Ser cura en la Sevilla vacía: "Antes celebrábamos 50 bodas al año, ahora sólo dos"
Religión
A la sangría demográfica se suma la carestía de vocaciones para atender estos pueblos
El éxodo juvenil, por falta de oportunidades laborales, condiciona la vida de las parroquias
Dr. Jekyll y Mr. Hide en el Ayuntamiento de Sevilla
Manuel Franco Rodríguez llegó a Pruna el 26 de septiembre de 2023. Había sido ordenado sacerdote 10 días antes. Es su primer destino. Nunca había estado en este municipio de la Sierra Sur sevillana, en la frontera con la provincia de Cádiz. Tierra de nadie. Un pueblo que sirve de ejemplo de la España vacía. Llegó a tener 7.000 habitantes. Ahora apenas supera los 2.600. Sangría demográfica que repercute en los sacramentos: en medio siglo han pasado de celebrarse 50 matrimonios al año a sólo dos. Apenas quedan jóvenes.
Una hora y 40 minutos se tarda de Sevilla a Pruna cuando se sale a hora punta de la mañana. La visión cambia por completo al tomar la carretera que une Morón de la Frontera con esta localidad. De la llanura de la campiña se pasa al paisaje serrano, lo que hace dudar de que se trate de la misma provincia. Las lluvias de otoño han teñido de verde el campo. Una pequeña Asturias en esta Andalucía la baja, donde se queman algunas ramas secas de olivos, cultivo principal de la comarca. Se divisa el humo a lo lejos.
La carretera autonómica se encuentra en buen estado de conservación. No entraña peligro. Algunos tramos cuentan hasta con tres carriles de circulación. El día está fresco y claro. El termómetro marca 17 grados, cuatro menos que en la capital. La diferencia se deja sentir cuando el periodista y el fotógrafo se bajan del coche. El aire es puro y trae olor a chimenea, a leña ardiendo. El invierno se presiente.
Una comarca de izquierdas
No hay suerte con el primer vecino que nos encontramos. La respuesta es tajante al preguntarle por el párroco. "¡No quiero saber nada de curas!". Toda una declaración de intenciones en la denominada Sevilla la roja, donde las fuerzas de izquierda han gobernado históricamente casi todos los ayuntamientos.
Parada de rigor en el Bar Campos. Lo recomiendan los oriundos del lugar para desayunar. No es para menos. A la tostada la llaman "rueda" por la forma y el grosor de las rebanadas de pan. Se unta con un variado surtido de cremas: desde la mantequilla convencional hasta la de zurrapa de lomo. Sin olvidar la tortilla y el lomito. En un velador permanece sentada la sacristana de San Antonio Abad, la parroquia de Pruna. Se llama Violeta y la acompaña su hija Laura. Ambas proceden de Nicaragua. Con ellas se sienta, a tomar café, el cura Manuel.
Un joven de 26 años que se "subió a un tren en marcha" cuando llegó a este municipio en mitad de la sierra. "Había mucho trabajo hecho por los párrocos anteriores, no se partía de cero", admite. Para Manuel Franco, el hecho de que un pueblo de estas características, marcado por la lejanía de la capital y la despoblación, sea el primer destino de un sacerdote supone una oportunidad "para coger tablas" en el servicio religioso. "Lo esencial es igual aquí que en una ciudad: la liturgia, el ejercicio de la caridad, la predicación del Evangelio, la catequesis... Aunque, eso sí, con un trato mucho más cercano que en municipios más grandes", asevera el cura de Pruna. Sus palabras se constatan en un pequeño paseo entre el bar y el templo (se agradece permanecer un rato al sol). Los vecinos lo saludan reconociéndole esa autoritas que quizás no tengan otros compañeros en parroquias de la capital, donde la figura del cura pasa bastante más desapercibida.
También en Algámitas
Manuel no sólo ejerce de párroco en Pruna, también lo es de Algámitas, localidad de poco más de 1.200 habitantes. Entre ambas hay una distancia de 13 kilómetros por una carretera a gran altura, repleta de curvas y con un asfaltado que no es el más idóneo. El hecho de atender a dos pueblos evidencia otro de los problemas a los que se enfrenta la Iglesia en España, la falta de vocaciones religiosas. Su caso es bastante común y, muy probablemente, se repetirá más en el futuro. Los martes, sábados y domingos celebra misas en Algámitas, mientras que en Pruna lo hace los miércoles, jueves, viernes, sábados y domingos. A estas funciones suma su responsabilidad como capellán de Sevilla 2, la prisión situada en Morón de la Frontera.
