La tribuna
La vivienda, un derecho o una utopía
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Parece que Málaga pretende incorporase a ese olimpismo infantil en el que las grandes corporaciones compiten por alcanzar el cielo, que nos venden, con gran aparataje mediático, como una natural aspiración humana que todos tenemos que admirar. Siempre nos dicen que son "buques insignia", "iconos de la nueva modernidad", "emblemas" o "hitos arquitectónicos". Estaremos de acuerdo que lo único intrínseco a cualquier rascacielos típico, además de su gigantismo formal, es lo que implica de rentabilidad económica por unidad de superficie de suelo, y de prestigio o publicidad para sus propietarios o inquilinos, al poseer el distintivo del poder. Como antaño se hiciera con otras grandes construcciones, el poder ha buscado siempre deslumbrar a sus súbditos con símbolos de grandiosidad. Ahora, de nuevo, la arrogancia incontestada del mercantilismo triunfante responde con similares signos ancestrales de distinción. Lo curioso es que todavía sigamos asombrándonos, como nuestros estupefactos antepasados, ante las mismas expresiones del poder globalizado del capital, sin que veamos nada más que su aspecto fálico. Por ello, me parece que merece la pena el debate sobre la racionalidad y funcionalidad de los rascacielos, sobre el impacto relativo de estos artefactos, tanto de orden arquitectónico, como económico y energético-ecológico.
Habría que empezar recordando una obviedad: un rascacielos no es un edificio alto, es una microciudad vertical levantada en una pequeña parcela. Por eso, el análisis de un rascacielos no puede realizarse como si se tratara de una obra singular de arquitectura, porque sus contenidos y efectos son los de una verdadera ciudad. Y no puede pensarse en este artilugio como una encumbrada obra de arteal margen de los costos que comporta: sociales, humanos, energéticos y urbanos. La ciudad no puede ser entendida sólo como la mera contemplación externa de su belleza o de sus perfiles. La ciudad es, además de eso, un producto político-social concreto, es un espacio social muy complejo que exige un juicio de verdad, que diría Nietzsche, y, por tanto, un juicio ético.
La historia de la arquitectura y el urbanismo nos enseña que la famosa sentencia, en relación con la arquitectura moderna, de que la "forma sigue a la función" no se corresponde con los rascacielos. En éstos lo que en verdad precede a la forma no es tanto la función técnica y simbólica, sino los duros argumentos financieros de su rentabilidad. Los objetivos, ritmos, tamaños y formas macrourbanas de los rascacielos no son alterables ni un ápice, ni por los arquitectos-modistos -que visten los cuerpos con trajes que les vienen ya definidos por los promotores-, ni por los urbanistas-masajistas, ni por los ingenieros-osteópatas. Ello nos demuestra que hoy, al igual que ayer, los rascacielos son el producto del abuso de las economías de aglomeración, que son internalizadas por el promotor, expulsando o externalizando las cargas hasta la saturación o extenuación de los servicios, agravando la escasez de equipamientos públicos e infraestructuras existentes, o atrayendo tráfico suplementario por sus aparcamientos. En definitiva, parásitos de un tejido ya generado al que puede, por contra, necrosar por exceso de captación de sus nutrientes vitales. De otro lado, el argumentario de que los rascacielos generan una atracción que beneficia en abstracto a la ciudad como receptora de las economías atraídas por este gran aspirador, es como predicar que son ventajosos los continuos atascos de tráfico porque atrapados en ellos gastamos mucha más gasolina y con ello se generan ingresos vía impuestos para el erario público. Lo mismo podríamos decir del tabaco. Por el flanco pseudoecologísta se vienen oyendo voces reivindicando el rascacielos como la mejor solución para la recuperación de la ansiada ciudad compacta, escamoteando que, frente a una construcción tradicional, el coste energético global en la producción de materiales y en la construcción de una estructura elevada y cerrada (combustibles, acero, hormigón, petróleo, gas, electricidad, materiales, agua, excavaciones y movimientos de tierras, cimentaciones profundas, etc.) y, sobre todo en el mantenimiento térmico anual, puede ser de 10 a 1. Da vértigo sólo pensar en el consumo energético gastado en los movimientos diarios en ascensores para elevar los suministros de materiales, fluidos y personas, o bajar y subir a los aparcamientos subterráneos para salir y entrar. Y qué decir de los costes asociados a su gran enemigo: el fuego.
Se podrá estar a favor o en contra, pero en el debate no se pueden perder de vista, entre otros, estos enfoques. De lo contrario todo será pura frivolidad estilística, completamente indiferente a la posición relativa que las cosas ocupan en el espacio histórico, económico y social. Por el bien de la gente de Málaga espero que no sea así.
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