Antonio Rivero Taravillo

Voto de pobreza

10089885 2024-12-23
Voto de pobreza

23 de diciembre 2024 - 03:08

Por un escritor que goza de estabilidad económica o hasta bonanza, son cientos, miles, los que tienen que capear el temporal de haberse amarrado al mástil de la literatura y hacer caso omiso a los cantos de sirena que les reclaman llevar una vida más de provecho, exitosa según el rasero habitual del cual el dinero es índice y señor. Los escritores han solido estar a la cuarta pregunta, bien que algunos por cuna o proezas en los negocios hayan gozado de mejores condiciones. Tampoco hay que olvidar que en muchos casos fueron nobles y burgueses desahogados quienes pudieron aplicarse a su vocación literaria, haciendo bueno el dicho de que primum vivere deinde philosophari, primero obtener el sustento y luego filosofar.

Los mecenas fueron en muchas ocasiones necesarios para que las obras salieran adelante, ya con el estómago lleno sus autores. De ahí, las dedicatorias que adjuntas con la grapa del agradecimiento se han adherido a textos literarios. Cervantes lo hizo en el Quijote (y qué bella es su epístola al Conde de Lemos). En tiempos más recientes muchos otros lo han hecho de diverso modo, atestiguando la general menesterosidad de quien escribe. En las últimas décadas ese papel de mecenazgo ha recaído, más que en individuos aislados, en fundaciones, ayuntamientos, diputaciones y cajas de ahorro.

Suelen venir esas ayudas en forma de bolos (encargos de actuación que recuerdan al bolo gástrico del que tan necesitado está quien labora): conferencias, mesas redondas, lecturas públicas, participaciones en encuentros, ferias, jornadas. El problema, aquí como en otros desempeños, es el de la glaciación, quiere decirse la congelación de tarifas: hace eras (glaciales) que se paga lo mismo por una intervención, sin actualización de ningún tipo. En cualquier profesión (agricultor, camionero, médico) esto habría provocado protestas y movilizaciones. Los escritores no es que se queden callados, pero tan ocupados están ante sus pantallas y folios que no dicen, al menos en público, esta boca es mía.

Más sangrante es, si cabe, el asunto de los premios que se convocan. Si es cierto, y no hay por qué negar la realidad, que el número de premios literarios en España es superior al de otros países, como Reino Unido, y en general la dotación de dichos galardones era más que digna, hoy se produce la sonrojante escena de que los importes de esos premios han descendido. La institución convocante se adorna del prestigio de contribuir a la cultura repartiendo su hogaza con los escritores. Pero sucede que a esos llegan ya solo migajas o las duras cortezas. Premios hay que bajo el nombre de grandes autores clásicos de nuestras letras ahora pagan un tercio de lo que solían. La debacle se produjo cuando la gran crisis económica de 2009, hace ahora tres lustros. Si se pudo entender que los convocantes se apretaran el cinturón con el señuelo de garantizar la supervivencia de los premios, hoy ese recorte no se justifica. Los laureles del mecenazgo se los lleva igual la institución, la imprenta que publica el libro ganador cobra una factura actualizada, el precio de venta al público del ejemplar no se ha reducido. Solo el mísero autor, que es quien justifica todo, se aviene a percibir la birria que fijan las bases del certamen.

Hay premios (los más) que deberían pasar a ser convocados por Cáritas, dada su condición de limosnas. Que grandes ayuntamientos escatimen en esto debería ser motivo de bochorno. No los absuelve el hecho de que también numerosos premios privados hayan sisado a los autores a los que en teoría favorecen, pues al fin y al cabo estas empresas se deben a su cuenta de resultados y no al erario (por cierto, los impuestos no han menguado).

Privados de las ventas y ventajas de antaño, los escritores se sumen en la depauperación. Tal vez las instituciones convocantes estén propiciando de manera indirecta, tras el Siglo de Oro y la Edad de Plata, unos Años de Bronce. Mediante su comportamiento roñoso seguramente tendrán en la sesera el no declarado designio de fomentar la pobreza, una generación de desgarrados y excéntricos (como el título de Juan Manuel de Prada), proclives a la bohemia, a los ruidos de las tripas y a no tener dónde caerse muertos. Así se enlazaría con nuestra mejor tradición picaresca, gran aportación hispana a las letras universales, y con las décadas en las que brillaron Max Estrella y otros desportillados ejemplares de la fauna literaria, con reivindicación del oficio de sablista, al que tanta mezquindad va abocando.

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