’Estaing. Harrison Ford también apareció un día en el restaurante y pidió cola de toro.
–¿Y los críticos gastronómicos, buena sintonía?
–Echo de menos a los de antes, cuando sólo había cuatro que sabían de lo que escribían. Ahora cualquier tonto se cree un crítico gastronómico. No tienen ni idea. Una vez me criticaron que no apostase por la igualdad de sexo. La señora decía que no tenía camareras. Le dije que todos mis camareros tenían una antigüedad de treinta años en el negocio, que me dijese ella a cuál despedía para meter a una mujer.
–¿Alguna decepción con un cliente ilustre?
–Un ministro socialista. Formaba parte de un grupo de políticos que venía de hacer campaña electoral por los pueblos y le hicimos el favor de montarle una mesa ya muy tarde, sobre las 11:30. Cuando llegaron los fui saludando uno por uno, pero cuando llegó el turno de este personaje me retiró la mano y me dijo “ya he dado demasiadas manos esta noche”. Le dije a mi metre que se encargase él de servir la mesa, que yo me iba a descansar.
–Importante grosería. ¿Cómo consiguió su restaurante convertirse en el favorito del mundo editorial?
–No lo sé muy bien. Son cosas del boca a boca. Siempre he tratado con mucho cariño a las editoriales y a los escritores. La literatura es una de mis grandes pasiones.
–De hecho tiene más de un libro sobre su oficio e, incluso, una novela publicada. Becerra fue uno de los restaurantes favoritos de Pérez Reverte.
–La primera vez que vino fue cuando estaba en Sevilla para escribir La piel del tambor. Yo me había leído todos sus libros y, al final de la comida, lo saludé y le mostré mi admiración.
–El inicio de una gran amistad.
–Fue el único escritor que tenía un rincón fijo en el restaurante. Se lo regalé cuando celebró su cincuenta cumpleaños en el local: cordero a la miel y carrillada de puerco para sus amigos de toda España. En ese rincón, al que le pusimos un víctor con la A de Alatriste, se solía reunir con Eslava Galán y Rafael de Cózar.
–España ha sido rica en escritores gastronómicos: Camba, Pla, Cunqueiro, Vázquez Montalbán, Néstor Luján…
–Nestor Luján estuvo más de una vez comiendo. Él fue el que me dio la clave de la alboronía. Decía: “la alboronía es la madre de todos los pistos”, porque es un guiso con todas las hortalizas que había antes de que llegasen los productos americanos (patata, tomate, pimentón…). Como muchos guisos tradicionales, cada uno lo hacía como le daba la gana. El recientemente fallecido Rafael Valencia, al que le gustaba charlar de todo y con criterio, también me dio algunas claves sobre este plato, como la leyenda de que se sirvió por primera vez en la boda de la hija de Al Mutamid. Otro gran escritor y periodista gastronómico fue Luis Bettonica.
-Fue estrecho colaborador de Luján. De los actuales, ¿cuál le gusta?
–Montalbán quizás fue el último gran escritor gastronómico español.
–¿Existe una gastronomía andaluza?
–Andalucía es muy amplia y variada. No se puede hablar de tres, sino de mil culturas. Nuestra cocina tiene herencias árabes, romanas, americanas… no se nos olvide que todos los productos del nuevo mundo entraron por el puerto de Sevilla… Aquí fue el primer sitio donde se dio de comer patatas o chocolate.
–¿Y las tapas?
–Recuerdo un señor que afirmó en una conferencia, en la Cámara de Comercio, que las tapas eran una gastronomía de segunda. Era el mismo que dijo que quería montar en Sevilla una paninoteca. Le preguntamos qué era eso, y nos respondió que un sitio donde se vendían diferentes tipos de pan con diferentes rellenos. Le dijimos: “Eso es un bar de montaditos y aquí lo inventamos hace ya tiempo”.
–Mucha tontería entre algunos chefs, ¿no?
–No me gusta la palabra chef, prefiero jefe de cocina o cocinero. Cuando yo empecé en el negocio de mi padre, el cocinero era un elemento más. Allí, era la tía Resurre, una institución en Sevilla. Hoy tienen mucha importancia, pero no se valora el buen servicio de sala, que cuando es bueno, como ocurre en el restaurante barcelonés de José Monge, Via Veneto, es como un ballet, pero sin alardes ni artificiosidad.
