La tribuna
Francisco Núñez Roldán
La navidad, ese valor de uso
No es fácil escribir sobre Dios cuando no se es ni creyente ni ateo y seguramente nuestro drama no es poder ser ya ni lo uno ni lo otro”. Con su habitual amargura existencial escribió Cioran este apunte en marzo de 1964. Leer sus Cuadernos (1957-1972) o leer su obra es reconfortante por su lucidez, por sus contradicciones, por no enmascarar su personalidad atormentada, por su descarnada sinceridad sobre otros escritores, por sus dudas, por no ocultar su pensamiento crítico y feroz sobre las religiones y los sistemas políticos, hogares de salvadores y fanáticos. Dios, sin embargo, está a salvo de todas sus flechas. Y conviene preguntarse porqué. Cioran lo explicita: “Pienso en Dios a la vez por miedo y por nostalgia de la soledad” (1967). Hay poco que añadir; la vida social de París le espanta y el retiro no le intimida, aunque “todos los miedos perdidos, como escribiera Rilke, están otra vez aquí”. Sobre todo el de la soledad y el vacío sin Dios.
Salvando las distancias, no hay día que no me pregunte si los hombres, definitivamente instalados en el centro del mundo, necesitan a un Dios antropomorfo cuyo rostro pueda ser visible, concreto y real. Mientras tanto, sus vidas cotidianas nos invitan a pensar en una indiferencia sobre las verdades absolutas. En medio del ajetreo mundano solo importa sobrevivir volviendo al estado de naturaleza. Para escapar de esa realidad que aburre por su rutina, que oprime con su omnipotencia, no parece haber solución mejor que elegir otra que nos libere. En cierto modo el dilema encierra una trampa: escapar de la realidad es siempre una falacia de nuestro yo, un engaño o un sueño que nos hace olvidar que tenemos que regresar al punto de partida. No podemos elegir porque vivimos bajo una libertad en préstamo. Estamos condenados como Sísifo. O aún peor. Porque él, al menos, conocía los secretos divinos.
Sin embargo, los medios pretenden que olvidemos nuestra miserable condición, desnuda e inerme, sugiriendo que podemos ser como dioses, omnipotentes e inmortales. Todo está a nuestro alcance se nos exhorta desde los púlpitos de la Red. Ya todo está permitido dice por su parte la nueva serpiente: una vez que convirtáis vuestros deseos en derechos podréis comer del fruto de todos los árboles del Edén ¿Quién lo impedirá? Leviatán ha mudado su rostro, su vista ya no aterra a los hombres, porque como sentencia Cioran: “Cada generación vive en lo absoluto, se intoxica con un absoluto, es decir, reacciona como si hubiera llegado a la cumbre de la historia”. Y lo absoluto ahora es el relativismo moral triunfante. Ni siquiera los cristianos resisten a su amenaza. Muy al contrario, se han acomodado a vivir con la idea de que a Dios se le puede compaginar con el presente, con otras creencias y con otros dioses.
No es otra la razón del éxito de algunas teorías espectaculares sobre el origen del cosmos, la presencia de vida inteligente extraterrestre en la galaxia, la realidad y la existencia humana como simulación creada por un ser tecnológicamente superior, un posible apocalipsis cósmico o el colapso de la vida en la tierra. El mundo científico se ha lanzado a la arena. Uno de sus portavoces, Abraham Loeb, defiende la presencia actual de seres extraterrestres entre nosotros; y sostiene una teoría indemostrable: el Universo sería el proyecto químico de “alguien” o de “una civilización tecnológicamente avanzada que habría creado de la nada, mediante el efecto túnel cuántico, nuestro universo y otros universos bebés”
¿Acaso Loeb fuerza una relectura del Génesis que tan bien conoce? Para no engendrar hostilidades establece que esa posible teoría de origen “unifica la noción religiosa de un creador con la noción secular de la gravedad cuántica”, de manera que la fe en ese Dios no sería incompatible con los hallazgos de la ciencia. Pero su logro no ha consistido en sumar fe y razón sino en ganar adeptos a la causa de un Dios tecnologizado, modernizado, adaptado a nuestra era. Sin embargo, haciendo mías las palabras de Cioran en La tentación de existir, “¿cómo venerar a un Dios evolucionado y puesto al día?”.
Y como la duda es el motivo esencial de su tormento y de su angustia, apostilla: “El Fin del Mundo se manifestará cuando la idea misma de Dios haya desaparecido. De olvido en olvido, el hombre logrará abolir su pasado y abolirse a sí mismo.” Así pues hay que volver de nuevo a su propuesta del 26 de enero de 1963: “Mi vieja teoría: no se puede vivir ni con Dios ni sin Dios”.
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