La tribuna
Los muertos de diciembre
Aunque modernamente en el Guadalquivir se aprecia menos caudal, dicho equilibrio, servido por las mareas, riegos y el agua dulce retenida en sus presas y embalses, es fruto de casi doscientos años de trabajo e inversión, enormes daños materiales y miles de fallecidos.
Anteriores al siglo XV tenemos documentadas cinco riadas, pero la más sonada acaeció en 1168, por la desolación y muerte que produjo, considerándose como uno de los mayores desastres naturales de Europa. Tenía Sevilla por entonces, y hasta mediados del siglo XIX, unas murallas con el doble objetivo de resguardarla de ejércitos enemigos y también de crecidas del río. Pero en esta ocasión, las aguas le socavaron grandes agujeros por los cuales enormes trombas de agua y lodo se precipitaron, sorprendiendo al pueblo confiado; el panorama desolador amalgamaba cadáveres y materiales en una visión alucinante. ç
Únicamente se libraron los edificios de sólidos cimientos o las de mayor cota (zona San Isidoro a San Román-Santa Catalina). El desastre ocasionado fue muy renombrado durante siglos. Según crónicas medievales como la del halconero de Juan II, escrita tres siglos después, «padecieron sesenta y tres mil ánimas», y en otro párrafo: «la ciudad se perdió, que no quedó cosa, salvo las casas fuertes», lo que evidencia que el manto líquido trepó y cubrió la cota + 11metros.
En los siglos XV y XVI anotamos trece riadas. En cuanto a la siguiente centuria, con 22, destaca la de 1626, el «año del diluvio», como Rodrigo Caro y Quevedo se cartearon, que afectó a todo el país. Sin embargo, la del 4 de abril de 1649 fue todavía peor, pues la hambruna posterior y el hacinamiento y las calles anegadas contribuyeron a la expansión por los arrabales de la peor epidemia de peste negra que Sevilla ha sufrido. En pocos meses la mitad de los residentes de la ciudad más poblada de España, estimada entonces en 120.000-130.000 personas, perecieron.
Para el siglo XVIII se contabilizan un total de 18 avenidas, con un ascenso progresivo de la magnitud de las mismas. La de 1783-84 fue la mayor conocida desde el siglo XV, nefasta por sus destrozos y pérdida de vidas, sobre todo en los arrabales. Se llevó gran parte de las casas de Triana, el puente de barcas y los navíos atracados, que desaparecieron o se los llevó la corriente río abajo. Obligó a reparar después la zona de La Barqueta y la muralla norte, además de a la construcción de la zapata de la calle Betis.
En el siglo XIX sigue aumentando la cadencia del número de crecidas, con un total de 43. ¡Casi medio siglo de inundaciones todos los inviernos y primaveras! Hubo años en los cuales se produjeron hasta cinco inundaciones a la vez, espaciadas por solo unas semanas. Eso sí, se creó una red telegráfica de alerta de los niveles del río desde Cantillana, y mejoraron la organización, actuación y prevención de los efectos de las inundaciones.
La de 1876 fue la mayor avenida hasta esa fecha, alcanzando el agua una altura de + 8,7 metros, pero antes de acabar el siglo fue superada por la de 1881, con + 9 metros, y la de 1892, que alcanzó los + 9,3 metros, siendo la mayor de las que se tienen datos. Curiosamente, las tres se produjeron tras el discutido derribo del recinto amurallado.
A pesar de las medidas de contención, que nuevamente se pensaron inexpugnables, el agua llegó libremente a lugares de la ciudad a los que supuestamente nunca antes había llegado, y aún pudo haber sido más catastrófico; algunos que vivieron la de 1892 pensaron que había llegado el temido gran desastre y la ciudad quedaría sumergida finalmente en su río tras siglos de lucha.
Por fin, en el siglo XX tuvieron lugar las obras más importantes de defensa de la ciudad, con los grandes cambios en el cauce próximo a Sevilla, que finalmente llevaron al control de las inundaciones. En la primera mitad de la centuria las crecidas todavía fueron frecuentes y algunas de gran magnitud, pero en la segunda mitad descendieron significativamente, produciéndose un total de 27.
La gran avenida de 1926 hizo saltar las alarmas ante la proximidad de la Exposición Iberoamericana (1929). Además, en ese mismo año se había inaugurado la corta de Tablada, gran obra hidráulica con la cual se tenía la esperanza de controlar las inundaciones, pero no daba esa impresión, aunque a la larga realmente mejoró la evacuación evitando el meandro de Los Gordales, que prácticamente estaba cegado.
En la segunda mitad de siglo se constituyó la dársena, tras el aterramiento de Chapina y entrar en funcionamiento la esclusa (1951). Aunque el número de crecidas disminuyó considerablemente y la protección aumentó, todavía hay que señalar las inundaciones de 1961 y 1963, aunque la primera no fue motivada por el Guadalquivir, sino por la rotura de un dique de contención del arroyo Tamarguillo, el cual provocó graves destrozos, la pérdida de multitud de viviendas, y víctimas mortales.
Finalmente, en 1982 se terminó de construir la corta de La Cartuja, que alejó todo el cauce vivo del casco urbano de Sevilla, con un trayecto recto sin meandros, ofreciendo un nivel de protección superior frente a las inundaciones.
Actualmente la cota de los terraplenes de defensa de la ciudad supera la de cualquier lámina líquida que se forme, pero el peligro se esconde en los sifones/desagües y posibles filtraciones de esos malecones, fenómeno que dio lugar a verdaderas catástrofes en tiempos pasados. Será difícil, más bien imposible, que en los años venideros el Guadalquivir vuelva a desbordarse trayendo las mismas amenazas que antaño.
Tendría que llover apretadamente varias semanas para ello, porque las obras hidroeléctricas y de riego, las cortas y las defensas construidas han terminado por domar el enorme caudal que recoge el «río grande» cuando caen trombas de agua sobre la Andalucía occidental.
Ahora nos encontramos en un período de baja incidencia de crecidas, pero no hay que bajar la guardia y tener siempre presente lo vivido en el pasado
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