–¿Cuál ha sido el gran cocinero español contemporáneo?
–Santi Santamaria, tuve el honor de presentarlo en una conferencia que dio en el club Antares. Se encargaba de tener el mejor género del mundo, pero después le aportaba su magia, su arte.
–Una expresión gastronómica que no aguante.
–Decir “pinceladas al centro de la mesa”.
–Como algunos llaman a los entrantes. Más cursi imposible.
–Fue una expresión que un señor llamado Blas Ballesteros se encargó de difundir por todos los restaurantes de Sevilla. Ni son pinceladas, ni son nadas… Habría que desterrar esa expresión, como la pobreza que tenemos en lo que a los postres se refiere.
–Cierto. Es paradójico que, sin embargo, tengamos una gran repostería conventual.
–Pero hay que saber tratarla para convertirla en un postre de restaurante. Evidentemente, no puedes servir sin más un trozo de torta inglesa de las clarisas de Carmona, pero sí se puede jugar con ella como base para hacer un buen postre. En una época yo ponía los bollitos de Santa Inés rellenos de una crema de guinda de Cazalla. En este pueblo, por cierto, hacen un dulce que llaman la bolla, al que le echan aceite y manteca de cerdo.
–La manteca de cerdo siempre fue un elemento fundamental de la cocina popular andaluza, más incluso que el aceite de oliva.
–Mucho más. Ahora se prefiere la mantequilla, porque es muy chic. La manteca de cerdo es uno de los elementos más nuestros. ¿Con qué se hacen los mantecados o los polvorones? Esa moda de hacer mantecados con aceite de oliva no vale un duro.
–Decía Manuel Ferrán, otro de los grandes escritores gastronómicos (y tan nuestro), que la tortilla francesa se tenía que llamar tortilla cartujana, porque no la inventaron los gabachos, sino los monjes de Santa María de las Cuevas.
–Exactamente. Los franceses han sido unos genios para la cocina, se han apropiado de todo. Por ejemplo, a todo guiso que lleva como base un puré de patata le dicen “a la parmentier”, en honor a un cocinero real que aseguran fue el primero que dio de comer patata a un europeo. Eso es falso. El primer sitio donde se dio de comer patata fue en el Hospital de San Lázaro en Sevilla, pero dejó de servirse porque era muy flatulenta.
–Uno de sus libros versa sobre los vinos de Jerez y Sanlúcar. Vieja rivalidad. ¿Es del fino o de la manzanilla?
–Hace poco pedí una manzanilla en un bar moderno. Al rato me llegó un camarero muy tieso con un pinganillo y una botella que abrazaba como a un bebé, y me dijo: “no tenemos manzanilla, pero sí fino, que es igual pero hecho en Jerez”. Me pedí una cerveza. Yo no soy ni del fino ni de la manzanilla. Yo soy el tonto del amontillado, que viene de Montilla. No consiste en otra cosa que un fino o una manzanilla oxidado.
–Ahora parece que hay una gran reivindicación de los vinos del marco de Jerez.
–Hay un viejo dicho en Jerez: “los vinos son para bebérselos y los brandis para ganar dinero”. El problema fue que el mercado del brandi empezó a hundirse. Entonces las bodegas se acordaron del vino para paliar la crisis. Es por eso que se empezaron a comercializar los vinos antiguos, los VOS [Vinum Optimum Signatum, de edad media superior a 20 años] y los VORS [Very Old Rare Sherry, más de 30 años].
–Pero al igual que con otras cosas del comer y beber, en el mundo del vino también hay mucho esnobismo y tontería.
–Más todavía. Ahora se bebe mucho palo cortado, que no deja de ser un accidente, un vino que iba para una cosa y termina siendo otra. Es decir, es un vino estropeado, aunque bendito estropicio. Pero no hay capacidad suficiente para la demanda actual que hay, por lo que las bodegas terminan cargándose el vino queriendo.
–¿Y los tintos?
–En Sevilla se han empezado a beber muy tarde. Se tomaba Valdepeñas y algo de Rioja. El Ribera del Duero ni existía. Cuando abrí, una cerveza con tapa costaba cincuenta pesetas, pero si era con vino de la casa sólo cuarenta y cinco. El vino era algo de menor calidad, para los borrachines.
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