¿Volverán?
En el precioso ensayo Por qué miramos a los animales de John Berger, leemos: “Lo que apartó al hombre de los animales fue una capacidad humana inseparable de la evolución del lenguaje, la capacidad para el pensamiento simbólico”, pero “los primeros símbolos fueron animales”, de modo que “lo que apartó a los hombres de los animales nació de su relación con ellos”. Más allá de los domésticos, son las aves estacionarias los animales que de manera más vívida devuelven al urbanita la sensación de reencuentro con una porción de naturaleza no del todo desprovista del encanto de lo salvaje.
Algunas especies se convierten, de hecho, en símbolos imperecederos: la migración de las grullas, en unos pocos versos, vale por las aspiraciones del poeta Hölderlin, el sueño de Grecia; la cigüeña representa aún el nacimiento y, dado que como ese otro gigante alado, el albatros, mantiene relaciones de por vida, también la fidelidad y la crianza (son un ejemplo perfecto de lo que hoy llamamos conciliación); pero corresponde a las golondrinas la imagen más pura de la primavera. Los niños de la antigua Rodas la recibían cantando a coro: “Llegó, llegó la golondrina que trae la bella estación, el bello año” (en traducción de Adrados). No cabe resumir la tradición que agavilla la metamorfosis de Procne y Filomela junto a Nuestra señora de las golondrinas, el cuento oriental de Marguerite Yourcenar, la silueta reconocible en una vasija griega con la fábula de El príncipefeliz o los consabidos versos de Bécquer. Por otro lado, no sorprende que en la antigua Grecia fueran signos de buen augurio: mirándolo con interesado pragmatismo, se calcula que una golondrina ingiere unos 800 mosquitos al día. Su presencia en el imaginario de Occidente es ubicua, pero más pronto que tarde estas insecticidas inigualables podrían faltar en nuestros cielos.
Si toman ustedes el Metro hasta la estación Pablo de Olavide, comprobarán que el vestíbulo se ha convertido, desde hace ya unos años, en un inadvertido velatorio: unos crespones negros cuelgan del techo como eficaces espantapájaros, allí donde desde la misma inauguración de la línea anidaron algunas parejas de hirundínidos. A mí, humilde profesor de clásicas, aquella imagen –y el trisar que anuncia la primavera– me recordaban lo que escribió sir James Frazer sobre los antiguos que las dejaban anidar en el interior de casas y templos. A las autoridades competentes les recomendaría una lectura más práctica, la del manual que proporciona la SEO: Fauna silvestre y edificios (https://avesyedificios.seo.org/).
Dan ganas de volverse a Galaroza, donde nuestro amigo Rafa Goro, el mejor vecino de los animales de la sierra, nos espera en el bar que los oriundos llaman de tapadillo la Mina (por las previsiones recaudatorias acaso excesivamente optimistas de sus dueños), para brindar bajo el dintel donde han anidado un año más los aviones, primos hermanos de la que cantaba el poeta Simónides: “Gloriosa mensajera / de la bienoliente primavera, / oscura golondrina”.
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