La tribuna
Apuesta por el diálogo y la gobernanza
Probablemente, desde la revolución protestante del siglo XVI, no haya habido un tiempo más crítico en la historia de la Iglesia Católica y para la fe cristiana que el actual. La observación podría llevarse también a las iglesias evangélicas, pero no serán aquí objeto de mi consideración. Quiero asimismo referirme a las interioridades, dejando igualmente al margen las ofensivas lanzadas desde fuera, cada vez más osadas, para minarlas.
Haciendo algo de historia, el Concilio Vaticano II (1962-1965) introdujo un cambio profundo en la orientación de la Iglesia, justo cuando, previsiblemente o no, se había puesto en marcha de forma paralela una de las mutaciones más radicales en el mundo occidental. Se trata, como bien sabemos, de lo que hemos dado en llamar el mayo del 68, con sus efectos activos aún entre nosotros. Quizás los más importantes sean el ataque a la cultura de base cristiana (la inauguración de los Juegos Olímpicos de este año es un testimonio preclaro), que impregnaba todos los ámbitos y manifestaciones de Occidente, así como el cambio paralelo y cómplice de la política en general a favor de una ingeniería social de signo contrario.
La Iglesia se ha visto también afectada por este proceso. Su apertura y compromiso con el mundo, su mirada benevolente hacia él y su solidaridad con las aspiraciones materiales y sociales de sus habitantes, dejó inevitablemente en un segundo plano, de manera progresiva, su prioritaria preocupación por la salvación de las almas, razón de su ser último. El giro, rápido, necesariamente influiría en el ámbito eclesial en todos los aspectos: desde el más simple (la vestimenta de los clérigos) hasta los más complejos de la liturgia y los fundamentos teológicos y doctrinales. La receptora de dicho cambio será, preferentemente, la generación de laicos y eclesiásticos nacidos en el baby boom de la posguerra, que lo acogió con satisfacción. Eso sí, permanecería un resto, minoritario, como defensores de la Iglesia tradicional, cuyo relevo han tomado hoy muchos jóvenes.
La tentación de romper con la Tradición, en realidad con el magisterio eclesial constituido a lo largo del tiempo, a pesar de ser uno de los dos pilares que fundamentan la fe de la propia Iglesia junto con la Revelación, ha estado siempre presente desde los días del Concilio hasta hoy. La preocupación de Pablo VI, y, sobre todo, de sus sucesores, Juan Pablo II y Benedicto XVI, conocedores de los estragos de la ruptura y, en el caso particular del papa polaco, de los demoledores efectos del comunismo, les condujo al intento de frenar sin demasiado éxito la deriva, reconduciéndola hacia una mayor coherencia con la Tradición. Es lo que, en palabras de Benedicto XVI, se conocerá como la hermenéutica de la continuidad, es decir la interpretación del Concilio desde la fidelidad a dicha Tradición milenaria de la Iglesia y al depósito de la fe.
Sin embargo, en las últimas décadas, las salvaguardas aún existentes se han desvanecido y quienes venían apostando por el cambio de paradigma eclesial y la ruptura, los eufemísticamente llamados modernistas, se han impuesto. Desde su relevante posición actual lanzan aceleradamente propuestas continuas de modificaciones, algunas convertidas ya en realidades, que se contraponen, a pesar de sus esfuerzos tácticos por graduarlas y disfrazarlas, con las enseñanzas intemporales de la Iglesia. Y no obstante su aparente flexibilidad, afectan profundamente a la concepción misma de Dios y del hombre de la fe cristiana, a las relaciones del creyente y de la Iglesia con el mundo y las demás religiones, a la estructura y organización eclesial, muy cuestionada esta en el Sínodo de la Sinodalidad, así como a la fe y los comportamientos de cada uno para su salvación y participación en la vida eterna. Problema esencial en esa tendencia modernista es conocer hacia dónde conduce el cambio, cuál es su verdadero propósito y a qué modelo eclesial aspira.
A día de hoy, nos encaminamos hacia una Iglesia muy diferente a la que conocíamos y, tentadoramente, más atenta a agradar a quienes la combaten y la rechazan que a sus seguidores más fieles. Tomando subrepticiamente como referencia los pasos ya dados por la cismática iglesia alemana, todavía sin una condena solemne, y situándose, en cuanto a su valor salvífico, al mismo nivel que el resto de confesiones cristianas y religiones en general. Y ello, justamente, cuando nuestro mundo está más necesitado que nunca de una alternativa clara y distinta, que de una reafirmación de su deriva. En definitiva, lo que se está produciendo es un auténtico giro copernicano, a cuyo desarrollo estamos asistiendo, pero que aún apretará con mayor fuerza en los años por venir. Siendo complicadas las medias tintas, la opción será aceptarlo o combatirlo, asumiendo en este último caso la parte de ostracismo y represión que pueda corresponderles a quienes lo intenten.
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