Antonio Montero Alcaide

De dónde viene la Inspección de Educación

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De dónde viene la Inspección de Educación

01 de julio 2024 - 03:08

Hace 175 años, cuando el sistema educativo todavía era una incipiente manera de ofrecer la enseñanza de las primeras letras, las coyunturas –así suelen presentarse las circunstancias y resultar a propósito para acometer iniciativas– llevaron a la primera regulación del ejercicio profesional de la inspección educativa. En la Gaceta de Madrid, se publicó, el día 2 de abril de 1849, un Real Decreto, “dado en Palacio a 30 de marzo de 1849”, de la reina Isabel II, en el que, con motivo de cambios en las escuelas normales de instrucción primaria (existía una escuela central en Madrid, nueve escuelas superiores en los distritos universitarios, veinte escuelas elementales en la península y otras dos en las islas Baleares y Canarias), donde recibían formación los maestros –esta es la coyuntura–, se configura la inspección de la primera enseñanza en el sistema educativo –esta la iniciativa–. Tal disposición reguló que todas las provincias contaran con un inspector nombrado por el Gobierno, con estudios de tres años en la escuela central o en cualquiera de las superiores y ejercicio del magisterio durante cinco años al menos. Uno de los primeros deberes del inspector era cuidar la oferta de las enseñanzas, todavía no gratuitas, pues las familias debían satisfacer, salvo en caso de pobreza, algunas retribuciones –semanales, mensuales o anuales– a los maestros. En un Reglamento aprobado el 12 de octubre del mismo año 1849, se establece: “Uno de los primeros deberes del inspector es cuidar de que no carezca de los beneficios de la instrucción primaria ningún pueblo, por insignificante que sea”.

Ya que correspondía a los inspectores visitar las escuelas, se indica que, a efectos de la influencia que han de ejercer esas visitas, el inspector “no se contente con un examen superficial hecho con precipitación y ligereza”, sino de manera detenida, a fin de percatarse de simulaciones preparadas y, con ello, “destruir los medios de que algunos pudieran valerse a fin de sorprenderle con lecciones estudiadas o preguntas convenidas de antemano, bien que todos estos recursos serán siempre ineficaces para con un inspector medianamente ejercitado”. Un incipiente código de conducta también se formula, puesto que ha de cuidar el inspector las observaciones que hace el maestro: “En presencia de los niños ha de tenerse un cuidado muy especial, en que ni los actos ni las palabras del inspector puedan disminuir en lo más mínimo el respeto y la confianza que los discípulos han de tener siempre a los maestros, antes por el contrario está obligado a desenvolver y afianzar estos sentimientos en ellos y en sus familias”.

El mantenimiento de no pocos maestros era exiguo, y algunas de las retribuciones se satisfacían “en frutos”. Tanto es así que el inspector había de prestar atención al “modo de hacer efectivas las retribuciones y diligencias practicadas para sustituir a los medios poco decorosos usados en algunos pueblos, como el de pasar el maestro de casa en casa todos los sábados a recoger un pedazo de pan, que recibe como de limosna, por vía de retribución con el nombre de cetra, y cualquiera otro que pueda rebajar el respeto y la consideración que le son debidas”. Asunto ante el que no debe extrañar la penosa comparación de “pasar más hambre que un maestro de escuela”, cuyo origen es, precisamente, esta situación de los maestros en la segunda mitad del siglo XIX.

En 1855, pocos años después de la creación de la Inspección, Antonio Gil de Zárate, Director General de Instrucción Pública, que participó de manera directa en tal iniciativa, ya retirado del ejercicio político, escribió: “Si la necesidad de los inspectores no estuviese tan reconocida, los resultados obtenidos en el corto tiempo transcurrido desde su creación serían el mejor comprobante de su utilidad e importancia No hay reforma en que estos funcionarios no puedan reclamar su parte. Donde quiera que ha llegado su acción, allí ha sido provechosa”. Precedente que ha de animar el continuo ejercicio de tales profesionales, ya que sus efectos son notorios: “Además de las mejoras materiales y visibles, han conseguido otras de mayor influencia en el porvenir, rectificando el espíritu de los pueblos en favor de los maestros, dando a éstos utilísimos consejos para perfeccionar la educación y enseñanza, y poniendo en movimiento a no pocas autoridades locales que, por falla de estímulo y ejemplo, miraban con apatía o indiferencia la suerte de los establecimientos confiados a su vigilancia y cuidado”.

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