La tribuna
Desafíos del mercado laboral
Estamos viviendo un periodo singular, donde la democracia parlamentaria está siendo atacada en múltiples frentes, que recuerda demasiado a los años 30 del siglo pasado, con el crecimiento de formaciones políticas que ofrecen soluciones sencillas y rápidas a problemas complejos y estructurales, dirigidos por líderes antidemocráticos. Antes fueron Hitler, Mussolini, Franco o Hiro Hito. Hoy lo son Putin, Trump, Netanyahu u Orban. Hay más elementos comunes: La invasión de un país europeo por otro, la respuesta de apaciguamiento frente a dicha agresión (Chamberlain en Reino Unido y Trump en Estados Unidos); la fragilidad de la economía…
Este paralelismo es limitado, porque la sociedad actual es muy diferente de la de hace un siglo. La radio y los periódicos no son ya las formas clave de generar opinión, ni los desfiles paramilitares forman parte de la vida cotidiana. Estamos en un tiempo donde las democracias se juegan en el escenario digital, una sociedad hiperconectada, que parece confundir la información con el conocimiento e interpretar la inmediatez como eficiencia, incluso como lucidez. Esto nos hace más vulnerables a la manipulación y propensos a requerir respuestas inmediatas a nuestros problemas, con independencia de su complejidad. Terreno abonado para el populismo. Como si el carácter inmediato y sin aparente coste de la información se contagiara a la exigencias de respuestas para los problemas de la sociedad.
En este contexto me parece interesante llamar la atención sobre otro paralelismo menos conocido, la Tecnocracia. Se trata de un movimiento sociopolítico y económico que tuvo cierta relevancia en Norteamérica en los años 1920–1930, con muchos ecos de las ideas fascistas. Fundado por Howard Scott, fue una corriente política organizada que contaba con sus propias revistas (Technocracy Inc), uniformes grises (se ve que las camisas pardas, las negras y las azules ya estaban cogidas) y se proponía cambiar radicalmente el sistema político y económico. Una curiosidad, o quizás no tanto: el abuelo de Elon Musk fue una figura destacada de este movimiento.
La filosofía de la tecnocracia se articulaba en torno a tres ejes. Primero, reemplazar a los políticos y empresarios por ingenieros, científicos y expertos, porque solo ellos podían administrar racional y eficientemente los recursos de una sociedad moderna. Segundo, desarrollar un sistema económico basado en la energía en lugar de en el dinero. Y tercero, abolir el capitalismo y la democracia representativa sustituyéndolos por un sistema centralizado basado en la planificación de la producción, la distribución y el consumo de recursos.
Estamos asistiendo a una vuelta de la tecnocracia, en un intento de hacer de la tecnología un elemento de control social global, basado en la falta de control de quienes poseen la tecnología. Vuelve la tecnocracia, pero ahora lo hace de forma menos grosera, adoptando la forma de lo que podemos llamar Tecnodemocracia. Una partida que se juega en el universo digital de gestión de datos y control de la información, que aísla al individuo y va sustituyendo la idea de verdad por la de viralidad. Es una batalla cultural, política y económica que identifica la libertad con la desregulación, en beneficio de quienes detentan los recursos tecnológicos.
La tecno-democracia es un modelo emergente donde la tecnología es el vehículo dominante de la participación ciudadana (redes sociales, inteligencia artificial, plataformas de votación), el poder se ejerce digitalmente, y la democracia está más expuesta a manipulación, aunque también tiene nuevas herramientas para transparencia y participación.
En un entorno donde la información es cada vez más fugaz, dispersa y desestructurada, el pensamiento crítico supone un acto de afirmación como personas y de resistencia frente a la manipulación o la inercia. Quizás la mejor manera de ponerlo en perspectiva es preguntarnos ¿Quién piensa por nosotros cuando nosotros dejamos de hacerlo? Los algoritmos, los influencers, la ideología, la religión, la inteligencia artificial o el miedo son algunas de las posibles respuestas que abren la puerta a los déspotas. Otra vez.
El pensamiento crítico es la mejor defensa frente a los inconvenientes de la hiperconexión y la inmediatez. El alud constante de estímulos, notificaciones y discursos fragmentados supone una erosión silenciosa de la reflexión. Cuando el coste de la información es cero, la clave no es saber, sino saber qué pensar, filtrar, cuestionar. Lo importante no son las respuestas, sino las preguntas. Lo que nos individualiza no es lo que podemos saber sino lo que queremos saber
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