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Aunque los noticiarios siguen teniendo como personajes centrales a Rubiales y a Puigdemont, ha tomado también importante protagonismo la propuesta del lehendakari Urkullu de que el próximo gobierno convoque un foro o convención constitucional para debatir sobre la cuestión territorial y avanzar en el carácter plurinacional del Estado y el desarrollo del autogobierno. El planteamiento no es abiertamente rupturista con la Constitución del 78 pero sí con la realidad actual del “Estado de las autonomías”. Parte de un hecho cierto: el título VIII de aquella es un diseño abierto que distingue dos niveles: el de las nacionalidades (eufemismo para designar los pueblos-naciones con identidad histórica, cultural y política existentes en el estado español) y el de las regiones (territorios con algunas peculiaridades pero que carecen de alguna o algunas de esas identidades). Reconoce, pues, el carácter plurinacionalitario (o sea, plurinacional) del Estado español definiendo, por ello, dos categorías o niveles competenciales y dos rutas diferentes para asumirlos. Las nacionalidades compondrían una a modo de “primera división” y las regiones jugarían en la segunda. Solo estarían en el primer nivel aquellas Comunidades que hubieran plebiscitado anteriormente Estatutos de Autonomía y aquellas que fueran capaces de recorrer el más que dificultoso camino del artículo 151 de la propia Constitución. Cataluña, el País Vasco y Galicia, que aprobaron sus estatutos bajo la legalidad de la Segunda República, respondían a la primera condición y Andalucía cumplió la segunda a través del referéndum del 28 de febrero de 1980 (desemboque en las urnas de las movilizaciones populares del 4 de diciembre de 1977 y 1979) y la posterior homologación, también muy dificultosa, del resultado positivo de este.
Es así que la Constitución del 78, guste o no, tiene un diseño claramente asimétrico en cuanto a la organización territorial del Estado. Y esto no es algo caprichoso ni artificial, sino que responde a las diferentes realidades históricas, culturales y políticas de un estado tan complejo como el español. Sería luego, con la consolidación del bipartidismo dinástico (PSOE y UCD, después PP) y sus leyes “armonizadoras”; y más aún con la deriva recentralizadora del Tribunal Constitucional (denunciada por juristas de la talla de un Bartolomé Clavero), cuando ha tenido lugar una igualación por abajo, cercenando (cepillando, en palabra de Alfonso Guerra) el desarrollo del autogobierno de las cuatro nacionalidades e invocando cínicamente un pseudoconcepto de igualdad como coartada para un supuesto “café para todos” en el que el café fue sustituido, de forma generalizada, por achicoria o aguachirli.
Es falso que Andalucía rompiera ese diseño constitucional dual. Lo que hizo, casi con heroísmo y ejerciendo como pueblo, fue conquistar un puesto en la muy minoritaria primera división, en principio reservada para solo tres Comunidades, rechazando ser una simple región. Desde entonces, jurídicamente, existen cuatro nacionalidades, aunque ni durante décadas el PSOE ni ahora el PP se hayan dado por enterados desde la Junta. Antes al contrario, han utilizado a Andalucía como mascarón de proa contra los avances y reivindicaciones de autogobierno de las otras nacionalidades y en defensa de un españolismo uniformizador y mesetil (o, en ocasiones, jacobino) que, sin embargo, no ha tenido pudor en verdiblanquearse de forma banal y oportunista cuando le ha interesado para conseguir los deseados efectos anestesiantes.
En la evidente crisis actual del Estado de las Autonomías, y para orientarnos ante la propuesta peneuvista, deberíamos seguir el ejemplo de Blas Infante y los andalucistas históricos, que fueron siempre solidarios con las reivindicaciones de Cataluña y otros pueblos ibéricos y fustigaron constantemente la intolerancia de los poderes centrales y sus instituciones, afirmando, a la vez, que Andalucía tenía el mismo derecho que aquellos a ser libre y dotarse de las herramientas políticas necesarias para resolver “por sí” sus problemas y necesidades. Es el Estado Español, monárquico y centralista, y no Cataluña o Euskadi, el responsable principal de que nuestra función como país sea el de una colonia interna a todos los efectos: económicos, culturales y políticos. Y es esta situación la que bloquea nuestra conciencia de pueblo, sin la cual las iniciativas de construir un partido con presencia significativa en las instituciones (algo sin duda positivo) han sido y serán efímeras o frustrantes. Activar esa conciencia, de abajo arriba, desvelando falsas “verdades”, debería ser hoy la tarea central del andalucismo organizado. Lo que significa trabajar prioritariamente en la sociedad civil y hacer pedagogía para que se entienda cuáles son las raíces de nuestra dependencia y subalternidad.
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