"Pruna llegó a tener 7.000 habitantes, el padrón lo conforman ahora poco más de 2.600", señala este sacerdote, quien ha comprobado en los archivos parroquiales cómo afecta la despoblación a la vida religiosa del pueblo. "Hace medio siglo se celebraban 50 bodas al año; un cuarto de siglo después la cifra se redujo a 17 y en lo que llevamos de 2024 sólo hemos tenido dos", explica. La parroquia acoge unos 15 bautizos al año, cifra que no está mal teniendo en cuenta la sangría demográfica. El número de niños que toman la primera comunión oscila entre los 16 y 18, mientras que el grupo de jóvenes que se confirman ronda la decena, a los que se añaden 20 adultos. Cinco personas se encargan de la catequesis.
Este párroco es natural de Écija, la ciudad de las torres, en alusión a la cantidad de campanarios que pespuntean sus cielos. "Si se comparan los habitantes de uno y otro municipio, puedo afirmar que la vida religiosa en Pruna está bien de salud. En mi ciudad natal, con 40.000 vecinos, el número de personas que acuden a misa, en proporción con la población de Pruna, no es mucho más elevado", refiere este joven, que interrumpe su conversación para atender a Benin, sacerdote católico de África que se encuentra de visita estos días en el pueblo acompañado de un antiguo vecino, Carlos Romero.
Entramos al templo, que sólo conserva parte de su arquitectura original. Fue devastado en 1936, durante la guerra civil, por los partidarios del frente popular. Logró salvarse el Cristo de la Vera-Cruz, una interesante talla de la escuela de Roldán, articulable y que protagoniza el acto del Descendimiento, que congrega cada Viernes Santo a todos los lugareños y multitud de visitantes. Constituye uno de los momentos clave de la religiosidad popular de Pruna, junto a la romería de la Pura y Limpia, que se celebra cada primer domingo de mayo. La imagen (obra de Castillo Lastrucci tras perderse la original en la contienda bélica del 36) es trasladada en carreta hasta la ermita del Navazo, donde bajo los chozos las familias pasan horas de convivencia. Es el día del reencuentro. De los que permanecen aquí y de quienes se fueron.
Los que no vuelven
El abandono prematuro del pueblo se ha convertido en histórico. "Los jóvenes, cuando acaban cuarto de la ESO aquí, se van a estudiar el Bachillerato a Olvera, en la provincia de Cádiz y a siete kilómetros. A partir de entonces, ya no regresan", detalla este cura, quien alude a la base económica del municipio como motivo del éxodo juvenil. "Es una población envejecida porque hay escasas perspectivas de futuro. La mayor fuente de trabajo la proporciona la agricultura, a través del olivar, que es un empleo muy temporal". Un horizonte poco alentador para permanecer en Pruna. Realidad que se evidencia en un breve recorrido por sus calles. Sobran dedos de una mano para contar los jóvenes con los que nos encontramos.
El envejecimiento demográfico tiene consecuencias en la comunidad parroquial, conformada por feligreses en los que el promedio de edad supera los 60 años. La falta de jóvenes se traduce en la ausencia de grupos de oración y la imposibilidad de organizar actividades pensadas para parroquianos veinteañeros.
La relación con las instituciones civiles es "buena". Especialmente la existente entre los Servicios Sociales del Ayuntamiento (gobernado por Juntos por Pruna) y Cáritas parroquial a la hora de ayudar a distintas familias del municipio. Resulta inevitable en este ámbito mencionar un grave problema que sufre este pueblo los últimos años, el de la droga. "Hay muchas familias rotas", lamenta el cura. Algunas de las ayudas de la ONG católica van destinadas precisamente a contribuir con varios hogares en el pago de los centros de desintoxicación en los que se encuentran sus hijos. Los pocos jóvenes que quedan se enfrentan a este grave riesgo, el de la cocaína adulterada que se vende en el pueblo y que provocó que hace dos años se convocara una protesta.
Un pueblo "generoso"
Cambiamos de tema. "El pueblo es generoso, contribuye económicamente con la parroquia", explica el cura Manolo al referirse a las obras que se acometen en el campanario, envuelto en una malla verde nada discreta. "Tenemos una subvención del Grupo de Desarrollo Rural de la Sierra Sur. La solicitó el párroco anterior para la restauración integral del campanario, en la que se ha descubierto que fue una torre defensiva, cuando el pueblo se instaló aquí y abandonó la falda de la montaña donde se había creado", abunda el sacerdote. La comunidad parroquial abona 12.000 euros, el 20% del coste de la intervención.
Acaba el encuentro con el párroco Manolo. Nos despedimos de él en una sacristía que conserva las vigas de madera en el techo. "Nunca me han salido sabañones por el frío, hasta que llegué aquí", añade. En nada, tendrá que encender la estufa. Es la hora del Ángelus. En el Bar Campos huele a guiso. Cocinan papas con costilla. Es el segundo plato del día. De primero, pisto. Su mobiliario es vintage. Los agricultores empiezan a regresar del campo. “Ya está hecha la ‘peoná’ de hoy”, comentan al sacerdote. Un cura de pueblo al que saludan reconociéndole toda la autoritas en un vocativo. “Buenas tardes, padre”.
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